Diferencia entre revisiones de «Edad Contemporánea»

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En lo cultural, Latinoamérica se transformó, en cierta medida, en el patio trasero de Europa. En la segunda mitad del [[siglo XIX]], la literatura latinoamericana se ciñó a los experimentos derivados del [[Realismo]] en Europa, y a inicios del [[siglo XX|XX]], a la experimentación de las vanguardias. La reivindicación plena del elemento indígena y nacional en la literatura latinoamericana, vendría ya bien iniciado el siglo XX, asociándose con una postura política cercana a la izquierda, puesto que la intelectualidad de la derecha se adscribió más bien a los ideales del [[positivismo]] (por ejemplo, [[Porfirio Díaz]] en [[México]]).la francica cabesa de pescao
En lo cultural, Latinoamérica se transformó, en cierta medida, en el patio trasero de Europa. En la segunda mitad del [[siglo XIX]], la literatura latinoamericana se ciñó a los experimentos derivados del [[Realismo]] en Europa, y a inicios del [[siglo XX|XX]], a la experimentación de las vanguardias. La reivindicación plena del elemento indígena y nacional en la literatura latinoamericana, vendría ya bien iniciado el siglo XX, asociándose con una postura política cercana a la izquierda, puesto que la intelectualidad de la derecha se adscribió más bien a los ideales del [[positivismo]] (por ejemplo, [[Porfirio Díaz]] en [[México]]).


== Era victoriana, Imperialismo y "Belle Époque" (1848-1914) ==
== Era victoriana, Imperialismo y "Belle Époque" (1848-1914) ==

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La carga de los mamelucos, de Francisco de Goya, 1814, representa un episodio del levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Los pueblos europeos, convertidos en protagonistas de su propia historia y a los que se les había proclamado sujetos de la soberanía, no acogieron favorablemente la imposición de la libertad que suponía la extensión de los ideales revolucionarios franceses mediante la ocupación militar del ejército napoleónico. Más adelante, en toda la extensión de la Edad Contemporánea, la base popular de los movimientos sociales y políticos no implicaba su orientación progresista, sino que penduló de un extremo a otro del espectro político.
Pittsburgh en 1857.
Le Démolisseur, de Paul Signac, 1897-1899. Además de ser una obra estéticamente vanguardista (técnica del puntillismo), la elección consciente de un protagonista anónimo y su tratamiento visual heroico conducen a su lectura alegórica: las masas derriban el orden antiguo antes de construir el nuevo.
Podemos hacerlo, indica un cartel de propaganda (1942, durante la Segunda Guerra Mundial) que estimula el esfuerzo bélico mediante el trabajo de la mujer, un paso decisivo en su emancipación.
Mujeres de Afganistán, en el año 2003, usando el burka, el velo tradicional que hubiera deseado suprimirse junto con otras opresiones por la modernización soviética (1978-1989); pasó a ser obligatorio como parte de la re-islamización durante el régimen fundamentalista de los talibán (1996-2001), y sigue siendo en la actualidad una de las piedras de toque con mayor valor mediático para la intervención internacional o Guerra en Afganistán (2001-presente).

Edad Contemporánea es el nombre con el que se designa el periodo histórico comprendido entre la Revolución francesa y la actualidad. Comprende un total de 220 años, entre 1789 y el presente. La humanidad experimentó una transición demográfica, concluida para las sociedades más avanzadas (el llamado primer mundo) y aún en curso para la mayor parte (los países subdesarrollados y los países recientemente industrializados), que ha llevado su crecimiento más allá de los límites que le imponía históricamente la naturaleza, consiguiendo la generalización del consumo de todo tipo de productos, servicios y recursos naturales que han elevado para una gran parte de los seres humanos su nivel de vida de una forma antes insospechada, pero que han agudizado las desigualdades sociales y espaciales y dejan planteando para el futuro próximo graves incertidumbres medioambientales.

Los acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre de Revolución Industrial, al tiempo que se destruía la sociedad preindustrial y se construía una sociedad de clases presidida por una burguesía que contempló el declive de sus antagonistas tradicionales: los privilegiados y el nacimiento y desarrollo de uno nuevo: el movimiento obrero, en nombre del cual se plantearon distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las transformaciones políticas e ideológicas (Revolución liberal, nacionalismo, totalitarismos); así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores guerras conocidas por la humanidad.

La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y fecundidad; mientras que el arte contemporáneo y la literatura contemporánea, liberados por el romanticismo de las sujecciones académicas y abiertos a un público y un mercado cada vez más amplios; se han visto sometidos al impacto de los nuevos medios de comunicación de masas, escritos y audiovisuales, lo que les provocó una verdadera crisis de identidad que comienza con el impresionismo y las vanguardias y aún no se ha superado.

En cada uno de los planos principales del devenir histórico (económico, social y político), puede cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las fuerzas rectoras de la modernidad o más bien significa el periodo en que triunfan y alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas económicas y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la burguesía; y las entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado.

En el siglo XIX, estos elementos confluyeron para conformar la formación social histórica del estado liberal europeo clásico, surgido tras crisis del Antiguo Régimen socavado ideológicamente por el ataque intelectual de la Ilustración (L'Encyclopédie, 1751) a todo lo que no se justifique a las luces de la razón por mucho que se sustente en la tradición, como los privilegios contrarios a la igualdad (la de condiciones sociales, no la económica) o la economía moral[1]​ contraria a la libertad (la de mercado, la propugnada por Adam Smith -La riqueza de las naciones, 1776). Pero, a pesar de lo espectacular de las revoluciones y de lo inspirador de sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad (con la muy significativa adición del término propiedad), un observador perspicaz como Lampedusa pudo entenderlas como la necesidad de que algo cambie para que todo siga igual: el Nuevo Régimen fue regido por una clase dirigente no homogénea, sino de composición muy variada, que junto con la vieja aristocracia incluyó por primera vez a la pujante burguesía responsable de la acumulación de capital. Ésta, tras su acceso al poder, pasó de revolucionaria a conservadora.[2]​ Ambas se asientan sobre una gran masa de proletarios, compartimentada por las fronteras de unos estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados nacionales que a su vez controlaban un espacio exterior disponible para su expansión colonial.

Sin embargo, en el siglo XX, este equilibrio inestable se fue descomponiendo, en ocasiones mediante violentos cataclismos (comenzando por los terribles años de la Primera Guerra Mundial, 1914-1918), y en otros planos mediante cambios paulatinos (por ejemplo, la promoción económica, social y política de la mujer). Por una parte, en los países más desarrollados, el surgimiento de una poderosa clase media, en buena parte gracias al desarrollo del estado del bienestar o estado social (se entienda éste como concesión pactista al desafío de las expresiones más radicales del movimiento obrero, o como convicción propia del reformismo social) tendió a llenar el abismo predicho por Marx y que debería llevar al inevitable enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado. Por la otra, el capitalismo fue duramente combatido, aunque con éxito bastante limitado, por sus enemigos de clase, enfrentados entre sí: el anarquismo y el marxismo (dividido a su vez entre el comunismo y la socialdemocracia). En el campo de la ciencia económica, los presupuestos del liberalismo clásico fueron superados (economía neoclásica, keynesianismo -incentivos al consumo e inversiones públicas para frente a la incapacidad del mercado libre para responder a la crisis de 1929- o teoría de juegos -que evidencia la superioridad de las estrategias de cooperación frente al individualismo de la mano invisible-). La democracia liberal fue sometida durante el periodo de entreguerras al doble desafío de los totalitarismos soviético y fascista (sobre todo por el expansionismo de la Alemania nazi, que llevó a la Segunda Guerra Mundial). En cuanto a los estados nacionales, en el periodo presidido por la unificación alemana e italiana (1848-1871) pasaron a ser el actor predominante en las relaciones internacionales, en un proceso que se generalizó con la caída de los grandes imperios multinacionales (español desde 1808 hasta 1898; ruso, austrohúngaro y turco en 1918, tras su hundimiento en la Primera Guerra Mundial) y la de los imperios coloniales (británico, francés, holandés, belga tras la segunda). Si bien numerosas naciones accedieron a la independencia durante los siglos XIX y XX, no siempre resultaron viables, y muchos se sumieron en terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, a veces provocados por la arbitraria fijación de las fronteras, que reprodujeron las de los anteriores imperios coloniales. En cualquier caso, los estados nacionales, después de la Segunda Guerra Mundial, devinieron en actores cada vez menos relevantes en el mapa político, sustituidos por la política de bloques encabezados por los Estados Unidos y la Unión Soviética. La integración supranacional de Europa (Unión Europea) no se ha reproducido con éxito en otras zonas del mundo, mientras que las organizaciones internacionales, especialmente la ONU, dependen para su funcionamiento de la poco constante voluntad de sus componentes.

La desaparición del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del siglo XXI, en que las fuerzas rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen tanto la tendencia a la globalización como el surgimiento o resurgimiento de todo tipo de identidades, muchas veces competitivas entre sí (religiosas, sexuales, de edad, nacionales, grupales, estéticas, culturales, deportivas, o generadas por una actitud -pacifismo, ecologismo, altermundialismo- o por cualquier tipo de condición, incluso las problemáticas -minusvalías, disfunciones, pautas de consumo-).

Modernidad: Ruptura y continuidad

Un pequeño y sucio, pero eficaz barco de vapor conduce al desguace al buque de guerra Téméraire. Sus años de gloria han pasado. (Cuadro de J. M. W. Turner).

La denominación "Edad Contemporánea" es un añadido reciente a la tradicional periodización histórica de Cristóbal Celarius, que utilizaba una división tripartita en Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna; y se debe al fuerte impacto que las transformaciones posteriores a la Revolución francesa tuvieron en la historiografía europea continental (especialmente la francesa o la española), que les impulsó a proponer un nombre diferente para lo que entendían como estructuras antagónicas: las del Antiguo Régimen anterior y las del Nuevo Régimen posterior. Sin embargo, esa discontinuidad no parecía tan marcada para los historiadores anglosajones, que prefieren utilizar el término Later Modern Times (literalmente "Últimos Tiempos Modernos", traducible como "Edad Moderna Tardía" o "Edad Moderna Posterior"), en contraste con los Early Modern Times (literalmente "Tempranos Tiempos Modernos", traducible como "Edad Moderna Temprana" o "Edad Moderna Anterior"). Es legítimo cuestionarse si hubo más continuidad o más ruptura entre la Edad Moderna y la Contemporánea.

Si se define la modernidad como el desarrollo de una cosmovisión con rasgos derivados de los valores del antropocentrismo frente a los del teocentrismo medieval (concepciones del mundo centradas en el hombre o en Dios, respectivamente): idea de progreso social, de libertad individual, de conocimiento a través de la investigación científica, etc.; entonces es claro que la Edad Contemporánea es una continuación e intensificación de todos estos conceptos. Su origen estuvo en la Europa Occidental de finales del siglo XV y comienzos del XVI, donde surgió el Humanismo, el Renacimiento y la Reforma Protestante; y se acentuaron durante la denominada crisis de la conciencia europea de finales del siglo XVII, que incluyó la Revolución Científica y preludió a la Ilustración. Las revoluciones de finales del XVIII y comienzos del XIX pueden entenderse como la culminación de las tendencias iniciadas en el período precedente. La confianza en el ser humano y en el progreso científico se plasmó a partir de entonces en una filosofía muy característica: el positivismo, y en los diversos planteamientos religiosos que van del secularismo al agnosticismo, al ateísmo o al anticlericalismo. Sus manifestaciones ideológicas fueron muy dispares, desde el nacionalismo hasta el marxismo pasando por el darwinismo social; aunque las formulaciones políticas y económicas del liberalismo fueron las dominantes, incluyendo notablemente la doctrina de los derechos humanos, que desarrollada a partir de elementos anteriores, dio forma a la democracia contemporánea y se fue extendiendo (como predijo un notable estudio de Alexis de Tocqueville -La democracia en América, 1835-) hasta llegar a ser el ideal más universalmente aceptado de forma de gobierno, con notables excepciones.

Pero por otra parte, durante la Edad Contemporánea se desarrolló también un discurso paralelo de crítica a la modernidad, y que en su vertiente más radical desembocó en el nihilismo. Es posible seguir el hilo de esta crítica a la modernidad en el romanticismo y su búsqueda de las raíces históricas de los pueblos; en la filosofía de Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche y los posteriores movimientos del existencialismo y la postmodernidad; en los rasgos más experimentales del arte contemporáneo y la literatura contemporánea, como el surrealismo o el teatro del absurdo, o en concepciones teóricas como el Postmodernismo; y en la violenta resistencia que, tanto desde el movimiento obrero como desde posturas radicalmente conservadoras, se opuso a la gran transformación de economía y sociedad.[3]​ Pero por otra parte, la idea de reemplazar al ideal ilustrado de progreso y confianza optimista en las capacidades del ser humano, es en sí misma una noción progresista y de confianza en la capacidad del ser humano que efectúa esa crítica, por lo que esas "superaciones de la Modernidad" muchas veces son vistas a posteriori como nuevas variantes del discurso moderno.[4]


La era de la Revolución (1776-1848)

En los años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX se derrumba el Antiguo Régimen de una forma que fue percibida por los contemporáneos como una aceleración del ritmo temporal de la historia, que trajo cambios trascendentales conseguidos tras vencer de forma violenta la oposición de las fuerzas interesadas en mantener el pasado: todos ellos requisitos para poder hablar de una Revolución, y de lo que para Eric Hobsbawm es La Era de la Revolución.[5]​ Suele hablarse de tres planos en el mismo proceso revolucionario: el económico, caracterizado por el triunfo del capitalismo industrial que supera la fase mercantilista y acaba con el predominio del sector primario (Revolución Industrial); el social, caracterizado por el triunfo de la burguesía y su concepto de sociedad de clases basada en el mérito y la ética del trabajo, frente a la sociedad estamental dominada por los privilegiados desde el nacimiento (Revolución burguesa); y el político e ideológico, por el que se sustituyen las monarquías absolutas por sistemas representativos, con constituciones, parlamentos y división de poderes, justificados por la ideología liberal (Revolución liberal).

Revolución industrial

Coalbrookdale de noche (Philipp Jakob Loutherbourg, 1801). La actividad incesante y la multiplicación de las nuevas instalaciones industriales, y sus repercusiones en todos los ámbitos, transformaron irreversiblemente la naturaleza y la sociedad.
Máquina de hilados en una fábrica francesa del siglo XIX.

La revolución industrial es la segunda de las transformaciones productivas verdaderamente decisivas que ha sufrido la humanidad, siendo la primera la revolución neolítica que transformó la humanidad paleolítica cazadora y recolectora en el mundo de aldeas agrícolas y tribus ganaderas que caracterizó desde entonces los siguientes milenios de prehistoria e historia.

La transformación de la sociedad preindustrial agropecuaria y rural en una sociedad industrial y urbana se inició propiamente con una nueva y decisiva transformación del mundo agrario, la llamada revolución agrícola que aumentó de forma importante los bajísimos rendimientos propios de la agricultura tradicional gracias a mejoras técnicas como la rotación de cultivos, la introducción de abonos y nuevos productos (especialmente la introducción en Europa de dos plantas americanas: el maíz y la patata). En todos los periodos anteriores, tanto en los imperios hidráulicos (Egipto, Mesopotamia, India o China antiguas), como en la Grecia y Roma esclavistas o la Europa feudal y del Antiguo Régimen, incluso en las sociedades más involucradas en las transformaciones del capitalismo comercial del moderno sistema mundial,[6]​ era necesario que la gran mayoría de la fuerza de trabajo produjera alimentos, quedando una exigua minoría para la vida urbana y el escaso trabajo industrial, a un nivel tecnológico artesanal, con altos costes de producción. A partir de entonces, empieza a ser posible que los sustanciales excedentes agrícolas alimenten a una población creciente (inicio de la transición demográfica, por la disminución de la mortalidad y el mantenimiento de la natalidad en niveles altos) que está disponible para el trabajo industrial, primero en las propias casas de los campesinos (domestic system, putting-out system) y enseguida en grandes complejos fabriles (factory system) que permiten la división del trabajo que conduce al imparable proceso de especialización, tecnificación y mecanización. La mano de obra se proletariza al perder su sabiduría artesanal en beneficio de una máquina que realiza rápida e incansablemente el trabajo descompuesto en movimientos sencillos y repetitivos, en un proceso que llevará a la producción en serie y, más adelante (en el siglo XX, durante la Segunda revolución industrial), al fordismo, el taylorismo y la cadena de montaje. Si el producto es menos bello y deshumanizado (crítica de los partidarios del mundo preindustrial, como John Ruskin y William Morris), no es menos útil y sobre todo, es mucho más beneficioso para el empresario que lo consigue lanzar al mercado. Los costos de producción disminuyeron ostensiblemente, en parte porque al fabricarse de manera más rápida se invertía menos tiempo en su elaboración, y en parte porque las propias materias primas, al ser también explotadas por medios industriales, bajaron su coste. La estandarización de la producción reemplazó la exclusividad y escasez de los productos antiguos por la abundancia y el anonimato de los productos nuevos, todos iguales unos a otros.

La revolución industrial iniciada en Inglaterra a mediados del siglo XVIII se extendió sucesivamente al resto del mundo mediante la difusión tecnológica (transferencia tecnológica), primero a Europa Noroccidental y después, en lo que se denominó Segunda revolución industrial (finales del siglo XIX), al resto de los posteriormente denominados países desarrollados (especialmente y con gran rapidez a Alemania, Rusia, Estados Unidos y Japón; pero también, más lentamente, a Europa Meridional). A finales del siglo XX, en el contexto de la denominada Tercera revolución industrial, los NIC o nuevos países industrializados (especialmente China) iniciaron un rápido crecimiento industrial. No obstante, la influencia de la revolución industrial, desde su mismo inicio se extendió al resto del mundo mucho antes de que se produjera la industrialización de cada uno de los países, dado el decisivo impacto que tuvo la posibilidad de adquirir grandes cantidades de productos industriales cada vez más baratos y diversificados. El mundo se dividió entre los que producían bienes manufacturados y los que tenían que conformarse con intercambiarlos por las materias primas, que no aportaban prácticamente valor añadido al lugar del que se extraían: las colonias y neocolonias (África, Asia y América Latina, tanto antes como después de los procesos de independencia de los siglos XIX y XX).

¿Por qué Inglaterra?

La revolución industrial se originó en Inglaterra a causa de diversos factores, cuya elucidación es uno de los temas historiográficos más trascendentes. Por una parte, en cuanto a los factores técnicos, era uno de los países con mayor disponibilidad de las materias primas esenciales, sobre todo el carbón, mineral indispensable para alimentar la máquina de vapor que fue el gran motor de la Revolución Industrial temprana, así como los altos hornos de la siderurgia, sector principal desde mediados del siglo XIX. Su ventaja frente a la madera, el combustible tradicional, no es tanto su poder calorífico como la mera posibilidad en la continuidad de suministro, ya que la madera, fuente renovable, está limitada por la deforestación, mientras que el carbón, combustible fósil y por tanto no renovable, sólo lo está por el agotamiento de las reservas, cuya extensión se amplía con el precio y las posibilidades técnicas de extracción. Por otra parte, en cuanto a los factores ideológicos, políticos y sociales, la sociedad inglesa había atravesado la llamada crisis del siglo XVII de una manera particular: mientras la Europa meridional y oriental se refeudalizaba y establecía monarquías absolutas, la guerra civil inglesa y la posterior revolución gloriosa determinaron el establecimiento de una monarquía parlamentaria basada en la división de poderes (John Locke), la libertad individual y un nivel de seguridad jurídica que proporcionaba suficientes garantías para el empresario privado; muchos de ellos surgidos de entre activas minorías de disidentes religiosos que en otras naciones no se hubieran consentido (la tesis de Max Weber vincula explícitamente La ética protestante y el espíritu del capitalismo). Síntoma importante fue el espectacular desarrollo del sistema de patentes industriales. Por último, como factor geoestratégico, durante el siglo XVIII Inglaterra construyó una flota naval que la convirtió en dueña de los mares (al menos desde el tratado de Utrecht, 1714, y de forma indiscutible desde la batalla de Trafalgar, 1805) y de un extensísimo imperio colonial. A pesar de la pérdida de las Trece Colonias, emancipadas en guerra de 1776 a 1781, controlaba, entre otros, los riquísimos territorios de la India, fuente importante de materias primas para su industria, destacadamente el algodón que alimentaba la industria textil, así como mercado cautivo para los productos de la metrópolis. La canción patriótica Rule Britannia (1740) explícitamente indicaba: rule the waves (gobierna las olas).

Ironbridge.
El líder de los ludditas. Al fondo, una fábrica incendiada. Ilustración de 1812.

La máquina de vapor, el carbón, el algodón y el hierro

La experimentación de la caldera de vapor era una práctica antigua (el griego Herón de Alejandría) que se reanudó en el siglo XVI (los españoles Blasco de Garay y Jerónimo de Ayanz) y que a finales del siglo XVII había producido resultados alentadores, aunque aún no aprovechados tecnológicamente (Denis Papin y Thomas Savery). En 1705 Thomas Newcomen había desarrollado una máquina de vapor suficientemente eficaz para extraer el agua de las minas inundadas. Tras sucesivas mejoras, en 1782 James Watt incorporó un sistema de retroalimentación que aumentaba decisivamente su eficiencia, lo que posibilitó su aplicación a otros campos. Primero a la industria textil, que había ido desarrollando previamente una revolución textil aplicada a los hilos y tejidos de algodón con la lanzadera volante (John Kay, 1733) y la hiladora mecánica (la water frame de Richard Arkwright, 1769, movida con energía hidráulica, la spinning Jenny de James Hargreaves, 1764 y la spinning mule o mule jenny de Samuel Crompton, 1779); y que estaba madura para la aplicación del vapor al telar mecánico (power loom, Edmund Cartwright, 1784) y otras innovaciones demandadas por los cuellos de botella a los que se forzaba a los subsectores sucesivamente afectados, poniendo a la industria textil inglesa a la cabeza de la producción mundial de telas. Luego a los transportes: el barco de vapor (Robert Fulton, 1807) y posteriormente el ferrocarril (George Stephenson, 1829), cuyo desarrollo se vio obstaculizado por los recelos sociales que suscitaba; pero que permitió extraer toda la potencialidad a las vías férreas de uso minero y tracción animal y humana que se venían utilizando extensivamente con el hierro de Coalbrookdale fundido con coque (Abraham Darby I, 1709; puente de Ironbridge, 1781). El vapor, el carbón y el hierro se aplicaron a todos los procesos productivos susceptibles de mecanización. El invento de Watt había representado el salto decisivo hacia la industrialización, e Inglaterra, la primera en hacerlo, se convirtió en el taller del mundo.

Los comedores de patatas (Vincent van Gogh, 1885. La patata se convirtió en un alimento casi único en muchas zonas, con lo que su ausencia producía espantosas hambrunas, como el hambre de Irlanda de 1845-1849, que además originó una emigración masiva.

Oposición a los cambios

Estas novedades no siempre fueron bien acogidas. La sustitución del trabajo humano por máquinas condenaba a los trabajadores de la artesanía tradicional al desempleo si no se adaptaban a las nuevas condiciones laborales o la pérdida del control del proceso productivo si lo hacían. La resistencia contra ello condujo en algunos casos a la destrucción física de las nuevas industrias mecanizadas (ludismo). Los nuevos empresarios, liberados de las restricciones gremiales, consiguieron la ilegalización de cualquier forma de asociación de defensa de los intereses laborales, dejando únicamente en el contrato individual y el mercado libre la negociación de las condiciones de trabajo y salario. Simétricamente, tampoco se consentía la asociación de empresarios, por atentar contra el principio de libre competencia, fuente de toda prosperidad según el triunfante liberalismo económico de Adam Smith (La riqueza de las naciones, 1776). El debate historiográfico sobre si la industrialización fue un proceso más o menos perjudicial para las condiciones de vida de las clases bajas ha sido uno de los más activos, y no está resuelto.[7]​ No disminuyeron los puestos de trabajo, por el contrario, aumentaron, haciendo necesaria la llegada a los masificados barrios obreros del norte de Inglaterra (Manchester, Liverpool) de masas de emigrantes del campo (de donde eran expulsados por las poor laws -leyes de pobres- y las enclosures -cercamientos-). Por contra, la liberalización del precio de los alimentos básicos tuvo que esperar a mediados del siglo XIX para la abolición de las Corn Laws (leyes de granos, vigentes entre 1815 y 1846) que defendían los intereses proteccionistas de los terratenientes británicos, desproporcionadamente representados en el Parlamento y combatidos por el grupo de presión del capitalismo manchesteriano. La rebaja en el nivel salarial (que David Ricardo justificó como expresión de una necesidad económica -ley de bronce-), los horarios prolongados en trabajos insalubres y la degradación social generalizada, condujeron al pauperismo (las durísimas condiciones sociales fueron retratadas en las novelas de la época, como Los miserables de Víctor Hugo, o Oliver Twist de Charles Dickens); al tiempo que también creaban las condiciones (objetivas en terminología marxista) para el surgimiento de una conciencia de clase y el inicio del movimiento obrero. También tuvieron expresión política en las revoluciones de 1830 y 1848, burguesas en su calificación social, pero con un fuerte protagonismo obrero, en particular en Francia; así como el cartismo inglés.

Revolución demográfica

Otras predicciones, las de Thomas Malthus (Ensayo sobre el principio de la población, 1798), advertían de forma pesimista de la imposibilidad de mantener el inusitado crecimiento de población que estaba experimentando Inglaterra, la primera en sufrir las transformaciones propias de la transición del antiguo al nuevo régimen demográfico. A medida que otras naciones se incorporaban al mismo proceso, que implicaba la disminución de la mortalidad (se habían mitigado sustancialmente dos de las principales causas de la mortalidad catastrófica -hambre y epidemias-) mientras se mantenían altas las tasas de natalidad (ni se disponía de métodos anticonceptivos eficaces ni se habían generado las transformaciones sociales que en el futuro harían deseable a las familias una disminución del número de hijos).

Uno de los efectos de todos estos cambios, así como una válvula de escape de la presión social, fue el incremento de la emigración, la llamada explosión blanca (por ser la fase de la revolución demográfica protagonizada por Europa y otras zonas de población predominantemente europea). Campesinos arruinados y obreros sin nada que perder, se veían incentivados a abandonar Europa y tentar suerte en las colonias de poblamiento (Canadá o Australia para los ingleses, Argelia para los franceses) o en las naciones independientes receptoras de inmigrantes (como Estados Unidos o Argentina); también miembros de las clases altas se incorporaban como élite dirigente en colonias de explotación (como la India, el sureste asiático o el África negra). Explícitamente los defensores del imperialismo británico, como Cecil Rhodes, veían en la imigración a las colonias la solución a los problemas sociales y una forma de evitar la lucha de clases. De una forma similar lo interpretaron los teóricos marxistas, como Lenin y Hobson.[8]​ Una de las mayores emigraciones nacionales se produjo después de la gran hambruna irlandesa de 1845-1849, que despobló la isla, tanto por la mortalidad como por el masivo trasvase de población, que convirtió ciudades enteras de la costa este de Estados Unidos en ghettos irlandeses (donde sufrían la discriminación de los dominantes WASP). Otras oleadas posteriores fueron protagonizados por inmigrantes nórdicos, alemanes,[9]​ italianos y de Europa Oriental (sobre todo las salidas masivas, a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, de los judíos sometidos a los pogromos).

Revoluciones liberales

Contexto político e ideológico

En paralelo a la Revolución Industrial, el poder económico creciente de la burguesía chocaba con los privilegios de los dos estamentos sociales que conservaban sus prerrogativas desde la Edad Media, que eran el clero y la nobleza. Ya a finales del siglo XVII, los monarcas absolutos habían empezado a prescindir de los aristócratas para el gobierno, llamando como ministros a gentes de la burguesía, como por ejemplo Jean-Baptiste Colbert, el ministro de finanzas de Luis XIV. De esta manera, los burgueses fueron cobrando conciencia de su propio poder. En el siglo XVIII abrazaron los ideales de la Ilustración. En respuesta, los monarcas absolutos adoptaron algunas ideas ilustradas, creando así el despotismo ilustrado, el cual a la larga se reveló como insuficiente para satisfacer las aspiraciones burguesas, que se inclinaban con fuerza cada vez mayor hacia un gobierno constitucional. Finalmente, ante la resistencia de la nobleza, el descontento de la burguesía estalló en forma de rebeliones populares contra los privilegiados. En las colonias con una burguesía ascendente, esto se manifestó en guerras de independencia, mientras que en las metrópolis, esto produjo movimientos revolucionarios.

En la ideología de estas revoluciones jugaron un papel importante dos nociones filosóficas y jurídicas íntimamente vinculadas, que son la moderna teoría de los derechos humanos por una parte, y el constitucionalismo por la otra. La idea de que existen ciertos derechos inherentes a los seres humanos es antigua, y se encuentra por ejemplo en Cicerón o la Escolástica, pero por lo general se lo asociaba a la religión o a una especie de orden supramundano. Los ilustrados (Locke, Rousseau...) defendieron la idea de que dichos derechos humanos son inherentes a todos los seres humanos por igual, por el mero hecho de ser criaturas racionales, y por ende no son concesiones del Estado, ni tampoco tienen que ver con alguna condición religiosa como el ser "hijos de Dios", por ejemplo. La secularización de la política no implicaba necesariamente el agnosticismo o el ateísmo de los ilustrados, muchos de los cuales eran sinceros cristianos, mientras otros se identificaban con las posturas panteístas próximas a la masonería. El principio de tolerancia religiosa fue defendido con vehemencia y compromiso personal por Voltaire, cuyo alejamiento de la Iglesia católica le hizo ser el personaje más polémico de la época.-

También estos derechos son "derechos naturales", esto es, se oponen a los "derechos positivos", que son aquellos consagrados por los distintos ordenamientos jurídicos; vale decir, los derechos humanos se conciben como anteriores a la ley del Estado. "Los derechos del hombre son recogidos en una Constitución -por eso se pueden llamar constitucionales- pero no son creados por ella. Son derechos, según se dice en esas declaraciones, que pertenecen al hombre por ser quien es y no en virtud de ciertos hechos propios o ajenos, o de condiciones posteriores, como puede ser la nacionalidad, las preferencias políticas o la religión del individuo".[10]

Pero como el Estado puede arrollar estos derechos, los ilustrados concibieron limitarlo mediante una Constitución Política, prefiriendo el imperio de la ley al gobierno del rey. Aunque los ilustrados podían diferir sobre sus preferencias en cuanto a la definición del perfecto sistema político, desde la mayor autoridad del rey hasta el principio de separación de poderes (notablemente Montesquieu en El espíritu de las leyes -1748-), prácticamente todos concordaban en la necesidad de dicha Ley Suprema que rigiera a la nación soberana. A su vez, esta Constitución debía ser generada por el pueblo y no por la monarquía o el gobernante, ya que se trata de una expresión de la soberanía, y ésta reside en la nación y en los ciudadanos, y por lo tanto, ya no en el monarca, como predicaban los teóricos defensores del Absolutismo (Hobbes, Bossuet). De ahí que los ilustrados defendieran, como representante de los derechos del pueblo, un parlamentarismo que podía ser más o menos amplio.

Cuesta no reconocer en todas estas concepciones, la gran influencia que sobre los teóricos políticos de la Ilustración tuvo el ejemplo político inglés, que después de 1688 decantó en una monarquía parlamentaria con plena separación de poderes. De hecho, la Constitución de 1787, que entró en vigencia en Estados Unidos está fuertemente imbuida en la tradición jurídica consuetudinaria británica. No es raro este contraste entre constitución escrita (Estados Unidos) y consuetudinaria (Inglaterra), si se piensa que el proceso jurídico británico se produjo en el lapso de unos 600 años, mientras que su equivalente estadounidense se produjo en apenas una década, y por tanto, el texto escrito se hizo indispensable para crear todo un nuevo sistema político desde la nada, mientras que esto no fue necesario en el caso británico, que había evolucionado fluidamente y había tenido tiempo de decantar en el paso de los siglos. De hecho se plasmaba en el prestigio de varios textos legales (algunos medievales, como la Carta Magna de 1215, otros modernos como el Bill of Rights de 1689), la jurisprudencia de tribunales con jueces independientes y jurados y los usos políticos, que implicaban un equilibrio de poderes entre Corona y Parlamento (elegido por circunscripciones desiguales y sufragio restringido), frente al que el Gobierno de su Majestad respondía. Las primeras constituciones escritas en el continente europeo fueron la polaca (3 de mayo de 1791)[11]​ y la francesa (3 de septiembre de 1791). No obstante, el primer documento legal moderno de su tipo (más bien un ejercicio teórico y utopista que no se aplicó) fue el Proyecto de Constitución para Córcega que Jean Jacques Rousseau redactó para la efímera República Corsa (1755-1769).[12]

Las primeras españolas aparecieron como consecuencia de la Guerra de Independencia Española: la redactada en Bayona por los afrancesados (8 de julio de 1808) y la elaborada por sus rivales del bando patriota en las Cortes de Cádiz (12 de marzo de 1812 llamada popularmente Pepa), tomada como modelo por otras en Europa. En la América Hispánica las primeras constituciones fueron creadas entre 1811 y 1812, como consecuencia del movimiento juntista, que fue la primera fase del movimiento independentista latinoamericano. El Congreso de Angostura, con la inspiración de Simón Bolívar, redactó la Constitución de la Gran Colombia (incluía las actuales Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela) el 15 de febrero de 1819.

Independencia de Estados Unidos

La primera página de la Constitución de los Estados Unidos de América (17 de septiembre de 1787) comienza con el célebre We the People ("Nosotros, el Pueblo"), que define el sujeto de la soberanía. El precedente inmediato había sido, además de la Declaración de Independencia, la Declaración de Derechos de Virginia (12 de junio de 1776). En los diez años siguientes, las primeras enmiendas conformaron lo que se denominó Carta de Derechos (1789). Desde entonces ha sido profusamente enmendada.

Los ingleses se habían instalado en Norteamérica desde el siglo XVII, dando lugar así a las Trece Colonias. Durante la gran guerra colonial que los ingleses emprendieron con los franceses (1756-1763), y que fue correlato americano de la Guerra de los Siete Años europea, los colonos estadounidenses cobraron conciencia de su propio poder. En los años siguientes, la metrópolis inglesa se condujo con poco tacto con las colonias, y tras el enfriamiento progresivo de relaciones, los colonos y los "casacas rojas", como se llamaba a las tropas inglesas por el color de su uniforme, tuvieron las primeras refriegas. En 1776, en un "congreso continental" reunido en la ciudad de Filadelfia, las Trece Colonias proclamaron la independencia. La guerra, liderada por George Washington por el lado colonial, terminó con la completa derrota de los ingleses en la batalla de Yorktown (1781), y la posterior admisión de la independencia (1783). Durante algunos años hubo dudas sobre si las Trece Colonias seguirían su camino como otras tantas naciones independientes, o si se unirían en una única nación. En un nuevo congreso celebrado otra vez en Filadelfia, el año 1787, acordaron finalmente una solución intermedia, conformando un estado federal con una compleja repartición de funciones entre la Federación y los Estados miembros, todo ello bajo el mandato de una única carta fundamental, la Constitución de 1787, la primera escrita en el mundo. La Federación, conocida como los Estados Unidos, se inspiró para su creación y para la redacción de su carta magna, en los principios fundamentales promovidos por la Ilustración, incluyendo el respeto a los derechos humanos, el individualismo, la democracia, etcétera, transformándose así en un ejemplo a seguir por los burgueses de otras latitudes, que encontraron aquí inspiración para los siguientes movimientos revolucionarios que vendrían.

Revolución Francesa e Imperio Napoleónico

Muerte de Marat, por Jacques-Louis David. La mayor parte de los personajes de la Revolución Francesa tuvieron trágicos finales.

Francia había apoyado activamente a las Trece Colonias contra Inglaterra, con tropas comandadas por el Marqués de La Fayette; pero aunque la intervención fue exitosa militarmente, le costó cara a la monarquía francesa, y no sólo en términos monetarios. Sumada a la deuda cuyos intereses ya se llevaban la mayor parte del presupuesto, y en medio de una crisis económica, llevó a la monarquía al borde de la quiebra financiera. La deposición de Turgot, el ministro que proponía reformas más profundas, hizo al gobierno de Luis XVI enormemente impopular. El rey, sin apoyo entre la aristocracia que controlaba las instituciones, vio como mejor salida convocar a los Estados Generales, parlamento de origen medieval en el que estaban representados los tres estamentos, y que no se reunía desde hacía más de cien años. Durante la elección de los diputados, se habían de redactar cuadernos de quejas, peticiones que representaban el pulso de la opinión de cada parte del país. Siguiendo el argumentario ilustrado, las del Tercer Estado (el pueblo llano o los no privilegiados, cuyo portavoz era la burguesía urbana) pedían que los estamentos privilegiados (clero y nobleza) pagaran impuestos como el resto de los súbditos de la corona francesa, entre otras profundas transformaciones sociales, económicas y políticas. Una vez reunidos, no hubo acuerdo sobre el sistema de votación (el tradicional, por brazos, daba un voto a cada uno, mientras que el individual favorecía al Tercer Estado, que había obtenido previamente la convocatoria de un número mayor de estos). Finalmente, los diputados del Tercer Estado, a los que se sumaron un buen número de nobles y eclesiásticos próximos ideológicamente a ellos, se reunió por separó para formar una autodenominada Asamblea Nacional.

El 14 de julio de 1789, la situación se escapó de todo control cuando el pueblo de París, en un movimiento espontáneo, tomó la fortaleza de La Bastilla, símbolo de la autoridad real. El rey, sorprendido por los acontecimientos, hizo concesiones a los revolucionarios, que tras la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano y la eliminación de las cargas feudales, en lo relativo a la forma de gobierno sólo aspiraban a establecer una monarquía limitada como la británica, pero con una Constitución escrita. La Constitución de 1791 confería el poder a una Asamblea Legislativa que quedó en manos de los más radicales (los miembros de la Constituyente aceptaron no poder ser reelegidos) y profundizó las transformaciones revolucionarias. Tras el intento de fuga del rey, éste quedó prisionero, y en 1792 la Francia revolucionaria hubo de rechazar la invasión de una coalición de potencias europeas, decididas a aplastar el movimiento revolucionario antes de que el ejemplo se contagiase a sus territorios. La eficacia del ejército revolucionario, motivado por el patriotismo (La Marsellesa, La patria en peligro, Levée en masse[14]​) y la defensa de lo conquistado por el pueblo, frente a los desmotivados ejércitos mercenarios, cuyos oficiales no lo eran por mérito, sino por nobleza, demostró ser suficiente para la victoria. En el interior, la revuelta del 10 agosto de 1792, protagonizada por los sans culottes (la plebe urbana de París) forzó a la Asamblea a sustituir al rey por un Consejo provisional y convocar elecciones por sufragio universal a una Convención Nacional, que dominaron los jacobinos. Su política de supresión de toda oposición, el llamado Terror (1793-1795), eliminó físicamente a la oposición contrarrevolucionaria (muy fuerte en algunas zonas, como la Vendée) así como a los elementos revolucionarios más moderados (girondinos), mientras los que pudieron huir (nobles y clérigos refractarios, que no habían aceptado jurar la constitución civil del clero) salían al exilio. Se estableció un régimen político republicano, que transformó incluso el calendario, establecía un sistema de precios y salarios máximos (ley del máximum general) y controlaba todos los aspectos de la vida pública mediante el Comité de Salud Pública dirigido por Robespierre. El número de ejecuciones, por el igualitario método de la guillotina fue muy alto, e incluyó al rey y a la reina, así como a varios de los propios jacobinos, como Danton, y a un gran científico, Lavoisier (en ocasión de su condena, se dijo: la revolución no necesita sabios). Un golpe de estado (conocido como reacción thermidoriana, por el nombre en el nuevo calendario del mes en que se produjo) acabó físicamente con Robespierre y su régimen e instauró un sistema mucho más moderado, del gusto de la burguesía: el Directorio (1795-1799).

La Revolución francesa asentó así un modelo de proceso revolucionario dividido en fases: iniciada con una revuelta de los privilegiados, pasa por una fase moderada y una fase radical o exaltada para acabar con una reacción que propicia la plasmación de un poder personal. Las expresiones, comunes en la historiografía, destacan por su similitud con las fases en que se dividió la Revolución rusa. Georges Lefebvre señala tres fases en la primera parte de la revolución: aristocrática, burguesa y popular. Para Carlos Marx (en su estudio comparativo que tituló El 18 Brumario de Luis Bonaparte), el proceso de la revolución de 1789 fue ascendente, mientras que el de la de 1848 fue descendente.[15]

En ese contexto se inició la carrera de Napoleón Bonaparte, un militar proveniente de una oscura familia de provincias que nunca hubiera conseguido ascender en el ejército de la monarquía, y que se convirtió en un héroe popular por sus campañas en Italia y en Egipto y Siria. En 1799 se sumó a un nuevo golpe de estado que derribó al Directorio e instauró el Consulado, del que fue nombrado primer cónsul para, en 1804, proclamarse Emperador de los franceses (no de Francia, en una sutil diferenciación con el régimen monárquico que pretendía mantener los ideales republicanos y de la revolución). En sus años en el poder (hasta 1814, y luego el breve periodo de los cien días de 1815), Napoleón consiguió dejar un extenso legado. Consciente de que no podía retomar el Derecho del Antiguo Régimen, pero sumergido en el marasmo de la atropellada y caótica legislación revolucionaria, dio la orden de compendiar todo ese legado jurídico en cuerpos legales manejables. Nació así el Código Civil de Francia o Código Napoleónico, inspiración para todos los demás estados liberales, y que contribuyó a propagar la Revolución en cuanto superestructura jurídica que expresaba la sociedad burguesa-capitalista. Le siguieron después un Código de Comercio, un Código Penal y un Código de Instrucción Criminal, este último antecedente del derecho procesal moderno. Emprendió una serie de reformas administrativas y tributarias, que eliminaron privilegios y fueros territoriales a favor de una nación unitaria y centralizada, que concebía como un Estado de Derecho (en sus propias palabras: el hombre más poderoso de Francia es el juez de instrucción). Para sustituir a la antigua nobleza creó la Legión de Honor, la más alta distinción del Estado, que reconocía no el privilegio de cuna o la riqueza, sino el mérito personal. Su círculo de confianza, compuesto por parientes como sus hermanos José o Jerónimo, y generales como Murat o Bernardotte, terminaron ocupando tronos europeos. Frente a la descristianización emprendida en el Terror, aprovechó la sumisión del papado para la firma de un Concordato que ponía el clero bajo control estatal, pero garantizaba la continuidad del catolicismo como religión de Francia, pretendiendo simbolizar con ello la reconciliación de los franceses. El régimen político, jurídico e institucional napoleónico, reconducción en un sentido autoritario de los ideales revolucionarios de 1789, se transformó en modelo para muchos otros por todo el mundo.

Independencia Hispanoamericana

En azul, los territorios independizados, en rojo, los reocupados.

La parte de América sometida desde el siglo XVI al dominio colonial español y que entre el siglo XVII y comienzos del XVIII había pasado por una situación crítica de descontrol externo (piratería, contrabando generalizado e intervención de otras potencias europeas, destacadamente Inglaterra) mientras se asentaba un cierto autogobierno local en cuestiones internas; para finales del siglo XVIII ya se había reestablizado. La estructura social era la de una pirámide de castas en la que, por encima de la gran mayoría de indígenas, mestizos, mulatos y negros (cuya opinión no contaba, y tampoco contó en el proceso de independencia), se alzaba una próspera clase de hacendados y mercaderes españoles nacidos en América (los criollos), que cada vez soportaba peor las numerosas trabas administrativas, legales, burocráticas o mercantiles impuestas por la metrópolis, y la práctica que reservaba comúnmente los altos cargos a peninsulares nombrados en la lejana Corte. Los criollos buscaban no tanto emanciparse como cambiar en su beneficio las relaciones de poder; sólo una minoría ideologizada de exaltados, buena parte agrupados en logias masónicas como la Logia Lautarina, tenían la independencia como uno de sus propósitos. Las reformas ilustradas que desde Carlos III fueron relajando el monopolio comercial de Cádiz en beneficio de otros puertos peninsulares o de países neutrales (Decretos de libertad de comercio con América, 1765, 1778 y 1797), no fueron consideradas suficientemente atractivas. Otras propuestas más radicales, que pretendían una reestructuración del sistema virreinal dotando a los reinos americanos de cierto grado de autonomía, no fueron tenidos en cuenta por las estructuras de poder de la monarquía. Las numerosas expediciones científicas que durante el siglo XVIII recorrieron el continente con el objetivo de aumentar control sobre el territorio a partir del conocimiento no tuvieron el resultado deseado.

La independencia no se inició a partir de rebeliones indigenistas, como la de Túpac Amaru (1781); sino que el desencadenante del proceso fue el cautiverio de Fernando VII al inicio de la Guerra de Independencia Española (1808). Napoleón Bonaparte envió emisarios a América para exigir el reconocimiento de su hermano José I Bonaparte como rey de España. Las autoridades locales se negaron a someterse, por razones tanto externas como externas. Externamente era evidente la debilidad de la posición francesa en ese continente (fracasos de Napoleón en retener la Luisiana, vendida a Estados Unidos en 1803, y Haití, independizado en 1804) frente a la más efectiva presencia británica (invasiones inglesas en el Río de la Plata, 1806-07) que gracias a su predominio naval y económico, y a la habilidad con que dosificó su apoyo político a las nuevas repúblicas, terminó convirtiéndose en la potencia neocolonial de toda la zona, y de hecho el principal beneficiario de la disgregación del imperio español. Internamente existía la presión de una movilización popular muy similar a la que simultáneamente estaba produciéndose en la Península, a la que se añadía en este caso el sentimiento independentista (primero minoritario pero cada vez más extendido entre los criollos). El movimiento juntista, en nombre del rey cautivo o invocando el poder nacional soberano (en consonancia con la ideología liberal) organizó Juntas de Gobierno convocadas en cada capital de gobernación o virreinato, aprovechando la ocasión para introducir reformas económicas, incluyendo la libertad de comercio o la libertad de vientres. Las Juntas americanas no tuvieron una integración, como sí las peninsulares, en las nuevas instituciones que se formaron en Cádiz (Regencia y Cortes de Cádiz), y las autoridades enviadas por éstas para reestablecer la normalidad institucional en América no fueron recibidas con normalidad. Los elementos más fidelistas o realistas se enfrentaron a los juntistas, mediante maniobras políticas (arresto del virrey Iturrigaray en México) o incluso abiertamente y por mano militar (enfrentamiento entre Miranda y Monteverde en Venezuela o Artigas y Elío en Río de la Plata), sobre todo tras la victoria del bando patriota en la Guerra de Independencia Española, que trajo como consecuencia la reposición en el trono de Fernando VII (1814). En consonancia con la política de restauración absolutista emprendida en la Península, se inició una movilización militar para abatir el movimiento insurgente de las colonias, cada vez más emancipadas de hecho. Los patriotas americanos quedaron definitivamente abocados a luchar inequívocamente por la independencia, al ser evidente que tanto la libertad política como la económica estaba vinculada a ella y no podría conseguirse como concesión del gobierno absolutista de Fernando. Se formaron ejércitos, y en campañas militares de varios años, los caudillos libertadores consiguieron acabar con la presencia española en el continente, muy debilitada y no eficazmente renovada (el cuerpo expedicionario reunido en Cádiz en 1820 no embarcó a su destino, sino que se utilizó por el militar liberal Rafael de Riego para forzar al rey a someterse a la Constitución durante el llamado trienio liberal).

José de San Martín invadió Chile desde Argentina (1817), y desde allí Perú, con el apoyo del gobierno de Bernardo O'Higgins (1822), para conectar con las fuerzas dirigidas por Simón Bolívar. Éste había desarrollado previamente exitosas campañas (batallas de Carabobo, 1814 y Boyacá, 1819) por la zona que pasó a denominarse Gran Colombia (Venezuela, Colombia y Ecuador); aunque no logró el triunfo decisivo hasta que uno de sus lugartenientes, el Mariscal José de Sucre derrotó al último bastión realista enclavado en la zona de Perú y Bolivia (denominada así en su honor) en las batallas de Pichincha (1822) y Ayacucho (1824). Paralelamente, en México se desarrolló un movimiento revolucionario propio, que llevó a la proclamación de la independencia por Agustín de Iturbide, nombrado Emperador (1821).

A pesar de los ideales panamericanos de Simón Bolívar, que aspiraba a reunir a todas las repúblicas a semejanza de las Trece Colonias, éstas no sólo no se reunieron, sino que siguieron disgregándose. La Gran Colombia se disolvió en 1830 por separación de Venezuela y Ecuador; por su parte Uruguay, provincia oriental de las Provincias Unidas del Río de la Plata se independizó de su núcleo central, Argentina, en 1828 (previamente se había aceptado la no incorporación de Bolivia, que estaba prevista); y un intento por crear una Confederación Perú-Boliviana terminó con su derrota militar a manos de las tropas chilenas, en 1839. Las Provincias Unidas del Centro de América se independizaron del Primer Imperio Mexicano al transformarse éste en república (1823) para formar una República Federal de Centroamérica, que a su vez se disolvió en las guerras civiles de 1838-1840. Únicamente Paraguay, que había iniciado su andadura independiente en 1811 sin oposición efectiva, permaneció ajeno a esas unificaciones y divisiones.

Otros movimientos y ciclos revolucionarios

La denominada era de las revoluciones[16]​ extendió el ejemplo estadounidense y francés. En algunos casos, de forma simultánea a éstas y con mayor o menor éxito, como ocurrió en algunas ciudades autónomas de Europa (Lieja en 1791, por ejemplo). En la primera mitad del siglo XIX se han determinado una serie de ciclos revolucionarios, denominados por el año de inicio (1820, 1830 y 1848).

Revolución de 1820

La Revolución de 1820 o ciclo mediterráneo se inició en España (la sublevación de Riego frente al cuerpo expedicionario que iba a embarcarse para América, 1 de enero de 1820) y se extendió, por un lado a Portugal (que en las llamadas Guerras Liberales -revolución de Oporto, 24 de agosto de 1820- se independiza de Brasil en una guerra civil en la que, al contrario que en el caso de la independencia hispanoamericana, fue en la metrópoli donde los elementos más liberales controlaron la situación en perjuicio de la rama más tradicionalista de la dinastía, donde quedó asentada como Imperio de Brasil); y por otro a Italia (donde sociedades secretas de tipo masónico, como los carbonarios, inician levantamientos nacionalistas contra las monarquías austríaca en el norte y borbónica en el sur, proponiendo la española Constitución de Cádiz como texto aplicable para sí mismos). De un modo menos vinculado, también se sitúa conológicamente próxima la sublevación de los griegos iniciada en 1821, que se emanciparon del Imperio Otomano con el decisivo apoyo de las potencias europeas (principalmente Francia, Inglaterra y Rusia). Significativamente fueron las mismas potencias (con la excepción de Inglaterra y la adición de Austria y Prusia) quienes protagonizaron activamente la contrarrevolución para sofocar conjuntamente, mediante la Santa Alianza los brotes revolucionarios que podían amenazar la continuidad de las monarquías absolutas, y lo siguieron haciendo hasta 1848 (véase la sección correspondiente).

Revolución de 1830

La revolución de 1830, iniciada con las tres gloriosas jornadas de París en que las barricadas llevan al trono a Luis Felipe de Orleans, se extiende por el continente europeo con la independencia de Bélgica y movimientos de menor éxito en Alemania, Italia y Polonia. En Inglaterra, en cambio, el inicio del movimiento cartista opta por la estrategia reformista, que con sucesivas ampliaciones de la base electoral consiguió aumentar lentamente la representatividad del sistema político, aunque el sufragio universal masculino no se logró hasta el siglo XX.

La era de la revolución se cerrará con la revolución de 1848 o primavera de los pueblos (véase en su sección).

Revoluciones fuera de Europa

Fuera del mundo occidental, aunque no puede hablarse de movimientos revolucionarios desencadenados por causas socioeconómicas similares (revolución burguesa), sí se suele a veces utilizar el término revoluciones para designar a uno u otro de los diferentes movimientos occidentalizadores o modernizadores que se implantaron con mayor o menor éxito en uno u otro país, y que estaban inspirados de un modo más o menos lejano en la idea de progreso, la Ilustración o alguna referencia más o menos explícita a alguno de los ideales de 1789. Generalmente, en ausencia de base social, fueron promovidos desde el poder o círculos próximos a él, y explícitamente condenaban lo que de desorden o desestabilización pudiera tener el término revolucionario: Era Meiji en Japón (1868), los denominados Jóvenes Otomanos y Jóvenes Turcos en el Imperio Otomano (1871 y 1908), el levantamiento de Wuchang de 1911 que abolió el Imperio Chino (Revolución de Xinhai), distintas iniciativas de reforma del Imperio ruso (como la abolición de la servidumbre de 1861) etc.; y que llegaron cronológicamente hasta la Primera Guerra Mundial

Reacción contra la Ilustración: el Romanticismo

La libertad guiando al pueblo, por Eugène Delacroix (1833).

El Romanticismo es la superación de la razón como método de conocimiento, en beneficio de la intuición y el sentimiento compartido (endopatía). En lugar de al individuo sujeto de derechos universales, concibe a las personas singulares, vinculadas en comunidades naturales: los pueblos (concepto cultural propio del romanticismo alemán -volk, pueblo, y volkgeist, espíritu del pueblo-) y las naciones (tal como la entendían los liberales franceses, la comunidad política basada en la voluntad). Si la Ilustración entendía que la reunión de los hombres origina la sociedad, el romanticismo invierte los términos, negando la existencia de un hombre en estado de naturaleza. Románticos son tanto el tradicionalismo reaccionario como el nacionalismo revolucionario. Los primeros (Louis de Bonald, Joseph de Maistre) conciben el pueblo como una realidad histórica, anclada en el pasado y cuyos miembros vivos no pueden decidir su destino ni arrogarse derechos que no tienen, como tomar decisiones contra sus instituciones, costumbres y valores. Los segundos se atreven a cambiar el mundo y remover fronteras seculares con tal de que incluyan a individuos de un único pueblo, que deberá ser soberano, independiente de cualquier autoridad que no emane de él mismo y libre para decidir su destino.

El prerromanticismo había surgido en la segunda mitad del XVIII (Las desventuras del joven Werther de Goethe, o la novela gótica de Horace Walpole), coincidiendo con el predominio del neoclasicismo, de modo que aunque uno es reacción contra el otro, hay quien afirma que son dos fases de un mismo movimiento intelectual.[17]​ La revolución se identificó con las virtudes heroicas de la Antigüedad clásica expresadas pictóricamente en el neoclasicismo de Jacques-Louis David (Juramento de los Horacios, retratos de Napoleón).

La literatura romántica se llenó de tipos literarios atormentados por las pasiones, en lucha constante contra una sociedad que se niega a dar libertad al individuo. Los ingleses Lord Byron, Percy Shelley y Mary Shelley representaron el ideal romántico no sólo en la literatura, sino en su tempestuosa vida y temprana muerte. Otros autores románticos fueron el francés Victor Hugo (que provocó en el estreno de Hernani una verdadera batalla campal entre los románticos y los clásicos), el ruso Pushkin, el italiano Alessandro Manzoni, el español Mariano José de Larra o el estadounidense Edgar Allan Poe. La exploración de las antiguas tradiciones populares (el folklore), produjo recopilaciones de cuentos como la de los Hermanos Grimm, o la versión definitiva del ciclo mitológico de Finlandia en el moderno Kalevala.

Nacida de la evolución sombría de la última etapa de Goya, la pintura romántica se inauguró en Francia con el escándalo de La balsa de la Medusa (Gericault, 1822), debido no sólo a su técnica, sino porque fue interpretada como una metáfora del hundimiento de Francia bajo el gobierno de Carlos X. La libertad conduciendo al pueblo, de Delacroix proporcionó el emblema icónico de la revolución. La música romántica, a partir de las últimas obras de Beethoven, se encuentra en Héctor Berlioz, Nicolás Paganini, Fryderyk Chopin o Robert Schumann, que superaron las convenciones del clasicismo musical con mayores libertades compositivas y acentuando los efectos musicales sobre la forma. Giuseppe Verdi o Richard Wagner aprovecharon las enormes posibilidades de la música, y sobre todo de la ópera como espectáculo total, para mover las emociones colectivas con el nacionalismo musical.

El idealismo racionalista e ilustrado del criticismo kantiano se verá conducido al romanticismo por el denominado idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel (quien identificará el espíritu absoluto con el Estado prusiano). Su expresión en el derecho fue la Escuela histórica del Derecho de Friedrich Karl von Savigny, quien propugnaba la necesidad de encontrar el verdadero Derecho Alemán, expurgando el a su juicio extranjero e intruso Derecho Romano.

Equilibrio europeo, guerras revolucionarias y espléndido aislamiento

El equilibrio europeo buscado desde el Tratado de Westfalia (1648) hasta el Tratado de Utrecht (1714) caracterizó las relaciones internacionales del siglo XVIII; superada la época de las hegemonías española (1521-1648) y francesa (1648-1714). Mientras Inglaterra consolidaba su supremacía naval (que la permitió adquirir una red de enclaves estratégicos en islas y puertos seguros en todos los océanos, además de su penetración territorial en la India), en el contintente europeo, del que prefería orgullosamente desentenderse cuando le era posible, procuraba mantener el equilibrio entre los posibles bloques de potencias que amenazaran con imponerse sobre los demás. El más obvio, formado por España, Francia y los reinos italianos de la casa de Borbón (vinculados por los Pactos de Familia), no siempre fue efectivo. En Europa Central, la rivalidad entre Austria y Prusia las neutralizó mutuamente; mientras que el ascenso del Imperio ruso benefició a ambas en los denominados repartos de Polonia. Los conflictos más destacados fueron la Guerra de Sucesión Austriaca, la Guerra de Sucesión Polaca y la Guerra de los Siete Años (1756-1763).

En las colonias, las guerras o las paces en Europa sólo representaban un lejano marco para una competencia constante, que sólo en algunos casos encontró cauces diplomáticos restringidos y temporales (acuerdos entre España y Portugal sobre el territorio de Misiones).

La Revolución Francesa fue vista por las monarquías (tanto absolutas como parlamentarias) como un foco contagioso a extirpar, sobre todo tras el intento de fuga de Luis XVI (1791) y la llegada de los emigrados que huían del Terror. El manifiesto de Brunswick (1792) desencadenó las guerras revolucionarias: hasta 1815, siete coaliciones fueron sucesivamente derrotadas por el ejército revolucionario francés, que impuso una nueva forma de hacer la guerra: la guerra total, basada en la movilización nacional de ingentes masas de hombres estimulados por el patriotismo que se desplazaban velozmente; y en la imposición de bloqueos comerciales. Inicialmente Francia se limitó a defenderse, pero tras la Batalla de Valmy (1792) pasó decididamente a utilizar la guerra como un instrumento de expansión ideológica revolucionaria frente a la reacción.

El ascenso de Napoleón Bonaparte desequilibró de forma definitiva el statu quo continental en beneficio de una clara hegemonía francesa. En una década de guerras, desde la campaña de Italia (1796-1797) hasta la formación de la Confederación del Rhin (1806), conquistó todos los pequeños burgos, señoríos y reinos sobrevivientes en Alemania e Italia, y derrotó decisivamente a Austria (batalla de Austerlitz, 1805), que pasa a ser aliada, como lo era ya España. Simultáneamente, la batalla de Trafalgar impidió el control hispano-francés de los mares, necesario para la invasión a Inglaterra, que no pudo producirse. En 1807 se llegó a un acuerdo con Rusia en lo que podía entenderse como un precedente de reparto de Europa en dos esferas de influencia. Napoleón intentó destruir económicamente a Inglaterra con el bloqueo continental, para impedir que los productos de la Revolución industrial no accedieran al continente; pero los puntos débiles del proyecto estaban uno en cada extremo de Europa: Portugal y Rusia. La invasión de Portugal se convirtió en una prolongada ocupación militar en España (Guerra de Independencia Española, 1808-1814) con un alto coste en esfuerzos y efectivos. La campaña de Rusia de 1812, fue todavía más desastrosa. La retirada fue jalonada de derrotas (Batalla de Leipzig, 1813) que condujeron a la abdicación del Emperador, que aceptó retirarse a la Isla de Elba (1814).

Negociaciones del Congreso de Viena (Jean-Baptiste Isabey, 1819)

El equilibrio europeo se procuró restablecer con criterios legitimistas en el Congreso de Viena (1815), reponiendo a los monarcas de las casas tradicionales en sus tronos, aunque el statu quo anterior a 1789 nunca se recuperó. Incluso la vuelta de los Borbones al trono de París se vio amenazada durante los cien días de 1815 en que Napoleón retomó el mando e intentó desafiar de nuevo a las potencias coaligadas en la Batalla de Waterloo, que supuso su derrota final y su confinamiento en la isla de Santa Elena.

Inglaterra consolidó su predominio mundial conjugado con su política de aislamiento en temas europeos, mientras Rusia se convertía en el gendarme de Europa. El sistema Metternich, diseñado por el canciller austríaco y basado en la coincidencia de intereses de las potencias de la Santa Alianza (Austria, Prusia y Rusia), mantuvo el equilibrio continental hasta 1848. En la segunda mitad del siglo, la Cuestión de Oriente, las unificaciones italiana y alemana y la competencia por los repartos coloniales fueron los principales motivos de conflicto internacional, que encontraron su cauce en una nueva red de alianzas y congresos conocida como sistema Bismarck.

Hubo también levantamientos nacionales localizados. En 1867, después de la derrota austriaca en la Guerra Austro-Prusiana, los húngaros se sublevaron y pusieron al Emperador en tal aprieto, que accedió a conformar la doble monarquía conocida como Imperio Austrohúngaro. En 1864, Otto von Bismarck había iniciado la serie de guerras que llevarían a la unificación alemana, y que culminarían con su triunfo en la Guerra Franco-Prusiana, y la proclamación del Segundo Reich. Algo antes, en 1859, se había iniciado por iniciativa del Conde de Cavour, la unificación italiana, culminada en 1864. Aun así, Roma, hasta entonces en manos del Papa y sostenida por Napoleón III de Francia (1852-1870), no sería anexada sino hasta la caída de éste, convirtiendo al Papa Pío IX en el prisionero del Vaticano. El papado, que había condenado al liberalismo como pecado, mantuvo esa incómoda situación con el Reino de Italia y la Casa de Saboya (considerada la más liberal de las casas reinantes en Europa) hasta el Tratado de Letrán, negociado con la Italia fascista de Mussolini en 1929.

La primavera de las naciones

La cuestión social y el movimiento obrero

Socialismo y anarquismo

El cuarto estado (Giuseppe Pellizza da Volpedo, 1901). La percepción del papel de las masas populares como agente histórico se hizo evidente para los observadores contemporáneos y para la historiografía desde la Revolución Francesa (Jules Michelet), pero quien le dio máxima importancia fue la definición del concepto marxista de clase obrera. En la actualidad se suele considerar que el paradigma del materialismo histórico ha dejado de ser el dominante (como lo fue en el ambiente universitario en las décadas centrales del siglo XX, hasta años después del mayo francés de 1968); habiendo recibido críticas desde posturas de derecha, así como su revisión desde la propia izquierda. Autores ingleses como E. P. Thompson reivindican un menor mecanicismo para el estudio de la formación de la clase obrera y el concepto de conciencia de clase, utilizando las mismas sofisticaciones teóricas que tiene la antropología cultural con las sociedades primitivas.[18]

A nivel doctrinal, surgieron varias ideologías que tendían a responder al liberalismo, a cuya exagerada aplicación hacían responsable de la grave crisis social.

Una de estas respuestas fue el anarquismo (del griego, "sin jefes"). Los anarquistas predicaron que las reglas coactivas en sí eran nefastas, y que debían ser abolidas por completo, en particular el Estado, que se sostendría por la coacción y así logra imponer una economía monopólica burguesa, para derivar a una sociedad en donde los seres humanos se regularan a sí mismos por la vía de contratos enteramente privados. Se dividió en varias vertiendes, básicamente las "evolucionarias" y las "revolucionarias". Una de ellas, de índole pacifista, encarnada entre otros por León Tolstoi, sostenía que debía llegarse a esa sociedad anarquista por medios no violentos, e intentaron crear comunidades que fueran ejemplares de este modelo de sociedad. Otra vertiente, violenta, preconizada por Mikhail Bakunin, sostuvo que los gobiernos debían ser derribados por la fuerza, haciendo de los métodos insurreccionales un método de lucha contra la opresión de los gobiernos, teniendo destacada participación en la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del XX.

Otra vertiente de pensamiento, algo más elaborada, fue el grueso tronco de los socialismos. A comienzos del siglo XIX, una serie de pensadores planificaron utopías sociales en las cuales se redistribuían los bienes para evitar la crisis social. Algo después llegó Karl Marx, quien los calificó despectivamente de socialistas utópicos, por sostener que sus modelos no eran sostenibles en la realidad, en contraposición a sus propias ideas, a las que calificó de socialismo científico. El marxismo, muy inspirado en el pensamiento de Friedrich Hegel, preconizaba la lucha entre los dueños del capital (la burguesía) y los trabajadores, debiendo imponer los segundos una dictadura del proletariado, como fase previa a la abolición completa del Estado, expresando estas ideas en su obra clave, El capital.

Marx no se conformó con ser un simple pensador, sino que pasó a la acción. Durante la Revolución de 1848 lanzó su Manifiesto comunista, con la célebre frase "¡Trabajadores del mundo, uníos!". Luego del fracaso de 1848, participó en las actividades de formación de la Primera Internacional, en colaboración con el ya mencionado Bakunin, del cual finalmente terminaría por separarse, debido a sus discrepancias ideológicas y políticas.

Aunque repudiadas en su forma pura, las ideas socialistas fueron adaptadas con posterioridad por numerosos actores políticos. En Alemania, como respuesta al régimen de Otto von Bismarck, surgió un Socialismo alemán que se encauzó dentro de las vías partidistas. En Inglaterra, los simpatizantes del socialismo decidieron proceder con moderación, y arribaron así al Socialismo fabiano; la Sociedad Fabiana terminaría transformándose, con el tiempo, en la semilla del futuro Partido Laborista de Inglaterra.

Leyes sociales

La enorme presión social acumulada llevó a los políticos más perspicaces a la dictación de leyes que protegieran a los trabajadores. Se prohibió, o al menos se limitó, el trabajo infantil, mientras que se tomaron resguardos para el trabajo de las mujeres. Estas leyes pueden ser rastreadas en fecha tan temprana como 1830, aunque fueron esfuerzos esporádicos e inorgánicos. También se fue permitiendo poco a poco la actividad sindical, aunque en muchos países la conformación de un sindicato siguió siendo un acto ilegal. El primer cuerpo de leyes más o menos orgánico que protegía a los trabajadores, fue dictado por iniciativa de Otto von Bismarck, quien a pesar de ser de derecha, y por tanto vinculado a los intereses políticos e industriales de la aristocracia prusiana, estaba interesado en arrebatarle banderas de lucha a los socialistas.

América independiente

Expansión de los Estados Unidos

Mientras tanto, Estados Unidos seguía su propia carrera. En 1803 adquirió la Luisiana y en 1819 la Florida, ampliando así sus fronteras hasta territorios que no estaban bajo dominio de ninguna potencia occidental. Estos nuevos territorios fueron constituidos como estados que ingresaron a la Unión. Se abrió el camino hacia el oeste, y se inició así la épica legendaria del Lejano Oeste. Todos los que carecían de oportunidades en el territorio mismo de Estados Unidos, tenían la posibilidad de probar fortuna en ese "salvaje Oeste", ayudando así a expandir los bordes territoriales de Estados Unidos hasta que a comienzos del siglo XX alcanzó sus fronteras definitivas.

Construcción del Canal de Panamá (1907)

Estados Unidos sufrió aún otro intento de invasión por parte de Europa, cuando los británicos invadieron América e incluso llegaron a quemar Washington en 1815. Pero después no hubo potencia europea capaz de incorporar a Estados Unidos como colonia. De este modo, el Presidente James Monroe pudo después promulgar su famosa Doctrina Monroe, sintetizada en la frase "América para los americanos", y que promovía el aislamiento continental: ni Estados Unidos intervendría en los asuntos políticos de Europa, ni dejaría que Europa hiciera lo propio en Estados Unidos. Esta doctrina, inicialmente defensiva, devino con el tiempo, por la aparición de la doctrina complementaria del Destino Manifiesto (es el destino de los Estados Unidos llevar la libertad y la democracia al resto de las naciones del globo, según decidido por Dios), en un verdadero "derecho de intervención" sobre América; a esto se lo conoció como el Big Stick Policy o "Gran Garrote", y fue aplicado masivamente por Theodore Roosevelt (Presidente entre 1901 y 1908), especialmente en Panamá (véase Independencia de Panamá y Canal de Panamá).

Al mismo tiempo, Estados Unidos vivió un fuerte proceso de industrialización. Esto llevó a una fuerte dicotomía entre el Norte, mayormente industrial y expansionista, y el Sur, fuertemente agrario y conservador. Estas tensiones llegaron a su punto álgido por el problema de la esclavitud. En 1861 estalló la Guerra de Secesión, y después de cuatro años de luchas, el Sur fue definitivamente aplastado por el Norte.

También Estados Unidos inició su propio desarrollo cultural, el cual osciló entre la construcción de una épica e identidad nacional (por ejemplo, los escritores James Fenimore Cooper y El último mohicano o Walt Whitman y Hojas de hierba), y la influencia europea y particularmente anglosajona (por ejemplo, Edgar Allan Poe o Nathaniel Hawthorne). El resultado es una cultura única y peculiar en muchos aspectos, que conjuga la vieja tradición occidental con algunos nuevos valores, procedentes de su condición de "país de frontera".

Latinoamérica en el siglo XIX

Después de su proceso de emancipación (1809-1824), las jóvenes repúblicas de Latinoamérica debieron afrontar la tarea de darse a sí mismas una organización propia, en particular desde el fracaso de los grandes proyectos panamericanos (la Gran Colombia, la Confederación Perú-Boliviana). En lo político, el sello común a éstas dentro de la variedad de desarrollos que asumieron, fue la oscilación entre la inestabilidad política y el autoritarismo. En algunos casos, un poco a imitación del Imperio Napoleónico, se dieron una forma política imperial, como es el caso de Brasil (1822-1888) o de México (1821-1823). En otros, surgieron dictadores que a veces duraron décadas en su cometido, como por ejemplo Juan Martínez de Rozas en Argentina o el Mariscal de Santa Anna en México. Hubo naciones que se enfrascaron en densas guerras civiles que responden a los distintos intereses políticos imperantes, como por ejemplo la guerra entre las provincias y la metropolitana Buenos Aires (federalismo contra centralismo en Argentina), y en menor medida las continuas rebeliones de Concepción contra Santiago de Chile. La mencionada República de Chile se consolidó tempranamente como una república políticamente estable, pero al precio de consolidar bajo Diego Portales un régimen político (la Constitución de 1833) de carácter fuertemente autoritario, calificado de tarde en tarde incluso de monárquico disfrazado. El fermento autoritario llevó también a numerosas guerras de carácter territorial, siendo probablemente las más destacadas, la Guerra del Pacífico (Perú y Bolivia contra Chile) y la Guerra de la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay contra Paraguay).

A pesar de la enfática declaración de la doctrina Monroe (América para los americanos, 1823), que los Estados Unidos no estuvieron en condiciones de sostener eficazmente hasta finales del siglo XIX; hubo intentos de reconstruir la presencia imperialista europea en el continente americano. Así, en 1865, España envió una expedición naval contra Chile y Perú (también llamada Guerra del Pacífico), mientras que en 1864, y bajo pretexto de cobrarse la deuda externa de México, dicha nación fue invadida por Francia, que impuso la entronización de un Emperador títere en la figura de Maximiliano de Austria (1864-1867). El expansionismo estadounidense frente a México ya había significado la anexión de todo sus territorios septentrionales (Texas, Nuevo México y California). Cuando los Estados Unidos estuvieron en posición de intervenir más al sur, a partir de 1898, y con base en su presencia en Cuba y Puerto Rico, se convirtieron ellos mismos en la principal potencia imperialista del continente (imposición a Colombia de la independencia de Panamá por Theodore Roosevelt, invasión de Nicaragua, apoyo a las actividades de la United Fruit Company, etc.).

En lo social, Latinoamérica intentó ponerse tan rápido como pudo a la par de las sociedades europeas. Así, la poderosa oligarquía mercantil intentó llevar a cabo una profunda industrialización de la sociedad. En esta labor intervinieron profundamente los capitales procedentes de Europa. El resultado fue, por una parte, el progreso de las repúblicas, pero por la otra, la importación de los problemas sociales que el industrialismo había ocasionado en Europa, creando también en Latinoamérica una cuestión social, agudizada por los problemas derivados de la multietnicidad latinoamericana, con sus elementos poblacionales de raigambre europea, indígena y africana.

En lo cultural, Latinoamérica se transformó, en cierta medida, en el patio trasero de Europa. En la segunda mitad del siglo XIX, la literatura latinoamericana se ciñó a los experimentos derivados del Realismo en Europa, y a inicios del XX, a la experimentación de las vanguardias. La reivindicación plena del elemento indígena y nacional en la literatura latinoamericana, vendría ya bien iniciado el siglo XX, asociándose con una postura política cercana a la izquierda, puesto que la intelectualidad de la derecha se adscribió más bien a los ideales del positivismo (por ejemplo, Porfirio Díaz en México).

Era victoriana, Imperialismo y "Belle Époque" (1848-1914)

Lenin definió al imperialismo como fase superior de desarrollo del capitalismo (1905); y John A. Hobson (1902) estudió su relación con el crecimiento demográfico y el descenso de la tasa de beneficio en los países europeos, fenómeno para el que la emigración y los imperios coloniales servía como válvula de escape para reducir tensiones sociales, cuyo estallido de otro modo hubiera sido difícilmente evitable.[19]​ La segunda mitad del siglo XIX fue sin duda la Era del Capital, no sólo por eso, sino por la aparición de El Capital de Carlos Marx (1867, completado póstumamente en 1885 y 1894). Las tensiones, no obstante, no dejaron de acumularse por más que las opiniones públicas de finales del siglo XIX, optimistas y despreocupadas, confiaran en el progreso indefinido (al tiempo que mostraban la proclividad de la naciente sociedad de masas a la manipulación de sus más bajas pasiones y su violencia latente -resentimiento social, lucha de clases, ultranacionalismo, antisemitismo, revanchismo, chauvinismo, jingoísmo-). La inviabilidad de la continuidad de las estructuras quedó violentamente puesta de manifiesto por el estallido de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias.

El impulso colonial europeo del siglo XIX

Caricatura de Cecil Rhodes, uno de los principales colonialistas ingleses, como moderno coloso de Rodas, que al tiempo que asienta firmemente sus botas sobre África, ejerce de portador de la civilización en forma de hilo telegráfico y ferrocarril entre El Cabo y El Cairo, el sueño del "imperio continuo" (1892).
En una caricatura de finales del siglo XIX, la tarta de China empieza a repartirse entre la reina Victoria de Inglaterra, el Kaiser Guillermo II de Alemania y el zar Alejandro II de Rusia, contemplados por el Emperador Meiji y Marianne (personificación de la República Francesa).

A consecuencias de la Revolución Industrial, las naciones europeas dieron un salto de gigante en el arte de la guerra. El antiguo barco a vela fue dejado atrás en beneficio a las naves impulsadas por carbón primero, y por petróleo después. En tiempos de Napoleón Bonaparte aún los barcos a vapor eran una curiosidad; apenas medio siglo después, en 1856, se botaba al mar el primer acorazado. El barco de hierro e impulsado por carbón se transformó en símbolo del nuevo imperialismo, hasta el punto que la política europea de imponerse por la vía directa del ultimátum militar pasó a ser motejada, no sin una miga de ironía, como la "diplomacia de las cañoneras". Los progresos de la guerra en tierra no fueron menores. El siglo XIX vio el surgimiento de las primeras ametralladoras, de una nueva composición para la pólvora que no echaba humo, del fusil de retrocarga... Además, el antiguo sistema de reclutamiento del siglo XVIII fue sustituido por el servicio militar obligatorio, inspirado por el más puro sentido democrático de que todos los habitantes de la República deben contribuir a su defensa, lo que permitió a las naciones europeas poner en pie de guerra a ejércitos de literalmente millones de hombres, por primera vez.

También la política mundial impulsaba a la creación de estos imperios. En los siglos XVI y XVII, cuando los europeos habían llegado a otras tierras, se habían encontrado con grandes potencias que les impedían el paso (el Imperio Otomano en el Medio Oriente, el Gran Mogol de la India en el subcontinente indostánico, el Imperio Manchú en China, el Shogunato Tokugawa en Japón), y para las cuales no fue en nada dificultoso el expulsar o mantener a raya a los intrusos; el caso extremo fue el ritual de humillación ante el Emperador, que los japoneses obligaron a los holandeses de la colonia de Deshima, a cambio de permitirles mantenerse allí y profitar del comercio con el archipiélago. Pero en el siglo XVIII, varias de estas potencias iban en franca declinación, y los europeos más audaces se aprovecharon para colarse entre los insterticios. El caso más flagrante fue la India, en donde los europeos se instalaron poco a poco, sustituyendo a todos los poderes locales hasta convertirse en gobernantes de facto de todo el subcontinente, manteniendo el Raj Mogol una autoridad puramente nominal, hasta su derrocamiento definitivo en 1857.

A este vacío de poder fuera de Europa, la propia Europa acompañaba la creación de un delicado equilibrio de poderes, después del Congreso de Viena, que parecía cerrar para siempre la posibilidad de conseguir la hegemonía por el método de abatir a todos los rivales; empresa que había tentado Napoleón Bonaparte, obteniendo un fracaso estrepitoso en el proceso. Además, nuevos territorios significaban el acceso a nuevas fuentes de materias primas con las cuales fomentar el proceso industrial que Europa estaba viviendo por aquellos años.

Beneficiados por los resultados de la Guerra de los Siete Años (1756-1763), con la cual expulsaron a los franceses de la India y Canadá, los británicos pudieron reponerse de la pérdida de los Estados Unidos y mantener la delantera en labrarse un imperio mundial. A finales del siglo XIX, el Imperio Británico se extendía por aproximadamente una cuarta parte de todas las tierras emergidas, incluyendo una gran cantidad de tierras en África, la casi totalidad de la India, Australia, y una fuerte influencia en China y el Lejano Oriente en general. Francia le había seguido de cerca; en 1830 había iniciado una nueva aventura imperialista lanzándose contra Argelia, y después había enviado sus embarcaciones y sus tropas hacia el Lejano Oriente, fundando varios protectorados, forma jurídica que apenas encubría lo que era una explotación colonial en toda regla. Holanda, otrora muy poderosa, seguía conservando su dominio sobre Indonesia. Traumatizada con la pérdida de su imperio colonial, España no consiguió rehacerlo, conservando a duras penas Cuba y otras posesiones de las Antillas, y también algunos enclaves en el norte de Africa. Italia y Alemania, unificadas tardíamente, no alcanzaron a generar grandes imperios coloniales, debiendo conformarse con el dominio de algunas islas en la Polinesia y algunos territorios menores. Estados Unidos y Rusia, por su parte, prefirieron lanzarse a la colonización por tierra firme: el primero colonizó todo el continente americano desde su antigua base en las Trece Colonias hasta California mientras que los rusos sometieron a los últimos janatos mongoles en la estepa centroasiática y se abrieron paso hasta el Océano Pacífico a través de todo el ancho de Eurasia, fundando a orillas de éste el puerto de Vladivostok.

Los europeos obtuvieron distintos resultados en sus empresas colonizadoras. Hubo empresas lanzadas contra las repúblicas latinoamericanas, pero ellas fueron coronadas con rotundos fracasos, obteniendo el peor de ellos Napoleón III al intentar convertir a México en un imperio títere del suyo propio. África, por su parte, era un continente a la fecha casi inexplorado, y la labor de colonización fue precedida por acuciosas empresas de exploración; a finales del siglo XIX sólo subsistían Liberia, Orange, Transvaal y Abisinia como naciones independientes, cada una por razones diversas. La India, por su parte, se dejó someter más o menos mansamente a los británicos, pero en 1857 hubo un masivo levantamiento popular en su contra, que llevó a la disolución de la Compañía de las Indias Orientales y a su anexión directa a la Corona de Inglaterra; además, sus intentos por atacar y anexarse Afganistán fueron sendos fracasos. En China, los británicos recurrieron a la táctica de debilitar su economía infiltrando opio en su sociedad, y cuando los chinos se negaron a seguir adelante, los británicos invadieron China y la obligaron manu militari a abrirse al comercio (véase Guerra del Opio). En Japón, una escuadra comandada por el comodoro Matthew Perry llegó hasta la bahía de Yedo en 1853 y arrancó al Shogunato Tokugawa un tratado por el cual los japoneses debieron abrirse por fuerza al comercio.

De esta manera, hacia finales del siglo XIX, el mundo entero era regido desde Europa, con la visible excepción de aquellos territorios que estaban bajo la esfera de influencia de Estados Unidos. En 1885, por el Tratado de Berlín, las potencias europeas se repartieron tranquilamente el mundo en un acuerdo que no contemplaba para nada las aspiraciones de las naciones no europeas.

Todo esto generó y fomentó un fuerte racismo entre los europeos. Se llegó a afirmar que la conquista del mundo habitado era la "sagrada misión del hombre blanco",[20]​ de llevar la civilización a los salvajes de la Tierra. Para el europeo del siglo XIX era natural pensar que los asiáticos, indígenas, negros o cualquier individuo no caucásico, era por naturaleza inferior. Irónicamente, el Darwinismo vino a proporcionar nuevos argumentos para esta postura, ya que algunos consideraron muy seriamente que el hombre blanco era la cumbre de la evolución humana. El epítome de esta ideología fue la creencia en la superioridad intrínseca de la "raza nórdica", que terminará teniendo crudas consecuencias al ser adoptada como credo político por los caudillos del Tercer Reich.

Positivismo y "Eterno Progreso"

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Uno de los primeros daguerrotipos (1839)

Durante la segunda mitad del siglo XIX, la vida intelectual basculó nuevamente desde la postura idealista propia del romanticismo, a una objetivista y vinculada al desarrollo científico. Hay dos buenas razones para esto. En primer lugar (sin seguir un orden particular), el éxito soberano de las potencias imperialistas europeas al extenderse sobre el planeta llevó a la convicción de que la cultura europea era el epítome de la civilización. En segundo lugar, la ciencia del segundo tercio del siglo XIX hizo importantes progresos técnicos. Así, la astronomía hizo importantes progresos: es la época en que se descubre el planeta Neptuno y se desarrolla la astrofísica, descubriéndose la técnica de la espectrometría, entre otras cosas. La química, por su parte, se revolucionó con el desarrollo de la tabla periódica de los elementos. La geología, por su parte, reconoció la existencia de la Edad de Hielo y de la vida fósil, incluyendo descubrimientos como el Hombre de Neanderthal (1856). En el ámbito de la técnica hubo numerosos nuevos inventos, desde el convertidor Bessemer para procesar el acero, hasta la fotografía.

Charles Darwin caricaturizado como un mono (1871), en una de las muchas burlas de su teoría de la evolución.

Sin embargo, las novedades científicas más impactantes emergieron en el campo de la biología. La apertura del campo de la microbiología, por obra de Louis Pasteur, y que llevó a concebir por primera vez a las enfermedades infecciosas como ocasionadas por agentes patógenos microscópicos, lo que a su vez llevó al desarrollo de la técnica de la vacunación. Por su parte, en 1859, y después de más de dos décadas de investigaciones, Charles Darwin publicó su libro El origen de las especies, en el cual no "inventó" la teoría de la evolución, que ya había sido propuesta previamente por Jean-Baptiste Lamarck, síno que la explicó por primera vez por mecanismos naturales convincentes (concretamente, la selección natural), ocasionando de paso un terremoto conceptual al derribar por primera vez con argumentos sólidos el relato de la creación según el Génesis. De esta manera, la intelectualidad europea depositó toda su fe en el progreso de la ciencia. Se pensaba que el progreso de la humanidad era imparable, y que dentro de no demasiado tiempo, la ciencia resolvería todos los problemas económicos y sociales. A este dogma filosófico se le llamó Positivismo. Este se vinculó, a su vez, con el Liberalismo para producir una nueva doctrina social, el llamado Darwinismo social, que buscaba aplicar los descubrimientos científicos de Darwin a las teorías sociales. Su máximo exponente fue el filósofo británico Herbert Spencer.

Este ambiente de optimismo es bien visible en particular en las primeras novelas de Julio Verne, que utilizando el trasfondo del relato de aventuras, son una glorificación de la ciencia y la técnica (Viaje al centro de la Tierra, Veinte mil leguas de viaje submarino, De la Tierra a la Luna); aunque por otra parte, el Verne más tardío escribió relatos mucho más sombríos, poniendo ahora énfasis en los peligros de la ciencia desatada (Los quinientos millones de la Begún, La misión Barsac), al tiempo que su contemporáneo Herbert George Wells hacía algo similar en obras como La guerra de los mundos, El hombre invisible, La isla del Doctor Moureau o La máquina del tiempo.

En el reverso de esta visión optimista, destaca el realismo literario, género que reaccionó contra los excesos sentimentales del romanticismo tardío, y que devino en naturalismo; irónicamente, el principio básico del naturalismo era construir una literatura lo más científica y objetiva posible, para el estudio de los problemas sociales de la época. En esta senda, escritores como Émile Zola denunciaron implacablemente las injusticias sociales producidas por la industrialización indiscriminada, en novelas como Naná.

El surgimiento de la sociedad de masas

La sociedad de masas

Un grupo de trabajadores en una fotografía rotulada: Mediodía ante la cantina, leyendo The Hog Island News (Filadelfia, Estados Unidos, 1918)

El siglo XIX, como producto de la industrialización, vio el surgimiento de la moderna sociedad de masas, como oposición a la vieja división entre una reducida élite aristocrática y la gran masa del bajo pueblo. Esto ocurrió porque los costos de producción de las mercancías bajaron, quedando la producción a disposición de nuevos actores sociales, la clase media, con nuevos medios económicos provenientes de las profesiones liberales, y que por ende pudieron ascender socialmente. Nuevos inventos, como el envasado de comida en latas (desarrollado inicialmente para el ejército napoleónico), permitieron que las nuevas clases sociales accedieran a nuevas fuentes de alimentación.

A esto contribuyó la implantación, a lo largo del siglo XIX, del sistema de educación primaria obligatoria, que tendió a reducir drásticamente las tasas de analfabetismo en Europa (si bien no a erradicarlo). La mayor cantidad de público lector incentivó el desarrollo de la prensa escrita, incluyendo fenómenos tales como la prensa amarilla. Los modernos métodos de impresión, por su parte, permitieron aumentar la producción de libros. A inicios del siglo XIX, el libro de poemas El corsario de Lord Byron se transformó en el primer libro en la historia con un tiraje inicial superior a los 10.000 ejemplares. También se desarrolló una nueva forma de literatura popular, el folletín, híbrido entre la prensa escrita y la antigua novela, que se publicaba por entregas en los diarios. A través del folletín fueron dadas a conocer obras como Los misterios de París de Eugene Sue, Los tres mosqueteros y El Conde de Montecristo de Alejandro Dumas, Los miserables de Víctor Hugo o David Copperfield y Oliver Twist de Charles Dickens. A finales del siglo, por iniciativa del mencionado Víctor Hugo, surgieron los primeros convenios internacionales sobre derecho de autor.

Todos estos nuevos sucesos, por supuesto, abarcaban tan solo a la sociedad europea, y en medida más reducida a la de América. En el resto del mundo, sometido al dominio colonial europeo, las nuevas condiciones de vida alcanzaban tan solo a la clase social europea, mientras que los nativos proseguían viviendo el magro estilo de vida que habían heredado desde antaño.

Moral victoriana

La reina Victoria en su Jubileo (1887, foto coloreada)

Quizás la característica más notoria de la época sea una exacerbación de las ideas morales. El símbolo máximo de la moral puritana del siglo XIX es la Reina Victoria, a pesar de que, en estricto rigor, y de creer a su biógrafo Lytton Strachey, Victoria giró hacia el puritanismo tan sólo después del fallecimiento de su esposo, el príncipe de Sajonia-Coburgo, en 1861.[21]​ Esta moral se caracterizaba en lo principal por una exacerbación de los principios morales, y en la represión sistemática de las pasiones, en particular aquellas de orden sexual. El comportamiento liberal se calificaba como libertinaje, como bien lo supo Oscar Wilde, escritor que pagó el haberse atrevido a desafiar las convenciones sociales de su tiempo con una condena a presidio. Se construyó alrededor de la gente de la época una cierta aura de pureza moral, la cual en muchos casos resultó ser pura hipocresía, como a inicios del siglo XX denunció el citado Strachey con sus crónicas biográficas contenidas en Victorianos eminentes.

La moral victoriana encontró violentos críticos a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Al ya mencionado Oscar Wilde podemos añadir al austríaco Sigmund Freud, que describió las enfermedades mentales y neurosis derivadas de la represión sexual.

Una de las novelas más emblemáticas en torno a la moral victoriana, es el Drácula de Bram Stoker. Al margen de la simbología religiosa y el tema de la lucha del bien contra el mal, Stoker marca un nítido contraste entre sus héroes, provenientes todos del mundo victoriano, y su villano, un vampiro que, entre otras cosas, encarna las más salvajes pulsiones sexuales.

Abolición de la esclavitud

Firma de la ley de emancipación de los esclavos por Abraham Lincoln durante la Guerra Civil Estadounidense (cuadro de Francis Bicknell Carpenter, 1864)
A pesar de la abolición, la situación de los negros, sobre todo en los estados del Sur, no fue de igualdad, tanto por las prácticas sociales como por la promulgación de leyes segregacionistas. La fotografía corresponde a la película El nacimiento de una nación (Griffith, 1915), en la que "los buenos" son el Ku Klux Klan.

A inicios del siglo XIX, podía considerarse a la esclavitud como una institución cada vez más deslavada en el mundo occidental, pero sin embargo no había desaparecido por completo de éste. Muchas naciones de la Tierra emprendieron una campaña para abolir la esclavitud, bien sea de manera directa, o bien sea mediante el paso intermedio de la libertad de vientre, según la cual, aunque el esclavo seguía siendo esclavo, sus hijos nacerían ya libres, y no podrían ser esclavizados jamás. La abolición de la esclavitud era un corolario lógico del principio de la Ilustración, que propugnaba la igualdad ante la ley de todos los seres humanos sin excepción. La resistencia más pertinaz contra el movimiento abolicionista, se produjo en los Estados Unidos, cuyos estados sureños, sustentados en el comercio del algodón, dependían por completo de los esclavos. Aunque puede discutirse si el abolicionismo fue la causa fundamental de la guerra o un mero pretexto, lo cierto es que la bandera abolicionista fue enarbolada por el Norte durante la Guerra Civil de los Estados Unidos (1861-1865), y rechazada por los estados del Sur. Después de esta guerra, la esclavitud fue abolida en Estados Unidos, aunque la discriminación racial persistió en dicha nación, con políticas tales como "separados pero iguales", y puede decirse que dicha segregación ha subsistido en buena medida hasta el día de hoy. En Rusia, donde no había esclavos, existía la institución de la servidumbre, que fue abolida por la Reforma Emancipadora de 1861 (zar Alejandro II), no sin problemas y resistencias.

El rol de la mujer

Una mujer fabricando munición durante la Primera Guerra Mundial

Durante el siglo XIX, la mujer siguió ocupando un rol social de segunda fila, y persistió su papel como moneda de cambio, por vía de matrimonio, entre diversos patrimonios familiares vinculados a los grandes capitales. Ya a finales del siglo XVIII hubo mujeres que propugnaban la emancipación femenina, como por ejemplo la inglesa Mary Wollstonecraft, o la revolucionaria francesa Olimpia de Gougues, que propugnó una Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana como complemento a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Pero fueron casos aislados, y en todo caso intensamente combatidos; la hija de la mencionada Mary Wollstonecraft, Mary Shelley (autora de Frankenstein, por ejemplo, tuvo que escapar de Inglaterra para poder vivir su romance con Percy Shelley. Incluso ya entrando el siglo XX, defensores de los derechos de la mujer como Bertrand Russell fueron ácidamente criticados por sus posturas.

A finales del siglo XIX, surgió un intenso movimiento social a favor de las mujeres, que encontró su bandera en la conquista del derecho a voto. Este movimiento fue el de las sufragistas, y empezaron a conquistar varios éxitos a partir de 1902, fecha en la que se admitió el derecho a voto femenino en Nueva Zelanda, y luego en otras naciones de la Tierra. Sin embargo, habría que esperar hasta la Primera Guerra Mundial para que el movimiento de emancipación femenina cobrara verdadera fuerza.

La religión

En la Europa del siglo XIX, la religión institucionalizada sufrió fuertes embates. En el siglo XVIII, la Iglesia Católica había perseguido fuertemente a la Ilustración, buscando censurar (incluso con éxito) a la Enciclopedia, y condenando varias obras ilustradas (entre ellas la totalidad de la obra de Voltaire) a caer dentro del Index Librorum Prohibitorum (índice de libros prohibidos). En el siglo XIX, potenció aún más su alianza con los sectores ultraconservadores, condenando el liberalismo, el racionalismo y otras doctrinas y usos del mundo contemporáneo, del que se quería distanciar y aparecer como una alternativa tradicionalista. Se definieron como dogma de fe las doctrinas de la infalibilidad del Papa (Concilio Vaticano I, 1869) y la Inmaculada Concepción (1854). La opción por la fe y los milagros quedó manifiesta con el apoyo vaticano a las apariciones de la Virgen de Lourdes (1858, aprobadas en 1862).

Los nuevos descubrimientos científicos que parecían contradecir a las Sagradas Escrituras, como la teoría darwinista presentada en 1859 en El origen de las especies (teoría evolucionista que aplicaba el principio de selección natural por supervivencia del más apto), seguido por El origen del hombre (The descent of man, 1871, también de Charles Darwin), en donde se explicitaba que el hombre y el mono compartían ancestros comunes. Ambos textos tuvieron gran repercusión y fueron mucho más combatidos en el ámbito religioso anglicano y protestante que en el católico; donde no hubo pronunciamiento oficial alguno, e incluso en algunos casos permitió explorar las perspectivas que abrían, no sin problemas (caso del jesuita Teilhard de Chardin). Otro caso de ambigua relación entre ciencia y fe fue la polémica sobre la generación espontánea, paradigma biológico de lo que científicos católicos como Pasteur consideraban como ciencia orientada a la justificación del agnosticismo y cuestionaron con éxito.[22]

En lo político, el movimiento nacionalista italiano anheló, y finalmente consiguió, que los Estados Pontificios pasaran a formar parte de una Italia unificada, lo que significó su destrucción en 1870, algo más de once siglos de haber sido creados por la donación de Pipino el Breve. Aún después, el Papa lideró una dura contienda contra Otto von Bismarck, quien trató de eliminar el catolicismo de Alemania en la Kulturkampf (operación política que terminó fracasando).

Aunque el siglo XIX marcó uno de los momentos más débiles del Papado, sin embargo, eso no quiere decir que la causa de la religión hubiera sido derrotada. Más allá de una minoría intelectual de entre los profesionales liberales o de los obreros con conciencia de clase, la gran mayoría de la sociedad, desde las clases dirigentes hasta las clases bajas, pasando por las clases medias, estaban muy lejos de considerarse ateas. Un ingrediente clave de la moral victoriana fue su sustrato religioso, imprescindible para la cohesión social, extremo del que era consciente el propio Carlos Marx, autor de la expresión opio del pueblo con la que motejaba a la religión. Por otro lado, la religión como fuerza conservadora cumplía un papel que para algunos autores fue vital en la resistencia a la gran transformación que supuso la embestida del mercado contra las instituciones tradicionales.[23]​ No sólo las tradicionales instituciones de caridad, sino la organización del sindicalismo católico y la doctrina social de la Iglesia (Rerum novarum, 1891) se presentaron como una alternativa tanto al capitalismo liberal como al movimiento obrero revolucionario.

Incluso la expansión imperialista europea se justificaba muchas veces como una manera de llevar la civilización a los salvajes que tenían la "desdicha" de no haber nacido caucásicos, lo que en el fondo constituía una prolongación de la empresa evangelizadora que otrora los cristianos emprendieran contra los paganos, argumento que se empleaba en sentido contrario desde la resistencia al envío de reclutas a Marruecos durante la Semana Trágica de Barcelona, que degeneró en quema de iglesias, dado el fuerte carácter anticlerical del movimiento (1909):

Contra el envío a la guerra de ciudadanos útiles a la producción y, en general, indiferentes al triunfo de la cruz sobre la media luna, cuando se podrían formar regimientos de curas y de frailes que, además de estar interesados en el éxito de la religión católica, no tienen familia, ni hogar, ni son de utilidad alguna al país.[24]

La crisis de los treinta años (1914-1945)

No parece muy exagerada tal denominación, debida al historiador Arno Mayer,[25]​ para tres décadas que incluyen las dos guerras mundiales y el convulso período de entreguerras, con la descomposición de los Imperios Austrohúngaro, Turco y Ruso; la agudización de las tensiones sociales que llevaron a revoluciones como la Mexicana, la Rusa y la llamada Revolución Española simultánea a la Guerra Civil; la crisis del sistema capitalista manifiesta desde el Jueves Negro de 1929; y el surgimiento de los fascismos y sistemas políticos autoritarios; al tiempo que se desarrollan los primeros Estados Sociales de Derecho, como la República de Weimar, prácticas de pacto social como los Acuerdos Matignon y se aplican las teorías económicas de John Maynard Keynes (divergentes del liberalismo clásico) en los programas intervencionistas del New Deal de Franklin Delano Roosevelt.

Las Guerras Mundiales

Escalada de la tensión internacional

Napoleón III, derrotado tras la batalla de Sedán, se entrevista con Otto von Bismarck (1870).

El fin de la Guerra Franco-Prusiana, en 1871, inició una realineación de las fuerzas políticas en Europa. Inglaterra y Francia, enemigos decididos desde la época napoleónica, habían unido fuerzas, en particular desde el final de la Guerra de Crimea en 1856, para sostener al Imperio Otomano e impedir la salida de Rusia al Mar Mediterráneo. Para contrarrestar esto y evitar un revanchismo francés, Otto von Bismarck, el Canciller de Alemania, tendió lazos con el Imperio Austrohúngaro, al que había derrotado en 1866. Cuando Italia ingresó a la alianza en 1881, nació la llamada Triple Alianza. Bismarck intentó romper la alianza de Inglaterra y Francia, pero esto sólo consiguió un rechazo por parte de Inglaterra, y el acercamiento de Francia a su antiguo enemigo, Rusia, conformándose así la Triple Entente o Entente Cordiale. Así, en 1893 se habían configurado los bandos que después tomarían parte en la Primera Guerra Mundial.

A su vez, los imperios coloniales habían alcanzado su máxima expansión, y ya no habían nuevas tierras por conquistar o anexarse. Por lo que cualquier intento por imponerse a los rivales europeos, pasaba por aplastarlos en una guerra total. Entre 1871 y 1914, con la excepción de los Balcanes, Europa vivió en paz, pero que era conocida, y no por nada, como la paz armada. Se inició también una veloz carrera armamentista, en la cual crecieron los ejércitos, se desarrollaron nuevos inventos (la ametralladora, el alambre de púa o los gases tóxicos), que harían una guerra futura bien diferente, y mucho más demoledora, que las Guerras Napoleónicas a las que los generales europeos estaban acostumbrados a jugar en sus cuartos de estrategia.[26]​ El resultado sería la gran guerra general de 1914 a 1918, que haría saltar para siempre al viejo orden del Congreso de Viena.

La Primera Guerra Mundial y sus consecuencias

Puesto de ametralladora británico, con los soldados protegidos por máscaras de gas, durante la batalla del Somme (julio de 1916). Las innovaciones técnicas y la llamada guerra de trincheras fueron características del frente occidental europeo durante este devastador conflicto.

En 1914 un incidente internacional menor, el llamado atentado de Sarajevo, le dio pretexto a Austria para presionar a Serbia, una de las jóvenes repúblicas nacidas sobre las cenizas del cada vez más decrépito Imperio Otomano. El ultimátum de Austria a Serbia puso en marcha la red de alianzas y pactos defensivos, y en pocos días, Europa se vio sumergida en una violenta guerra general. Alemania se jugó la baza del Plan Schlieffen, que implicaba una maniobra de tenazas que acorralara a los franceses como en Sedán, en 1870, después de lo cual podrían volverse para repeler a los rusos. Pero la operación salió mal, se llevaron a cabo maniobras envolventes que resultaron inútiles, y pronto el frente de batalla quedó estacionario en la desgastante guerra de trincheras. En el frente ruso, por su parte, debido a la inepcia de los altos mandos del Zar, los alemanes no tuvieron mayores problemas en controlar el frente, e incluso llegaron a liquidarlo en 1918. Pero era demasiado tarde para ellos, porque a consecuencias de la guerra submarina, Estados Unidos había entrado al conflicto, y con su apoyo, Inglaterra y Francia pudieron quebrar el frente y derrotar a Alemania.

Tratado de Versalles

Sobrevino entonces un nuevo orden internacional, nacido del llamado Tratado de Versalles y otros anexos, firmados en 1919, y que condenaron a la disolución a los imperios centrales (Alemania, Austria, el Imperio Otomano), y que se basó en el principio de soberanía nacional. Se impuso también una durísima indemnización a Alemania, que arrojó a la recientemente creada República de Weimar al caos económico y político. Para garantizar el nuevo orden internacional se creó por primera vez un organismo supranacional, que pretendía limitar la soberanía absoluta de los Estados; era la Sociedad de Naciones, en cuyo seno deberían resolverse los conflictos del futuro sin recurrir a la vía armada. Sin embargo, la exclusión de Alemania y la Unión Soviética, más el rechazo del Congreso de los Estados Unidos a la admisión estadounidense en la Sociedad, la condenó a ser una suerte de "club de amigos" de Inglaterra y Francia, mostrando con el paso del tiempo una dramática inoperancia frente a los sucesos que desembocarían en la Segunda Guerra Mundial.

Por su parte, descontento el pueblo ruso contra sus dirigentes, se alzaron en armas y derrocaron al Zar Nicolás II, reemplazándolo por una república de corte liberal. Sin embargo, el gobierno cayó pronto en el caos, lo que aprovecharon los bolcheviques (comunistas) para hacerse del poder, en la Revolución Rusa (octubre de 1917). El resultado de este proceso fue el derrumbe del régimen de los zares, y el surgimiento en su reemplazo de la Unión Soviética, de clara inspiración tecnocrática, estatista y marxista. Pronto, la Unión Soviética se ofreció al mundo como modelo político alternativo al capitalismo democrático e industrial defendido por los Estados Unidos, sembrando las semillas de lo que a futuro sería la Guerra Fría.

La revolución mexicana

En México, las fuertes tensiones entre una oligarquía positivista (Porfirio Díaz) y una amplia base campesina desprotegida llevaron finalmente a la revolución mexicana (1910 - 1920), en la que líderes campesinos como Emiliano Zapata y Pancho Villa se rebelaron y pusieron en jaque al viejo orden. En medio de este proceso se promulgó la Constitución de 1917, que fue pionera entre los documentos de su tipo en el mundo, por incorporar en su articulado diversas garantías sociales para la población. De todos modos, el reestablecimiento de la paz social fue dificultoso, y la nueva institucionalidad sólo puede considerarse establecida y consolidada bajo la Presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940).

Revolución soviética y totalitarismos

El empequeñecimiento de Europa

Mahatma Gandhi, líder inspirador de la independencia de la India, fue víctima a su vez de la terrible violencia que la siguió.

Paralelamente a la Primera Guerra Mundial, el mundo empezó a hacerse más grande. El decrépito Imperio Manchú fue derrocado en 1911, después de un largo período de guerras civiles, y China cayó en las manos de Sun Yat-Sen, que llevó a cabo un acelerado proceso de modernización en el país. Esta iniciativa occidental chocó a poco con la infiltración de los comunistas quienes, liderados por Mao Tsé Tung, promovieron una guerra civil que llevaría al derrocamiento del régimen occidentalizador, en beneficio de un nuevo Estado comunista: sería la Revolución China de 1949.

Por su parte, en Japón, el Shogunato Tokugawa había sido derrocado en 1868, y los sucesivos Emperadores que tomaron a su cargo el país, impulsaron una profunda occidentalización. En 1905 los japoneses, menospreciados por ser "no occidentales", infligieron una dura derrota a los rusos, y en 1914 entraron a la Primera Guerra Mundial a favor de la Triple Entente y se apoderaron de varias colonias alemanas en el Pacífico, las cuales retuvieron después del conflicto, cimentando así el nacionalismo imperialista japonés que los arrojaría de cabeza a la Segunda Guerra Mundial.

Entretanto, las ideas de independencia comenzaban a soplar en la India. Después de la Primera Guerra Mundial, y bajo el liderazgo de Mahatma Gandhi, y su movimiento de resistencia no violenta, los nacionalistas de la India se hicieron cada vez más fuertes. Después de la Masacre de Amritsar (1919), los británicos se vieron obligados a iniciar un lento proceso de negociaciones, que culminaría en su independencia.

Estados Unidos, por su parte, emergió como la gran superpotencia mundial después de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, cuando Woodrow Wilson pidió al Congreso de los Estados Unidos que aprobara el ingreso de la nación a la Sociedad de Naciones, éste se opuso, basándose en la vieja (y a esas alturas periclitada) política de aislamiento continental. Tendrían que hacerlo después, y por la fuerza, durante la Segunda Guerra Mundial.

De este modo, la adopción por parte de potencias no europeas, de aquellas ideas y principios (y tecnologías) propios de Europa, llevaron a la paradoja de que la mismísima Europa se redujo, en cuanto a tamaño e importancia, en el concierto mundial, y en adelante debería conformarse con ser un actor más, en un escenario político que de pronto se había hecho enormemente más vasto.

La Segunda Guerra Mundial

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Bombarderos soviético y británico saludándose sobre Berlín, en un cartel propagandístico. Tanto la aviación como la propaganda fueron masivamente utilizadas en la Segunda Guerra Mundial, a una escala no igualada en ninguna otra contienda anterior, y difícilmente comparable a las posteriores.

En los llamados locos veinte, la economía de Estados Unidos fue presa de la especulación bursátil. El resultado fue la Gran Depresión de 1929, que no sólo arruinó a Estados Unidos, sino que también a la mayor parte del mundo. Se generó ahí un caldo de cultivo para el totalitarismo de cualquier clase. El comunismo se hizo popular, pero también vinieron los imitadores de Benito Mussolini, el caudillo que había impuesto el Fascismo en Italia (1922), y cuyo más aventajado discípulo fue Adolfo Hitler.

Apenas llegó al poder en Alemania (1933), Hitler inició una dura política internacional, que lo llevó a la anexión de varios territorios y repúblicas. Cuando invadió a Polonia, en 1939, Inglaterra y Francia respondieron con la declaración de guerra. Sobrevino entonces una nueva conflagración general, aún más dura que la anterior, y que sólo culminó con la destrucción completa del Tercer Reich y de sus aliados, Italia y Japón. El fin de la guerra significó también la ruina definitiva de las potencias imperialistas europeas, ahora decisivamente superadas por Estados Unidos y la Unión Soviética, pero también marcó el estreno de la bomba atómica, lo que generó un nuevo apocalíptico escenario internacional: era la primera vez en toda la historia universal que el ser humano disponía de la tecnología necesaria para aniquilarse a sí mismo como especie.

La acumulación de capital y los monopolios

La política de librecambismo reemplazó, al menos en parte, al proteccionismo de la época mercantilista, aunque los intercambios del comercio internacional estaban sobre todo presididos por el llamado pacto colonial que reservaba las colonias como mercado cautivo de sus respectivas metrópolis. Aun así, las barreras para el comercio y la inversión a escala planetaria eran sustancialmente menores que en cualquier época anterior. Los empresarios exitosos ya no estaban limitados por las fronteras nacionales a la hora de invertir y buscar ganancias. Adicionalmente, la industrialización y el desarrollo de nuevas técnicas abrió nuevos mercados para recursos que hasta entonces carecían de toda utilidad, como por ejemplo el petróleo y el caucho. En determinados casos, la extraordinaria demanda generó verdaderas fiebres, como por ejemplo la "fiebre del salitre" en el norte de Chile, con posterioridad a la Guerra del Pacífico, o la fiebre del caucho en la Amazonia brasileña y peruana. El mundo entero se convirtió así en un enorme y vasto mercado global, creándose así por primera vez una red de comercio internacional de escala literalmente mundial, no sólo por su alcance geográfico, sino también por la interconexión entre los distintos productos que se comerciaban a lo largo y ancho del planeta, sirviendo unos como materias primas a otros y alargando las cadenas de producción, haciéndolas más intrincadas e interdependientes.

Laboratorio de Menlo Park, organizado por Thomas Alva Edison con un criterio tanto científico-tecnológico como capitalista.

La ideología individualista y los límites al poder político configuraron a los Estados Unidos, en continua expansión territorial y demográfica, como el lugar más idóneo para el desarrollo del capitalismo industrial. En el caso de la industria petrolífera, el descubrimiento de los primeros pozos de Texas en 1859, llevó a la constitución de un gigantesco monopolio y la gran fortuna de David Rockefeller. Otro ejemplo destacado fue Andrew Carnegie, quien creó su propio imperio financiero en torno al acero. En el campo de los servicios también surgieron varios poderosos grupos comerciales, como por ejemplo el imperio periodístico de William Randolph Hearst o los primeros estudios de Hollywood (véase Historia del cine). La necesidad de innovación científico tecnológica demandaba la superación de los inventos como una inspiración o genialidad individualista: Thomas Alva Edison fue pionero en la idea de reunir a un grupo de científicos, ingenieros y trabajadores especializados en un verdadero taller de invenciones, creando así la moderna investigación tecnológica en la que importa más el proyecto común, que la figura del inventor o investigador propiamente tal.

La sociedad reaccionó ante los monopolios con temor, especialmente en los en Estados Unidos, donde la ideología de libre empresa (empresarios privados de iniciativa individual en el marco de un mecado libre) era ampliamente compartida. La idea de concentración de poder económico era tan amenazadora como la de concentración de poder político, y el monopolio se asociaba a la tiranía. Se dictaron leyes antimonopolios, e incluso en virtud de ellas, Rockefeller fue llevado a juicio. Su firma, la Standard Oil Company (Esso), fue condenada a disgregarse en 1911. Sin embargo, estas acciones no impidieron que en el paso de los siglos XIX al XX se concentrara el capital en manos de un nuevo club de multimillonarios, y que se crearan las modernas transnacionales.

Surgimiento del estado del bienestar

Como una reacción a los cambios económicos y políticos en torno a la Primera Guerra Mundial, se sentaron las bases del estado del bienestar. Durante el siglo XIX, fiel a los principios del liberalismo a ultranza, se había concebido al Estado como un mero garante del orden público, sin que tuviera legitimidad para intervenir en la actividad económica de la nación. Los economistas como David Ricardo, por su parte, prestaban sustento teórico a dichas decisiones políticas. Sin embargo, de manera progresiva, el Estado había tenido que intervenir poco a poco en la regulación de las condiciones de trabajo, a través de las leyes sociales, creando el moderno Derecho del Trabajo, como una manera de responder a los apremiantes problemas derivados del industrialismo, tuvo que desactivar la bomba de tiempo que representaban las aspiraciones de grupos socialistas, comunistas y anarquistas.

Una multitud se aglomera ante la Bolsa de Nueva York el jueves negro, 23 de octubre de 1929.

Sin embargo, fue después de la Primera Guerra Mundial que se produjo el cambio teórico fundamental. El economista John Maynard Keynes observó que la oferta económica es reflejo de la demanda (no al revés, como planteaba clásicamente la ley de Say), y por ende, la manera de levantar la economía era subsidiando la demanda a través de una fuerte intervención estatal. Sus consejos fueron acogidos como casi milagrosos después de que la Gran Depresión literalmente arrasó con el mercado laboral, generando un pavoroso paro masivo. De esta manera se sentaron las bases de un estado fuertemente regulador e interventor en materias económicas, que subsistirán más o menos hasta el día de hoy, en todos aquellos lugares en que el keynesianismo no fue exitosamente combatido por el monetarismo.

Resulta significativo observar que en la década de 1930, varios regímenes políticos muy diferentes entre sí, siguieron políticas intervencionistas como una salida práctica a la Gran Depresión. Stalin, en la Unión Soviética, por vivir en una economía dirigida desde el Estado, no tuvo mayores problemas con el Crack de 1929, pero Adolfo Hitler aplicó un fuerte intervencionismo desde el Estado, centrándose en particular en las obras públicas y la fabricación de armamentos. Mientras tanto, en Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt hizo parcialmente otro tanto a través de su New Deal (Nuevo Trato o Nuevo Acuerdo).

Revoluciones científicas y estéticas

La primera mitad del siglo XX vio también una serie de revoluciones científicas sin precedentes, que marcaron un cambio de paradigma fundamental en el pensamiento científico.

A principios de siglo se redescubrió el trabajo de Gregor Mendel sobre la herencia genética, que en el tiempo de su publicación había pasado desapercibido; las investigaciones bioquímicas posteriores llevaron al descubrimiento de la estructura y función del ADN para el código genético en los años cincuenta. El descubrimiento de los grupos sanguíneos posibilitó la generalización de la transfusión sanguínea y los avances en cirugía que llevaron a la era de los trasplantes. Las investigaciones de Ramón y Cajal abrieron el camino de las neurociencias; mientras que el descubrimiento de la penicilina por Alexander Fleming (1928) y su dificultosa elaboración posterior (no fue posible hasta los años cuarenta) llevaron al desarrollo de los primeros antibióticos.

La historia de la electricidad entró en un periodo decisivo para su implicación en todo tipo de procesos productivos. Por su parte, la química orgánica y la producción de plásticos significaron una revolución en los materiales disponibles.

En el campo de la Paleontología, una serie de hallazgos permitió empezar a desenmarañar el complejo árbol de la evolución humana. En 1894 se descubrió al Hombre de Java, y poco después emergieron el Sinántropo en China, y el linaje del Australopithecus en África.

Revolución relativista

Niels Bohr y Albert Einstein (1925)

La mayor de las revoluciones de dicho período se produjo en el campo de la Física. Durante el siglo XIX se habían acumulado desafíos a la continuidad del paradigma científico de la mecánica newtoniana, que se veía forzada a adaptarse a los datos observados con recursos cada vez más artificiosos, como la teoría del éter.

En 1900, el físico Max Planck propuso que la luz no podía desplazarse en cualquier cantidad, sino que sólo en pequeños "paquetes" de un tamaño determinados, el concepto de cuanto. La solución se acabó encontrando en la identidad dual del fotón, como onda y como partícula a la vez. La concepción de la estructura íntima de la materia cambió con rapidez, con la proposición de diversos modelos atómicos (Niels Bohr, Ernest Rutherford, etc.) que reproducían una estructura íntima cada vez más compleja que se podía estudiar experimentalmente (desde la producción del electrón en los rayos catódicos hasta el estudio de la radiactividad y los reactores atómicos). La enunciación del principio de incertidumbre (Heisenberg, 1927), junto con otras formulaciones de indeterminación, indecidibilidad o indiferencia en campos científicos (teoremas de la incompletitud de Gödel, 1930, paradoja de Schrödinger, 1935), implicaban la renuncia a entender la realidad de forma determinista trascendió de lo meramente científico, y se convirtió en una característica extensible a la producción intelectual, la visión del mundo y la experiencia vital en el convulso siglo XX: la revolución relativista, que se había iniciado con los cinco artículos que el joven físico Albert Einstein publicó en 1905. La física mecanicista de Isaac Newton, con sus conceptos absolutos de espacio y tiempo, quedaba restringida a un caso particular (si bien el más aplicable en la experiencia humana cotidiana) de la física relativista que identificaba tiempo y espacio (relativos en función del observador), materia y energía (con la popularizada fórmula E=mc²). La posición del hombre en un universo en expansión (Ley de Hubble, 1929), poblado de innumerables galaxias, se empequeñecía y relativizaba; al tiempo que se ponía en su mano la posibilidad de utilizar una capacidad de destrucción cuyas consecuencias éticas quizá no estuviera en condiciones de valorar.

Vanguardias artísticas

El siglo XX vio un cambio substancial en materia artística. La rebelión del arte independiente de la segunda mitad del XIX, que llevó a la revolución pictórica del Impresionismo, exaltaba de la libertad individual del artista frente al convencionalismo de la academia. La voluntad constante de buscar la originalidad y la provocación frente a un mundo también cambiante, abrió la puerta al fenómeno de las vanguardias.[27]

Incluso la arquitectura, el arte más conservador por su propia naturaleza estable y su dimensión económica y funcional, sufrió una transformación radical en el primer tercio del siglo XX.

La literatura, entre lo popular y lo experimental

A finales del siglo XIX, el realismo literario y el naturalismo, manifestaciones literarias muy en contacto con la realidad social y el compromiso político, se consideraban ya vías agotadas y demasiado prosaicas para los escritores vanguardistas, que empezaron a buscar nuevos rumbos. Marcel Proust en su monumental saga de siete novelas, En busca del tiempo perdido, marca un hito en la pretensión de captar la realidad hasta sus más mínimos detalles.

La poesía, especialmente la de los denominados poetas malditos, tendía hacia formas cada vez más rebuscadas y elitistas. El simbolismo impuso lo artificioso y violento (Arthur Rimbaud).

Otra ruptura conceptual se produjo en 1908, cuando Filippo Tommaso Marinetti lanzó su Manifiesto futurista. Para él la literatura debe adaptarse a los tiempos, y las innovaciones técnicas y sociales son tan dignas como material literario, como los temas antiguos o clásicos: un coche de carreras puede ser tan bello como la Victoria de Samotracia.

La literatura popular, por su parte, continuó con la fascinación por el folletín, de tradición romántica. En el tiempo de la Belle Époque se crearon algunos personajes clásicos, como Drácula, Sherlock Holmes o El fantasma de la ópera; sentándose las bases, entre otros géneros, de las modernas novela policiaca y novela negra. Aunque no careciendo de innovaciones y a pesar de reflejar las tensiones propias del período, la literatura folletinesca era mucho más conservadora que la literatura experimental; sobre todo por la imposición del público al que se dirigía, las masas, mientras esta última se dirigía a una élite selecta e ilustrada.

En 1922 apareció la cumbre de la literatura experimental: el escritor irlandés James Joyce, inspirándose en la Odisea de Homero, publica Ulysses, compendio de todas las técnicas experimentales conocidas en la literatura de la época, y de algunas nuevas, como la corriente de la conciencia o monólogo interior. La obra llegó a ser prohibida, tachada de pornográfica, pero su influencia en los escritores posteriores del siglo XX la han convertido en uno de los clásicos contemporáneos.

La "historia inmediata" del "mundo actual": hacia la globalización

El mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial (1945-1973)

Las superpotencias y el equilibrio del terror: la Guerra Fría

Conferencia de Yalta (febrero de 1945): Stalin, Roosevelt y Churchill, en vísperas de la derrota de Alemania, diseñaron las líneas maestras que regirían el mundo posterior a la guerra incluyendo la división de Europa en zonas de influencia.

Sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, se definió un nuevo orden mundial en que las viejas potencias europeas, muy dañadas, incluso las victoriosas, tuvieron que renunciar al mantenimiento de sus vastos imperios en los que se impuso la descolonización, lo que aumentó el número de actores políticos mundiales desde una cincuentena hasta aproximadamente doscientos, en menos de medio siglo.

Sin embargo, este proceso no significó que los nuevos países adquirieran una independencia real, pudiéndose hablar de un neocolonialismo; y una alineación general en dos bloques liderados cada uno por una superpotencia. Tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética habían superado la guerra en condiciones de disputarse la supremacía mundial; carrera en la que los Estados Unidos habían tomado claramente la delantera.[28]

Su enfrentamiento no sólo se debía a cuestiones de equilibrio internacional, sino a sus opuestas estructuras económicas, sociales y políticas, y a su divergente ideología y propaganda: Estados Unidos identificado con el liberalismo político y económico, que se autodefinía como líder del mundo libre y campeón de la democracia; mientras que la Unión Soviética era presentada como la alternativa totalitaria comunista (estalinismo, Pacto de Varsovia, Kominform, KGB), agresiva y expansionista, que imponía regímenes de partido único sometidos al centralismo democrático y un rígido sistema económico negador de la libertad económica. La Unión soviética, por su parte, se exhibía como el socialismo realmente existente caracterizado por la colectivización y la planificación estatal, propiciadora de la extensión revolucionaria de las democracias populares que superarían a través de la colaboración y el internacionalismo proletario la sumisión a las viejas potencias o a la nueva encarnación del imperialismo: los Estados Unidos, presentado como una entidad militarista, racista y opresora (macartismo, discriminación racial), y proyectada al exterior por oscuras instituciones (la OTAN, la CIA, la trilateral).

El mundo dividido por la guerra fría en torno a 1959. En rojo la Unión Soviética y sus aliados, en azul los Estados Unidos y los suyos. En verde los territorios coloniales, en vísperas de la descolonización.

Empezó así la Guerra Fría, en la cual las dos potencias renunciaron a exterminarse mutuamente en una guerra masiva total, y en vez de ello empezaron a socavarse mutuamente en sus respectivas áreas de influencia, interviniendo en conflictos de escala menor, regional o continental. Un Telón de Acero (metáfora debida a Winston Churchill) dividió Europa, y por extensión el mundo, separándolo en dos esferas de influencia más o menos reconocibles, amén de varias zonas de influencia disputada, y que pronto se transformaron en puntos de fricción internacional. A esta lógica responden conflictos como la independencia de Israel (1948), el bloqueo de Berlín (1949), la Revolución China (1949), la Guerra de Corea (1950-1953), la intervención de la Unión Soviética en Hungría (1956), la invasión anglofranca contra el Canal de Suez (1956), la Revolución Cubana (1959), el desembarco en Bahía Cochinos (1961), la Crisis de los Misiles (1962), la Guerra de los Seis Días (1967), el aplastamiento de la Primavera de Praga (1968), la Guerra de Vietnam (1958-1975), el golpe de estado contra Salvador Allende (1973), la Guerra de Yom Kippur y la subsiguiente crisis energética (1973), la intervención soviética en Afganistán (1979-1986), etcétera. La renuncia al conflicto total derivaba de que la combinación de dos inventos de la Segunda Guerra Mundial, la bomba atómica y el misil balístico, hacían imposible que alguien pudiera sobrevivir a un ataque nuclear de represalia, no sólo por la aniquilación en sentido literal que ambos bandos deberían afrontar bajo el fuego nuclear, sino también porque el levantamiento de polvo del suelo por las explosiones generaría un invierno nuclear que oscurecería la Tierra por semanas o quizás meses, interrumpiendo la fotosíntesis y provocando una gran mortandad entre las especies (incluida la humana). A este panorama se le dio un acrónimo de humor negro: MAD ("loco", en inglés), sigla de Mutually Asegurated Destruction ("Destrucción Mutua Asegurada"). Este nuevo orden internacional recibió también el nombre de "equilibrio del terror".

Las nuevas organizaciones internacionales

Sala del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el foro decisivo en las relaciones internacionales desde su fundación, donde las cinco potencias mantienen su derecho de veto: Estados Unidos, Unión Soviética (luego Federación Rusa), China (inicialmente la China Nacionalista de Chang Kai Chek, luego la República Popular China de Mao Tse Tung), Reino Unido y Francia.

En medio de este panorama, se hizo evidente que los grandes problemas de la Humanidad sólo podrían resolverse actuando en conjunto. Ante el fracaso de la Sociedad de Naciones para evitar la Segunda Guerra Mundial, se reemplazó a este organismo por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la cual fue fundada en San Francisco en 1945; en 1948 dio un paso simbólico al proclamarse la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El Derecho Internacional, antaño fuertemente soberano, evolucionó también para recoger estas nuevas tendencias, que incluyen nociones como la justicia universal y el respeto irrestricto a los derechos humanos por sobre las respectivas jurisdicciones nacionales.

Además de mantener una destacada actuación política como foro mundial de las naciones, la ONU desarrolló una serie de organismos paralelos que tendieron a mejorar las condiciones de vida en todo el mundo. A la ya fundada Organización Internacional del Trabajo (OIT), absorbida ahora por la ONU, se sumaron la Unesco, la FAO, la Organización Mundial de la Salud (OMS), etcétera.

El "milagro" europeo

Europa, dividida por el Telón de Acero en zonas de influencia mutuamente reconocidas de las dos superpotencias, cumplió el papel de escaparate donde competían sus dos sistemas, antagónicos en todos los aspectos (ideológico, político, social y económico). La reconstrucción de posguerra fue muy diferente en cada caso. Los Estados Unidos lanzaron el Plan Marshall, un paquete económico de ayuda que los países de la órbita soviética rechazaron, con el argumento de que supondría caer en la dependencia. Como alternativa, fundaron el COMECON (Consejo de Ayuda Mutua Económica), que reguló los intercambios bajo criterios de economía planificada y el liderazgo soviético. La rapidez del desarrollo de Alemania Occidental e Italia justificó el uso de las expresiones milagro alemán y milagro italiano, sólo comparables al milagro japonés. De hecho, las potencias derrotadas experimentaron menos dificultades que Francia o Reino Unido, vencedoras, pero sometidas a traumáticos y prolongados procesos de independencia en sus colonias de ultramar.

La Unión Europea había tenido ya en 1949 el exitoso precedente del Benelux (unión comercial de Bélgica, Holanda y Luxemburgo), modelo que se aplicó a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), el Euratom y la Comunidad Económica Europea del tratado de Roma de 1957 (esos tres pequeños países más tres grandes: Francia, Alemania e Italia), ampliada sucesivamente a nueve (Reino Unido, Irlanda y Dinamarca, 1973), doce (Grecia, 1980, España y Portugal, 1982) y quince países (Suecia, Austria y Finlandia, 1995). El espacio económico europeo se planteó como librecambista e integrador hacia el interior, como la mejor manera de garantizar la convergencia de niveles de vida y la comunidad de intereses que impidiera nuevas guerras (especialmente entre Francia y Alemania, protagonistas de repetidos enfrentamientos desde 1870), mientras que hacia el exterior era fuertemente proteccionista, especialmente en una agricultura generadora de excedentes que garantizaba la estabilidad de la población rural.

La primitiva comunidad económica gestó un germen de unidad política, con la elección de un Parlamento Europeo desde 1979, de competencias ampliadas paulatinamente desde el Acta Única Europea de 1986 y el Tratado de Maastrich de 1992. La incorporación de los países de transición al capitalismo se hizo en dos fases: primero los más desarrollados y estables (en 2004: Polonia, República Checa, República Eslovaca -anteriormente unidas en Checoslovaquia-, Hungría, la ex-yugoslava Eslovenia y las antiguas repúblicas soviéticas de [[Estonia], Letonia y Lituania, -junto a las islas mediterráneas de Chipre y Malta-), y después Rumanía y Bulgaria (2007). La integración de Noruega, negociada en varias ocasiones, se ha pospuesto en cada una de ellas por oposición interna en ese país, que dispone de recursos naturales cuya explotación autónoma podría verse comprometida. La de Islandia, por razones similares (las llamadas Guerras del Bacalao de los años 50 y 70) no se había planteado seriamente hasta la gravísima crisis que afectó a ese país en 2008.

El principal reto económico del siglo XXI ha sido intensificar la integración, que incluyó la adopción del euro como moneda común; a la que no todos los países se han sumado. Destacadamente, entre los más reticentes se encuntra el Reino Unido, desde donde se ha popularizado y extendido la expresión euroescéptico. El fracaso en la aprobación de la Constitución Europea ha obligado a reformular en varias ocasiones los proyectos más ambiciosos de aumentar la dimensión política de la Unión.

Descolonización

El movimiento nacionalista, que había surgido en la Europa del siglo XIX y se había pretendido imponer como principio de nacionalidad, una de las principales inspiraciones de las relaciones internacionales a partir de los catorce puntos de Wilson (a pesar de lo imposible de su aplicación, como demostró el Tratado de Versalles de 1919 y la difícil existencia de las nuevas naciones de Europa Oriental) se contagió al resto del mundo: a lo largo de los vastos imperios coloniales, más de un centenar de comunidades étnicas tradicionales o meros agregados coyunturales resultado del trazado artificial de fronteras coloniales fueron identificadas como naciones por concienciadas élites autóctonas que empezaron a buscar activamente la independencia.

En 1947, el Imperio Británico abandonó la India en medio de un sangriento conflicto interno, que originó la creación de tres estados: uno de mayoría hindú (India), otro de mayoría budista (Sri Lanka) y otro de mayoría musulmana (Pakistán), del que posteriormente se independizó el enclave oriental (Bangla Desh, 1971). En 1948, el sionismo vio llegado el momento de imponer la fundación del Estado de Israel en parte del Mandato Británico de Palestina, iniciando un conflicto de larga duración con la población árabe local (pueblo palestino) y los estados árabes vecinos. Indonesia se independizó de los Países Bajos. La Indochina francesa inició una guerra de independencia que originó el dividido estado de Vietnam, que continuó en guerra civil y con intervención extranjera, en la que los estadounidenses sustituyeron a los franceses (Guerra de Vietnam). Las únicas colonias europeas supervivientes en Asia fueron los pequeños enclaves de Hong Kong y Macao (entregados a China a finales del siglo XX).

En Africa, los imperios coloniales se fueron abandonando, a veces con independencias pactadas y otras en medio de sangrientas guerras, como la guerra de Argelia contra Francia, la independencia de Kenya (Jomo Kenyatta y los Mau Mau) contra Inglaterra, o las guerras de independencia de Angola y Mozambique contra Portugal. La descolonización del Sahara español originó un nuevo conflicto entre el nuevo ocupante (desde 1975 el reino de Marruecos) y el Frente Polisario. El último territorio abandonado por una potencia europea fue la Somalía Francesa (Yibuti, 1977), aunque la última variación fronteriza fue la independencia de Eritrea frente a Somalia.

Todos estos movimientos generaron enormes problemas políticos. En general se aceptó el principio del uti possidetis para delinear a los nuevos Estados, pero sucedió que muchas veces, las fronteras de los dominios coloniales habían sido trazadas para conveniencia de los imperios europeos, separando o juntando etnias y naciones de manera completamente arbitraria. De esta manera, los nuevos estados cayeron pronto en la inestabilidad política o en férreas dictaduras, originando de paso catástrofes sociales tales como el genocidio de etnias minoritarias, o los desplazamientos masivos de refugiados más allá de las fronteras de su país natal. Los dominios coloniales, que habían sido gobernados simplemente para expoliar sus productos, con una atención mínima a las necesidades de las poblaciones nativas, eran más pobres que las naciones europeas, y en medio de las conmociones políticas y guerras civiles, la pobreza empeoró, y con ello las hambrunas y enfermedades. Empezó así a hablarse así de un Tercer Mundo, uno que no entraba ni le interesaba ingresar a la órbita capitalista o comunista, y que luchaba por su propia supervivencia.

Tercermundismo

A nadie se le escapó que estas nuevas naciones, si bien débiles por sí mismas, en conjunto representaban a la mayor parte de la población de la Tierra, y tampoco que el principio "un voto para cada nación" las llevaría pronto a controlar la Asamblea General de las Naciones Unidas. Hubo así variados intentos por articular a los países del Tercer Mundo, al margen de la voluntad de las superpotencias, quienes veían estos movimientos como una amenaza. El primer paso fue dado por la Conferencia de Bandung, celebrada en 1955, y que fue seguida de varios otros intentos por articular a estas naciones. En América Latina, quizás la iniciativa más importante en tal sentido sea el Pacto Andino, generado en 1967.

Asimismo, la miseria política y social de las nuevas naciones, en particular de las africanas, fue mitigada en parte por la intervención de los organismos internacionales dependientes de la ONU, y en parte por la acción de un nuevo tipo de órgano social, las ONG. La influencia de ambas en evitar una catástrofe humanitaria es algo que probablemente esté todavía por ser medido con certeza.

Medio Oriente y el petróleo

La más grande zona de conflicto en el mundo durante la Guerra Fría fue el Medio Oriente. Esta región, relegada desde el siglo XVI a ocupar un rol secundario en la política internacional, se transformó bruscamente en la más gravitante del planeta, cuando sus inmensas reservas petroleras le otorgaron un monopolio casi absoluto sobre el mercado energético mundial. Sin embargo, después de la desintegración del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial, esta región quedó atomizada en varios territorios (Siria, Líbano, Jordania, Iraq, etcétera). Para colmo, bajo la influencia del nacionalismo del siglo XIX, había surgido el sionismo, que pretendía obtener un Estado Nacional judío en Palestina. Esta ambición se concretó en 1948, con la creación de Israel. En respuesta, Israel y el mundo árabe se han visto enfrascados en cuatro guerras abiertas (la guerra de 1949, la invasión anglofrancesa contra el Canal de Suez en 1956, la Guerra de los Seis Días y la Guerra de Yom Kipur), y en un estado permanente de tensión con la población palestina del territorio, incluyendo la aparición de grupos terroristas.

Contracultura y contestación juvenil. La revolución de 1968

En el festival de Woodstock, más allá del fenómeno musical, se visualizó un nuevo tipo de comportamiento social atractivo para muchos jóvenes, que rompía las convencionalismos tradicionales: liberación sexual, convivencia interracial, utilización de drogas, desprecio de la ética del trabajo.

Simultáneamente a la escalada de la tensión política mundial, los años cincuenta se caracterizaron en la vida cotidiana de Occidente por la bonanza material y una cierta actualización de los valores tradicionales, identificados con la familia nuclear (lo equívoco de ese término, identificable con la amenaza atómica, fue objeto de alguna reflexión) protagonista del fenómeno del baby boom. El final de las penurias de la Segunda Guerra Mundial y la posguerra incluyó la incorporación masiva de los electrodomésticos y la televisión.

Las imágenes idealizadas que transmitían los seriales televisivos (Amo a Lucy) y las comedias de Hollywood no supusieron en realidad que la confianza en el futuro fuera generalizada. Esa década tuvo su lado pesimista en la popularización del existencialismo y del movimiento beatnik, críticas más estética que socialmente de izquierdas al capitalismo, el imperialismo y el american way of life. Los miedos presentes en ese tiempo (la Era del Miedo, según Jean Paul Sartre) se expresaban en el cine de serie B (con productos que iban desde Godzilla -1954- hasta La noche de los muertos vivientes -1968-). Una selecta minoría, cada vez más amplia, de jóvenes en busca de autoconocimiento (en muchas ocasiones claramente autodestructivo) se lanzó al camino de los viajes que les proporcionaban la vida en la carretera (moteros, mochileros, autostop), el amor libre y las drogas, imitando a Jack Kerouac (On the Road, 1957) o inspirados por las últimas obras de [Aldous Huxley]] (Las puertas de la percepción, 1954). La brecha generacional que se abrió entre ellos y sus padres provocó de hecho una mayor represión y puritanismo frente a los años cuarenta, como puso de manifiesto la cruzada emprendida contra el cómic desde la publicación de La seducción del inocente de Fredric Wertham (1954). La rebeldía juvenil pretendía rechazar el mundo conservador y tradicionalista de los adultos, y se identificaba en productos que, paradójicamente, le ofrecía la propia industria del cine, como James Dean (Rebelde sin causa, 1955). Los jóvenes de los cincuenta y los sesenta percibían como un desafío generacional la lectura de libros como El guardián entre el centeno y acudir a proyecciones de películas de arte y ensayo (Nouvelle vague francesa); o provocativo el escribir literatura experimental o realizar happenings y otras manifestaciones de arte contemporáneo; transgresiones que estaban al alcance de todos, independientemente de su sofisticación intelectual, sólo con leer los comics de la Marvel o escuchar formas cada vez más sofisticadas de rock and roll (de Bill Haley a Elvis Presley, The Beatles, The Rolling Stones, The Doors o The Who).

La acumulación de presión social desde las nuevas generaciones estalló en verdaderas revueltas en la década de los sesenta, marcada por la contracultura del movimiento hippie, basado en ideales tales como el regreso a la naturaleza, la simplificación vital, el pacifismo y el rechazo al materialismo y el consumismo en nombre de un espiritualismo de base oriental (Maharishi Mahesh Yogi) o indígena americana (Carlos Castaneda) más o menos genuino; que no obstante terminaron siendo asimilados como pseudovalores integrables por el mismo sistema que pretendían subvertir. La llamada revolución de las flores o flower power dejó su impronta en movimientos tales como las rebeliones estudiantiles de 1968, el megaconcierto de Woodstock (1969), la psicodelia y muy diversas sectas, comunas y otros experimentos de mayor o menor proyección.

El activismo político, el otro lado de la moneda de la desmovilización hippie o psicodélica, también caracterizó a gran parte de la juventud de la época. La movilización más aparatosa y extendida por los países occidentales fue contra la guerra de Vietnam. En Estados Unidos fue muy significativo el movimiento por los derechos civiles de los negros (Martin Luther King, Malcolm X, ambos asesinados). Entre los movimientos relacionables con el espíritu de la contestación juvenil de la época estaban el ecologismo, el feminismo, el movimiento LGTB, la renovación educativa (Libro rojo del cole, 1969), la antipsiquiatría y muchos otros, incluyendo el terrorismo y otras formas de violencia (Charles Manson, Patricia Hearst).

Aggiornamento de la Iglesia Católica

Ni siquiera la Iglesia Católica permaneció ajena a la fiebre juvenil. La necesidad del aggiornamento (puesta al día) que demandaban las denominadas comunidades cristianas de base quedaba evidenciada por la crisis de vocaciones que vaciaba los seminarios, mientras una minoría creciente de sacerdotes se acercaba a distintos movimientos de contestación de la autoridad, como los curas casados o los curas obreros. El breve pontificado de Juan XXIII abrió la oportunidad de que la parte más aperturista de la jerarquía eclesiástica, entre la que se contaba la Compañía de Jesús, impusiera sus tesis en el Concilio Vaticano II. Cuestiones doctrinales de difícil plasmación práctica, como el ecumenismo, se acompañaron de otras mucho más visuales y cercanas a la sensibilidad juvenil, como la misa en lengua vernácula o el estímulo a la utilización de música moderna en el culto. Las relaciones entre ciencia y fe, que habían alejado al catolicismo de la modernidad desde tiempos de Galileo, recibieron un impulso notable, que de hecho sobrepasó la posición más recelosa de la mayor parte de las confesiones protestantes en un punto clave como el evolucionismo.

La sucesión de Pablo VI continuó con los mismos parámetros, pero limitó las expectativas de los grupos más radicales al condenar el uso de los métodos anticonceptivos y no suavizar la moral sexual ante el desafío que suponía la generalización social de las relaciones prematrimoniales y el divorcio. Mientras una minoría de los clérigos más tradicionalistas llegaba a amenazar con el cisma (Marcel Lefebvre), los teólogos progresistas como Hans Küng, Hélder Câmara o Leonardo Boff profundizaron la implicación del pensamiento cristiano en la realidad social desde un compromiso muy distinto al que representaba la Democracia Cristiana, situada en el centro-derecha político. En América Latina la denominada opción preferencial por los pobres de la Teología de la Liberación acercó a muchos clérigos a los movimientos de izquierda, llegando a verse el caso de curas guerrilleros.

El fin de la Guerra Fría (1973-1989)

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La entrevista entre Mao Tsé Tung y Richard Nixon (29 de febrero de 1972) marcó el comienzo de un acercamiento estratégico entre los Estados Unidos y China, uno de los elementos decisivos para entender la evolución mundial hasta la actualidad.

Después de la Crisis de los Misiles de 1962, que había puesto a la humanidad al borde de la Tercera Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética buscaron formas más conciliadoras de manejar la política mundial, incluyendo el famoso teléfono rojo. El resultado fue la llamada distensión. Henry Kissinger, secretario de estado del Presidente Richard Nixon inició diversas maniobras de intervención sin utilización directa del ejército estadounidense para contrarrestar la influencia soviética con una reorientación de su política internacional en un sentido pragmático; destacadamente el patrocinio de las dictaduras militares en América Latina y el acercamiento a la China comunista de Mao Tsé Tung (diplomacia del ping-pong). Se puso fin a la Guerra de Vietnam (la guerra odiada por su propia juventud) en lo que supuso la aceptación de una verdadera derrota militar (firma de los Acuerdos de alto el fuego de París de 1973). La distensión hacia la Unión Soviética, cuya vertiente bilateral consistió en lentas negociaciones de desarme nuclear, de colaboración en el espacio y de incentivación de los intercambios comerciales (la alimentación soviética pasó a depender en buena medida de los excedentes cerealistas estadounidenses); incluyó una iniciativa multirateral: la conferencia de Helsinki (1973-1975), que por un lado confirmaba las fronteras y esferas de influencia surgidas de Yalta, pero que con el tiempo demostró ser un eficaz disolvente interno del bloque soviético, pues otro de sus pilares era el respeto a los derechos humanos, lo que significó la visibilización internacional de los disidentes (el más conocido, Aleksandr Solzhenitsyn, premio nobel de literatura en 1970, había sido deportado en 1974 y publicó entre 1973 y 1978 las tres partes de su obra de denuncia Archipiélago Gulag).


La crisis de 1973 significó el comienzo de un ciclo de dificultades económicas para los países occidentales (la denominada stagflación: inflación simultánea a un estancamiento de la producción, con altas cifras de desempleo), que se agravaron en los primeros años ochenta. La revolución industrial había entrado en una tercera fase o revolución científico-técnica. Las estructuras industriales más obsoletas sufrían un proceso de deslocalización hacia lo que por entonces se llamaba países en vías de desarrollo y a finales de siglo se llamarán nuevos países industriales, mientras que los antiguos países industrializados avanzan en un proceso de terciarización.

Frente al alejamiento de la religión que caracterizó hasta entonces a la Edad Contemporánea, y que habían alcanzado su punto álgido con la contracultura y los movimientos surgidos de la revolución de 1968, comenzaban a observarse síntomas contrarios. André Malraux había pronosticado el siglo XXI será religioso o no será. Lo cierto es que, al menos políticamente se produjo una reacción conservadora o un auge de movimientos conservadores en todo el mundo:

En el Reino Unido, entre 1979 y 1990, Margaret Thatcher (líder tory, la primera mujer en el cargo de primer ministro, conocida como la dama de hierro) emprendió una política claramente liberal en lo económico y contraria a lo que consideraba excesos del estado de bienestar y a la fuerte influencia de los sindicatos (que respondieron con movilizaciones huelguísticas que fracasaron), construyéndose una nueva realidad social bautizada como sociedad de mercado.

Estados Unidos tras el Watergate

En Estados Unidos, tras el escándalo Watergate que retiró a Richard Nixon de la presidencia (1974), el mandato del demócrata Jimmy Carter (1977-1981) se caracterizó por sufrir los efectos más penosos de la crisis iniciada en 1973, por un retroceso de la influencia en América Latina (revolución sandinista en Nicaragua) y otras zonas del Tercer Mundo (Camboya, Etiopía, Angola, Mozambique) y por significativas humillaciones internacionales (crisis de los rehenes en Irán). Frente a lo que consideraban pérdida de valores tradicionales, excesos de permisividad y anomia social, se organizó un poderoso grupo de presión visibilizado por los telepredicadores religiosos y la denominada mayoría moral, que consiguió dos presidencias republicanas consecutivas (cuatro mandatos: los de Ronald Reagan, 1981-1989, y George Bush padre, 1989-1996). Con una política abiertamente agresiva hacia la Unión Soviética, a la que denominó "imperio del mal", Reagan proponía un final victorioso a la guerra fría mediante un enfriamiento de las relaciones bilaterales y el inicio de investigaciones para un posible futuro establecimiento en el espacio exterior de un sistema de intercepción de misiles balísticos, la llamada Iniciativa de Defensa Estratégica (bautizada por la prensa como "Star Wars" en alusión a la contemporánea serie de películas de George Lucas) y un más concreto despliegue de misiles nucleares de alcance intermedio en Europa (euromisiles, respuesta a una iniciativa soviética similar -SS-20-), en una reactivación de la carrera nuclear que los soviéticos no estuvieron en condiciones de seguir. En América Latina, tras el ciclo de golpes de estado militares de los años setenta (Chile y Uruguay, 1973; Argentina 1976), desde la época de Carter se pretendía oficialmente el sostenimiento de los regímenes nominalmente democráticos, lo que en la época de Reagan se concretó en la intensificación del sostenimiento de los gobiernos aliados frente a las guerrillas izquierdistas y el apoyo velado a los movimientos hostiles a los gobiernos no propicios (como la contra nicaragüense), llegando a la intervención directa (invasión de Granada -1983-, invasión de Panamá -1989-).

Reacción conservadora católica

En la Iglesia católica se produjo un fortalecimiento de la tendencia conservadora a partir de Juan Pablo II, que revisó los planteamientos más progresistas del Concilio Vaticano II y los pontificados anteriores (Juan XXIII, Pablo VI, y el efímero de Juan Pablo I), reprimió la teología de la liberación, muy activa en Latinoamérica (fue muy evidente su malestar por la entrada del sacerdote Ernesto Cardenal en el gobierno sandinista de Nicaragua) y se apoyó en movimientos conservadores como el Opus Dei (a cuyo fundador, Josemaría Escrivá de Balaguer beatificó y canonizó con gran rapidez) frente a la anterior preferencia por la Compañía de Jesús (entre cuyas filas estaban Ignacio Ellacuría y los demás asesinados en El Salvador en 1989).

Revolución islámica

A partir de la revolución iraní (derrocamiento del proamericano sah Reza Pahlevi, por un movimiento integrista liderado por el ayatola Jomeini, 1979) se produjo en todo el mundo islámico (tanto entre los chiítas como entre los mayoritarios sunnitas), y entre las numerosas colonias de inmigrantes islámicos en Europa, el llamado despertar islámico o revolución islámica, cerrando el ciclo que desde la descolonización identificaba la causa árabe con el nacionalismo de izquierdas o tercermundista. Los gobiernos y clases dominantes de los países musulmanes hubieron de optar por frenar el movimiento (como en Argelia, que anuló las elecciones que iban a ganar los islamistas, desencadenando una violentísima reacción armada, 1991) coexistir en un precario equilibrio (los países denominados moderados, los más firmes aliados de Estados Unidos, como las monarquías del Golfo -encabezadas por Arabia Saudí-, Egipto, Marruecos o Turquía) o unirse a él (Sudán, 1983). El apoyo estadounidense a los talibán afganos para la expulsión de los soviéticos de Afganistán (1979-1989) terminó convirtiendo a éste país en el más claro refugio del denominado terrorismo islámico, y originando los conflictos del inicio del siglo XXI. Otra de las maniobras occidentales para intentar contener el extremismo islámico, la utilización del régimen iraquí de Saddam Hussein contra Irán (Guerra Irán-Iraq, 1980-1988) también tuvo resultados totalmente contraproducentes para esa estrategia: intensificó el integrismo iraní y propició la deriva antioccidental del dictador iraquí, lo que originó también nuevas guerras en el periodo siguiente. La clave del enfrentamiento islamista contra occidente continuó siendo la persistencia del conflicto árabe-israelí, y la identificación de Estados Unidos como el principal apoyo de los judíos.

Glasnost y Perestroika

En 1985 asumió Mijaíl Gorbachov como Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética. Con él se produjo una cierta renovación generacional de las altas cúpulas jerárquicas soviéticas, lo que llevó a un enfoque distinto y menos beligerante de la Guerra Fría. Emprendió entonces Gorbachov una serie de reformas administrativas, tendientes a otorgar progresivas libertades en el interior del régimen soviético. Estas políticas sociales y económicas fueron enmarcadas dentro de lo que se llamó la perestroika (del ruso, traducible por "reestructuración"), y el nuevo espíritu político fue llamado la glásnost (del ruso, traducible por "apertura" o "transparencia").

En materia de política internacional, Gorbachov manifestó su voluntad de llegar a nuevos acuerdos, cuyo mayor exponente fue el tratado de desarme de 1987, que significó el final de la carrera armamentista entre las superpotencias. Sin embargo, los nuevos vientos soplaban también en los países de la órbita comunista, en los cuales empezaron a gestarse procesos de rebelión contra la hegemonía soviética.

Paso libre a través del Muro de Berlin, frente a la Puerta de Brandemburgo (1 de diciembre de 1989). La presión popular consiguió precipitar el final del régimen prosoviético de Alemania Oriental, abandonado a su suerte por Gorbachov.

En 1989, todas estas tendencias llegaron a su culminación. En Alemania, la evidente pérdida de apoyo soviético a los dirigentes comunistas locales, enfrentó a estos a una movilización popular que, a diferencia de ocasiones anteriores, no fue reprimida, y cuya fuerza mediática, simbolizada en los martillazos de la multitud festiva derribando el Muro de Berlín llegó a los receptores de televisión de todo el mundo. Los hechos más violentes tuvieron lugar en Rumania, donde la represión fue más dura por la resistencia a abandonar el poder por parte de Nicolae Ceausescu (el dirigente más autónomo del bloque del este, que hasta entonces gozaba de una especial consideración de mediador ante los occidentales) que fue fusilado sumariamente en lo que igualmente fueron otras imágenes mundialmente difundidas.

La propia Unión Soviética se encaminaba hacia su disolución, quedando cada vez más claro que los nuevos espacios de visualización de la disidencia soviética no funcionaban como un apoyo de la reforma del sistema, sino como una fuerza disolvente, sobre todo los de las repúblicas soviéticas no rusas; mientras que los partidarios de una vuelta a las prácticas estalinistas. En agosto de 1991, durante un golpe de estado promovido contra Gorbachov, un reformista radical, Borís Yeltsin, consiguió hacerse con el poder y promovió un hondo proceso de reformas liberales, incluyendo la disolución del Partido Comunista de la Unión Soviética. Las repúblicas bálticas ya habían conseguido la independencia de hecho; las demás se apresuraron a declararse independientes, pasando varias de ellas a constituirse en precarias superpotencias nucleares. El régimen comunista terminó así de desplomarse en medio de un caos económico en que la gran mayoría de la población caía en la pobreza y las propiedades y empresas socializadas o construidas desde la Revolución se privatizaban (cada ciudadano recibió una especie de bono que podía vender en el mercado libre), mientras los antiguos dirigentes de la nomenklatura y el KGB formaban grupos económicos formales o informales (algunos incluso delictivos, la denominada mafia rusa) que se afianzaron con el control económico y político de la nueva Rusia, cuyo nombre institucional pasó a ser Federación de Rusia. Muchos otros rasgos del pasado zarista que el comunismo se había jactado de eliminar, como el nacionalismo y la religión ortodoxa, volvieron a desarrollarse.

Consecuencias del derrumbe de la Unión Soviética

La caída del bloque comunista o del Este provocó un reorganización del sistema internacional. El más espectacular de los cambios ocurrió en Europa, donde se produjo el estallido del statu quo mantenido desde Yalta, y que a muchos observadores, incluyendo a la buena parte de los estadistas (destacadamente, François Mitterrand), parecía inamovible o al menos de no conveniente vulneración. Dentro de su propio ámbito, la rigidez del sistema político comunista y la interiorización de la represión había disimulado la persistencia de problemas étnicos y religiosos, que a partir entonces se expresaron en toda su dimensión.

Guerras yugoslavas

Paradójicamente, fueron los estados menos vinculados a la Unión Soviética los que más violentamente sufrieron la caída del muro. El sistema comunista más aislado del mundo, Albania, se desintegró en medio de la anarquía, mientras que Yugoslavia, ignorando las poco decididas peticiones de mantenimiento de la unidad por parte de la comunidad internacional, se fragmentó en las repúblicas que componían su confederación (el derecho a la secesión estaba reconocido en su constitución). Las más decididamente separatistas fueron Eslovenia y Croacia, católicas y declaradamente pro-occidentales (explícitamente buscando el decisivo apoyo alemán), mientras que Serbia (ortodoxa y pro-rusa) pretendía la continuidad de una República Federal de Yugoslavia (desde 1992) bajo el liderazgo del comunista Milosevich, con una postura cada vez más nacionalista serbia. Los conflictos más graves surgieron en Bosnia-Herzegovina (de composición étnica muy mezclada entre serbio-bosnios, bosnio-croatas y bosnio-musulmanes) y la provincia serbia de Kosovo (mayoritariamente poblada por albaneses). La intervención internacional, liderada por los Estados Unidos, sancionó la derrota serbia en ambos conflictos.

Las antiguas repúblicas soviéticas

La separación de las repúblicas bálticas fue radical, y llevó a su integración en Occidente (OTAN y Unión Europea), mietras que la de las repúblicas del Asia central no lo fue tanto, permaneciendo fuertes vínculos con la reorganizada Federación Rusa. Lo mismo ocurrió en Bielorrusia, donde se estableció un régimen autoritario. Ucrania, sobre todo tras la revolución naranja, se ha mantenido en un difícil equilibrio, no sin conflictos de naturaleza económica, como las denominadas guerras del gas. En la zona del Cáucaso se produjo la independencia de las repúblicas del sur (Georgia, Azerbaiján y Armenia), mientras que el norte permaneció dentro de la Federación Rusa. En ese entorno se han producido los enfrentamientos más violentos, como el de Chechenia, duramente reprimido por los nacionalistas rusos. Ciertos vínculos institucionales entre las antiguas repúblicas soviéticas se han mantenido en una Comunidad de Estados Independientes (CEI), de entidad poco más que simbólica.

El despertar de China

Se atribuye a Napoleón la frase dejad que China duerma, cuando China despierte... el mundo temblará. Si el despertar de China se ha venido produciendo desde la Revolución, su impacto en el mundo no se produjo decisivamente hasta finales del siglo XX, y bajo criterios muy distintos a los del maoísmo. La República Popular venía transformándose desde el proceso a la denominada banda de los cuatro que siguió a la muerte de Mao Tsé-Tung (1976). Se produjo una apertura en el régimen comunista chino, que bajo el liderazgo de Deng Xiaoping y su política de un país, dos sistemas, intentó la empresa de generar una economía de mercado sin sacrificar el régimen político comunista de partido único, cuyo carácter totalitario quedó evidenciado con la represión de las protestas de la Plaza de Tian'anmen de 1989. La recuperación de Hong Kong y Macao y el continuado crecimiento económico ha convertido a China en una potencia militar y económica de cada vez mayor importancia. Los productos chinos cada vez tienen mayor presencia en el comercio internacional, así como sus inversiones, orientadas sobre todo a la búsqueda de materias primas y recursos energéticos por todo el mundo, aunque su papel en el sistema financiero y monetario internacional es mucho menor.

El "poder blando" de Estados Unidos

La victoria en la Guerra Fría dejó a Estados Unidos como única superpotencia, no sólo en lo militar, sino en el denominado poder blando que se concreta en la difusión de sus productos culturales y tecnológicos (destacadamente los ligados a la informática e internet) y la universalización de la particular ideología, identificada con el american way of life que considera indivisibles la libertad política y económica (capitalismo democrático). La presidencia pasó de los republicanos (Reagan, 1981-89 y Bush padre, 1991-93) a los demócratas durante los mandatos de Bill Clinton (1993-2001), para volver a los republicanos con Bush hijo (2001-2009).

Democratización de América Latina

La desaparición de la Unión Soviética rompía toda posible vinculación entre los movimientos izquierdistas locales de América Latina y cualquier superpotencia hostil a los Estados Unidos; lo que había sido la principal causa para su apoyo a las dictaduras militares de los años setenta y ochenta. Las últimas intervenciones norteamericanas, con utilización abierta de fuerza armada, fueron la invasión de Granada, 1983 y la la de Panamá de 1989. Cuba estaba sometida a un riguroso aislamiento internacional, acentuado por un embargo comercial que no consiguió debilitar en el interior al régimen de Fidel Castro. En el cono sur (Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay), se produjo la reconstrucción de los regímenes democráticos en los años noventa, no sin dificultades, fundamentalmente por sucesivas crisis económicas que tensionaron las denominadas transiciones a la democracia (por ejemplo, el corralito argentino).

¿"Fin de la Historia" o "Choque de civilizaciones"? (1989-2009)

Las tecnologías de la globalización

Cibercafé en Seúl.

En forma paralela a la drástica reducción en el número de superpotencias mundiales, el avance de la occidentalización se vio apoyado por toda una serie de nuevos inventos que aceleraron las comunicaciones a lo largo de todo el planeta. Ya el telégrafo en 1847 había contribuido a conectar lugares lejanos casi en tiempo real, y luego el teléfono, la telegrafía sin hilos y numerosos otros aparatos permitieron la comunicación a grandes distancias. A comienzos del siglo XX se masificaron tanto la radio como el cine, que sirvieron como vehículos de la cultura occidental hacia tierras a veces muy distantes; a estos dos inventos se sumó, desplazándolos en buena medida aunque sin llegar a reemplazarlos, la televisión. Surgió también la moderna publicidad de masas.

Todos estos inventos permitieron que las ideas viajaran a distancias cada vez mayores. En la década de 1960 empezó a hablarse seriamente de la aldea global, para describir este fenómeno. Sin embargo la computación, la tecnología decisiva para la globalización aún estaba en pañales. El primer computador fue ENIAC, desarrollado en el ambiente universitario en 1943, pero los computadores no empezaron a mostrar su verdadero potencial sino hasta la aparición del microtransistor. A partir de entonces, era sólo cuestión de tiempo antes de que se desarrollaran conceptos tales como Internet, correo electrónico, intercambio de archivos en línea, la blogósfera, etcétera.

Aunque es demasiado prematuro señalar hacia dónde llevan estos cambios, lo cierto es que la combinación de revolución informática y otra nueva línea de avances, la ingeniería genética, han llevado a un cambio de la mismísima concepción del ser humano, desplazando al menos en parte las ideas humanistas sostenidas desde el Renacimiento, y en particular desde la Revolución Francesa. Este cambio ha encontrado concreción artística en un nuevo movimiento cultural, el cyberpunk, que siguiendo las pautas de integración multimedia de la globalización, concentra cine, música, televisión, literatura y moda a su alrededor.

La cultura de la globalización

La globalización ha producido también un gran intercambio cultural a nivel planetario. Aunque sin duda es la cultura occidental en su versión estadounidense la que ha tenido mayor difusión, a través del control de los medios de comunicación, no es menos cierto que esta misma cultura ha ido a buscar inspiración muchas veces en las culturas no occidentales. Así, el rock and roll hunde sus raíces en el jazz y aún más atrás, en los ritmos de la música del África negra, mientras que la animación se ha visto fuertemente influida por la cultura del manga y del anime, procedente de Japón, por mencionar dos ejemplos.

Los nuevos medios de comunicación introdujeron una aceleración en el ritmo de cambio de las modas, las tendencias y los referentes culturales. Esto es bien visible en el caso de la música rock, entendida en su sentido más amplio, que ha experimentado una serie de cambios y mutaciones que la han hecho prácticamente irreconocible. Por su parte, conviven en los cines y en la televisión los más diversos géneros cinematográficos.

La aceleración llegó al máximo con Internet, que posibilitó por primera vez el intercambio masivo de información en tiempo real. La consecuencia es el surgimiento de una simultaneidad, lo que produjo, a su vez, la fragmentación de las distintas culturas en tribus urbanas de distinto tipo. La coexistencia de estas distintas manifestaciones culturales no siempre es tolerante y pacífica; la propagación por vía de globalización ha llevado a que se propaguen también las ideas contrarias a la globalización.

Antiglobalización

El empuje del movimiento globalizador ha llevado al problema de tomar postura frente al mismo. Quienes son favorables a la globalización argumentan que ésta facilita el libre intercambio de ideas, la expresión individual y el respeto por los derechos de las personas, además de que debido al progreso tecnológico este fenómeno es virtualmente imparable. Sus detractores, en cambio, suelen opinar que la globalización es unilateral, ya que promueve una cultura particular (la estadounidense) como aquella que debiera imponerse a todo el planeta, que la globalización arrasa con las minorías culturales, lingüísticas y religiosas en el resto del mundo, y que los defensores de la globalización la fomentan para defender sus propios intereses económicos. No existe una unidad de intereses ni de expresión en estos movimientos, que incluyen desde la defensa del proteccionismo agrario (José Bové) hasta los más clásicas protestas sociales antes expresadas en el movimiento obrero, el ecologismo y el pacifismo. La respuesta a la globalización se ha organizado en torno a redes sociales dinámicas con el denominado movimiento antiglobalización o altermundialismo, iniciado de forma más o menos espontánea en las manifestaciones de Seattle (1999) como respuesta a la reunión del FMI y en la Contracumbre del G8 en Génova (2001) e institucionalizado en torno al Foro Social Mundial de Porto Alegre (organizado de forma alternativa a los mismos y a los elitistas encuentros del denominado Hombre de Davos). Han generado el lema otro mundo es posible.

El 11-S y el mundo actual

Perspectiva desde la Estatua de la Libertad hacia las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, en el momento del atentado.

Los atentados que llevó a cabo Al Qaeda (una enigmática red de terrorismo islamista organizada por el millonario saudí Osama Bin Laden) contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, y la reacción estadounidense posterior, liderada por el presidente George W. Bush (guerra de Afganistán de 2001 y guerra de Iraq), evidenciaron la existencia de un nuevo tipo de conflicto global que Samuel Huntington había previamente denominado con el término choque de civilizaciones (en polémica con Francis Fukuyama que había proclamado, en los tiempos de la caída de la Unión Soviética, que la historia tendía ineludiblemente hacia sistemas liberales, y que cuando éstos se conseguían, estábamos ante el Fin de la Historia). Los atentados dejaron en claro la capacidad que el propio sistema occidental (tecnología occidental, sistema económico occidental) permitía a los grupos que la utilizan en su contra; la reacción estadounidense, más allá de su éxito o fracaso relativo, demostró la gigantesca capacidad de respuesta de Estados Unidos y la solidez de su alianza con un gran número de países (OTAN, Japón, gobiernos de los países islámicos denominados moderados -monarquías del Golfo Pérsico, Marruecos, Jordania, Pakistán-), al tiempo que Rusia y China evitan comprometerse y algunos países del denominado eje del mal efectuaban acercamientos a Occidente (Libia, Siria, Corea del Norte). No obstante, las divisiones existentes en la vasta coalición pro-occidental se expresaron en la diferente actitud de cada uno de los países aliados de Estados Unidos: divergencia entre la opinión pública y los gobiernos, sobre todo en los países musulmanes; resistencia de Francia y Alemania (denominados vieja Europa frente a la nueva Europa de los aliados más firmes de Estados Unidos -los antiguos países comunistas del Este de Europa, la España de José María Aznar y la Italia de Berlusconi-) a implicarse en la guerra de Iraq, o la salida de las tropas españolas (tras el atentado del 11 de marzo de 2004 y la inmediata victoria electoral de José Luis Rodríguez Zapatero). Tampoco dentro de los mismos Estados Unidos la posiciones eran unánimes, sobre todo tras no encontrarse las armas de destrucción masiva que se había afirmado que poseía Saddam Husein (hecho que se había aducido como casus belli para el ataque preventivo) y otros escándalos (torturas en la prisión de Abu Ghraib y detención sin plazo ni juicio de los denominados combatientes ilegales en el centro de detención de Guantánamo, que se ha comprometido a cerrar Barack Obama -primer presidente negro de los Estados Unidos, 2009-).

El predominio de los Estados Unidos, única superpotencia de la escena internacional tras la desaparición de la Unión Soviética, se ve contestado, al menos nominalmente, por las declaraciones en favor de un mundo multipolar en vez de unipolar. En eso suelen coincidir, aunque en muy distintos términos, desde la postura común de la política exterior de la Unión Europea hasta la más agresiva del Irán de Mahmud Ahmadineyad (expresión del islamismo radical) o la Venezuela de Hugo Chávez (y otros líderes hispanoamericanos que en algunos casos reciben la denominación de indigenistas -Evo Morales en Bolivia-).

La crisis económica de 2008, que surgió como consecuencia del estallido de una burbuja financiera-inmmobiliaria, ha puesto en cuestión las bases del sistema financiero internacional y desatado el temor a una profunda recesión que cuestione la continuidad del sistema capitalista y el propio sistema democrático, identificados ambos en lo que se ha llegado a denominar capitalismo democrático.

El paso del tiempo demostrará si la historiografía del siglo XXI o posterior considerará que la evolución histórica entre la caída de la Unión Soviética y el atentado contra las Torres Gemelas es sólo un nuevo desarrollo de las mismas características propias de toda la Edad Contemporánea, o si se trata de una nueva época completamente distinta que justifica una nueva periodización de la historia y una renovación metodológica a la hora de tratarla por la historiografía (Historia del mundo actual, Historia del tiempo presente o Historia inmediata).

Material adicional

Cronología

Ficción

Referencias

Enlaces externos

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Bibliografía

  • HOBSBAWM, Eric J. (1987). La Era del capitalismo (The Age of Capital 1848-1875). Barcelona: Labor. ISBN 84-335-2983-8. 
  • HOBSBAWM, Eric J. (1989). La Era del Imperio (The Age of Empire 1875-1914). Barcelona: Labor. ISBN 84-335-9298-X. 
  • HOBSBAWM, Eric J. (1995). Historia del Siglo XX (The Age of Extremes. The short twentieth century 1914-1991). Barcelona: Crítica. ISBN 84-7423-712-2. 

Notas

  1. Concepto de E. P. Thompson.
  2. Oposición de términos explicitada por los historiadores Antonio Domínguez Ortiz (plan de la obra), Miguel Artola (tomo V) y Martínez Cuadrado (tomo VI), en Historia de España Alfaguara. Madrid: Alianza. 1981. ISBN 84-206-2049-1
  3. Karl Polanyi (1944) La gran transformación'; edición española: Madrid, La Piqueta, 1989. ISBN 84-7731-047-5.
  4. Una visión irónica de la "crítica de la Modernidad", aplicada al ámbito filosófico, puede encontrarse en Matthew Stewart, "La verdad sobre todo, una irreverente historia de la filosofía con ilustraciones", Editorial Punto de Lectura, Madrid, febrero de 2002, ISBN 84-663-0581-5, Páginas 609-611.
  5. Eric Hobsbawm, op. cit.
  6. Concepto de Fernand Braudel e Immanuel Wallerstein.
  7. E. P. Thompson llegó a preguntarse si la revolución industrial inglesa, el sistema político reformista y la moral victoriana habían causado más o menos muertes que la revolución francesa y su guillotina. La formación de la clase obrera.
  8. Sus tratados se titularon El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916) e Imperialism, a study (1902), respectivamente.
  9. El agente chileno Vicente Pérez Rosales instaló un importante contingente en el sur de Chile.
  10. Joaquín García-Huidobro, José Ignacio Martínez, Manuel Antonio Núñez, "Lecciones de Derechos Humanos", EDEVAL, Valparaíso, 1997, ISBN 956.200-071-0, Página 14.
  11. Embajada de la República de Polonia en México
  12. Jean-Jacques Rousseau, Antonio Hermosa Andujar (1988) Proyecto de constitución para Córcega. Consideraciones sobre el gobierno de Polonia. Tecnos, ISBN 84-309-1664-4.
  13. Artículo sobre el cuadro en la Wikipedia en inglés
  14. Declaración de la Asamblea del 11 de julio de 1792. en:La patrie en danger; en:Levée en masse.
  15. Antonio Fernández: Historia Contemporánea, op. cit., con algunas diferencias entre la edición de 1981 y la de 1993.
  16. Hobsbawm, op. cit.
  17. La compleja relación entre universalismo, irracionalismo, neoclasicismo y romanticismo es analizada por Peter Pütz (2000) Historia del pensamiento en la Edad Moderna, desde el Renacimiento hasta el Romanticismo, introducción a Neoclasicismo y romanticismo. Arquitectura, Escultura, Pintura, Dibujo. 1750-1848, Rolf Toman (ed.), Könemann, ISBN 3-8290-1572-0, pgs. 6-13.
  18. E. P. Thompson The making of the english working class, traducido en un principio al español con un título desvirtuado, buscando la ortodoxia desde el vocabulario marxista: La formación histórica de la clase obrera. También es muy esclarecedor su artículo La economía moral de la multitud
  19. Hobson Imperialism, a study
  20. Kipling celebró el heroísmo de una labor civilizadora en la que creía sinceramente, sin excluir los aspectos más oscuros, como el racismo inherente a una ideología que consideraba la sagrada misión del hombre blanco como un deber y una carga. (Rudyard Kipling, una forma de felicidad Ignacio F. Garmendia). La oda de Kipling The White Man's Burden (La carga del hombre blanco, 1899), se interpreta no obstante como una forma de alertar a los británicos contra el orgullo imperialista e instar a los Estados Unidos a asumir la tarea de ayudar a los países subdesarrollados (Breve biografía por Eduardo Alonso, misma web).
  21. Escribe Strachey: "Ni su actividad política, ni su reclusión, eran aprobadas por el público. A medida que los años pasaban sin aliviar en nada el duelo real, la censura pública se volvía más general y más severa. El retraimiento de la reina proyectaba no sólo una sombra sobre los placeres de la alta sociedad, sino que privaba de sus fiestas al pueblo; tenía, en fin, una influencia nefasta sobre la costura, la moda y la lencería" ("Reina Victoria", Página 214). Para las consecuencias de la viudez de Victoria, véase Lytton Strachey, "Reina Victoria", Ediciones Ercilla, Santiago de Chile, 1937, Páginas 207 a 224 (capítulo séptimo: "Viudez").
  22. Paul de Kruif Los cazadores de microbios. Isabel Ledesma [http://www.conacyt.mx/Comunicacion/Revista/EdicionesAnteriores/img/Revista%20CyD%201999/CyD144ene-feb1999.pdf La teoría de la ciencia de T. S. Kuhn... El origen de la vida, un ejemplo del modelo kuhniano de desarrollo histórico del conocimiento], en Ciencia y Desarrollo, enero-febrero de 1999, pg.54
  23. Karl Polanyi La gran transformación
  24. PROCLAMA DE LA ASAMBLEA OBRERA DE TARRASA, julio de 1909.
  25. Arno Mayer The Persistence of the Old Regime: Europe to the Great War, 1981
  26. "(...) sucedió que al cúmulo de guerras de la séptima década del siglo XIX siguió, como a la guerra general de 1792-1815, media centuria de paz también general sólo interrumpida por algunas guerras locales de carácter semicolonial: la guerra rusoturca de 1877-8, la hispanonorteamericana de 1898; la sudafricana de 1899-1902; la rusojaponesa de 1904-5. Estas últimas guerras de fines del XIX y comienzos del XX no permitieron discernir mayormente la tendencia general de la guerra en el mundo occidental de la época, porque cada una de ellas se libró entre sólo dos beligerantes y ninguna en regiones próximas al centro del mundo occidental. De ahí que la terrible transformación del carácter de la guerra llevada a cabo por la introducción de la nueva fuerza propulsora del industrialismo y la democracia, tomase por sorpresa a nuestra generación en 1914". Arnold J. Toynbee, Estudio de la historia, Emecé Editores, Buenos Aires, segunda edición, agosto de 1961, Tomo IV, Primera Parte, Página 167.
  27. Hemos hablado del fondo experimental y cientifista del arte del presente, (...), al indicar que el ismo se diferencia del estilo en que se produce conscientemente, como resultado de una voluntad expresamente orientada a una finalidad, y no como surgimiento de un poder cultural actuante a través del hombre. Juan-Eduardo Cirlot, "Cubismo y figuración", Editorial Seix Barral S.A., Barcelona, 1957, sin ISBN, Página 17. Véase el capítulo completo "Sentido místico de los ismos. La llamada del grupo social", Páginas 17 a 21.
  28. Después de 1945, su estrategia global dio un giro interesante y fundamental. En lugar de ser la última Gran Potencia en entrar en liza (y, por consiguiente, con sus fuerzas intactas), adoptó el papel opuesto. A partir de entonces posicionaría sus ejércitos en primera línea, a lo largo de las fronteras de la inseguridad, unas fronteras que se habían expandido enormemente después de la guerra: Berlín, el Mediterráneo, Corea, el Sureste asiático. A medida que se retiraban las legiones francesas y británicas, avanzaban las tropas estadounidenses.
    Paul Kennedy: Elogio de la cautela presidencial, en El País, 01/07/2009.

Véase también

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