Constitución argentina de 1853
La Constitución Argentina de 1853 fue la primera constitución de la que se dotó a la actual República Argentina; aprobada con el apoyo general de los gobiernos provinciales —con la importante excepción de Buenos Aires, que se separó de hecho de la Confederación Argentina hasta 1859, cuando negociaría su reincorporación a cambio de varias modificaciones en el texto constitucional— fue sancionada por una Convención Constituyente reunida en Santa Fe, y promulgada en mayo de 1853 por Justo José de Urquiza, a la sazón Director Provisio de la Confederación.
Sometida a varias reformas de diferente envergadura, la Constitución de 1853 es, en lo substancial, la base del ordenamiento jurídico vigente en la Argentina. Está estrechamente inspirada en la jurisprudencia y la doctrina política del federalismo estadounidense; a similitud de éste, estableció un sistema republicano de división de poderes, un importante grado de autonomía para las provincias y un poder federal con un Ejecutivo fuerte, pero limitado por un Congreso bicameral, con el objetivo de equilibrar la representación poblacional con la equidad entre provincias.
El modelo, elaborado por los convencionales a partir de los ensayos precedentes de orden constitucional y de la obra pionera de Juan Bautista Alberdi, ha sido objeto de reiteradas críticas: se ha objetado al mecanismo elegido para la dinámica federal y se afirmado que careció de verdadera efectividad, al intentar imponer un modelo íntegramente basado en experiencias extranjeras a una Argentina cuya peculiaridad histórica la hacía muy distinta de las colonias británicas en Norteamérica. Sin embargo, la importancia histórica del proyecto constitucional ha sido incuestionable, y virtualmente todas las disputas acerca de la práctica y la teoría políticas en la Argentina moderna han incluido una toma de partido acerca de las que subyacieron a la Constitución de 1853.
Para la generación del '80, los fijadores de las primeras convenciones liberales sobre la historiografía del país, la Constitución representó un acto verdaderamente fundacional, rompiendo con el largo gobierno de Juan Manuel de Rosas; de ella rescataban sobre todo el haber establecido un régimen político liberal a la europea, aunque en el momento de su firma algunos de los más importantes representantes del liberalismo autóctono se opusieran a ella tenazmente. Para los radicales, de tendencia socialdemócrata, la Constitución representó un ideal político incumplido que oponer a los gobernantes del '80, perpetuados en el poder mediante el fraude electoral. A su vez, para los movimientos nacionalistas del siglo XX, que criticaron las convenciones liberales y rescataron la figura de Rosas, la Constitución había representado la abrogación de la identidad nacional en aras de un liberalismo ruinoso. En sus diversos frentes, la cuestión sigue abierta, y ha inspirado varias de las más importantes obras acerca del pensamiento argentino.
Antecedentes
Proyectos constitucionales precedentes
El régimen legal al que se atendrían las Provincias Unidas del Río de la Plata surgidas en la Revolución de Mayo, a partir del antiguo Virreinato del Río de la Plata, había sido, naturalmente, una de las preocupaciones centrales desde la renuncia del último Virrey; aunque en el primer momento la preocupación, más acuciante, de hacer efectiva la soberanía por la vía de las armas —en el prolongado enfrentamiento con los ejércitos fieles a la Corona de España— soslayó momentáneamente las decisiones definitivas sobre la organización que ésta habría de cobrar, los intentos fueron consustanciales a los hitos de la organización patriótica.
La misma conformación de la Primera Junta de Gobierno y su ampliación en la llamada Junta Grande, que incluía los delegados provinciales, dio testimonio de la división entre los intereses de la ciudad de Buenos Aires y los de las provincias mediterráneas. En buena medida, la división se remontaba a la época colonial, en que el papel portuario de Buenos Aires la hacía titular de intereses comerciales muy distintos a los del interior artesanal y agricultor. Aunque sólo un pequeño caserío, Buenos Aires se beneficiaba del tráfico de mercaderías traídas por los buques británicos, a los que pagaba con la exportación de los frutos del país, principalmente cuero crudo y minerales; el conflicto entre los comerciantes que importaban bienes del Reino Unido, y los fabricantes del interior que no podían competir con la potencia industrial de éste, dio lugar ya a diversos conflictos durante el Virreinato. Apenas declarada la independencia de la nación, se plasmaría en el carácter unitario de los primeros ordenamientos jurídicos.
El primer proyecto de estabilizar las sucesivas intentonas que definieron los órganos ejecutivos del poder nacional en los primeros años de organización fue la convocatoria, en 1812, de una Asamblea General Constituyente, con el objeto de dictar una ley fundamental para la organización nacional. La Asamblea, conocida como Asamblea del Año XIII, se reunió efectivamente entre el 31 de enero de 1813 y 1815; dictó un reglamento para la administración, un Estatuto del Poder Ejecutivo, y promulgó varias normas que dirigirían la actividad legislativa en los años subsiguientes, pero se vio impedida de tratar la elaboración de una Constitución. Se presentaron ante ella cuatro proyectos: uno elaborado por la Sociedad Patriótica, otro por una comisión asesora designada por el Segundo Triunvirato, y dos anónimos; todos ellos de corte republicano, introduciendo la división de poderes de acuerdo al formato impuesto por los teóricos de la Revolución Francesa, eran sin embargo fuertemente centralistas, delegando la mayoría del poder público en un poder ejecutivo central con sede en Buenos Aires.
Esto, sumado a la ausencia de algunos diputados provinciales, impidió que se llegara a un acuerdo al respecto. La indefinición de la Asamblea, que llevaba ya dos años de deliberaciones, fue uno de los argumentos que esgrimió en 1815 Carlos María de Alvear para proponer la creación temporal de un régimen unipersonal, el llamado Directorio. La Asamblea lo promulgó, pero la vacuidad de este nombramiento, no respaldado por el control efectivo de las fuerzas civiles y militares, llevó a la continuación de las asonadas, trasladándose la tarea de elaborar un proyecto al Congreso de Tucumán de 1816.
La acción del Congreso en este sentido fue limitada, aunque fructífera en otros aspectos; suya fue la declaración de la independencia argentina, el 9 de julio del '16, pero las deliberaciones acerca de la forma de gobierno resultaron más arduas. En su seno se oponían los pensadores de corte liberal, comprometidos con una forma republicana de gobierno, con partidarios de un régimen monárquico-constitucional. Célebre entre estos últimos fue la propuesta de José de San Martín, que promovió el establecimiento de un descendiente de los incas en el trono nacional. Los monárquicos afirmaban que era imposible erigir una república a falta de instituciones históricamente desarrolladas, y que ésta resultaría lábil e inestable, mientras que sus oponentes esgrimían precisamente la falta de prejuicios heredados como una de las razones principales para ensayar un gobierno democrático.
El Congreso tuvo que trasladarse a Buenos Aires a comienzos de 1817, ante la amenaza que representaba el avance de los ejércitos realistas en el norte del país; el 3 de diciembre de ese año sancionó un reglamento provisorio. Sin embargo, los delegados provinciales consideraron que el traslado estaba orientado sobre todo a asegurar el predominio porteño en la redacción final del texto constitucional, presionando sobre los congresistas.
En 1819 vieron cumplidos sus temores ante la presentación de la protoconstitución de 1819, caracterizada por un fortísimo centralismo. No estipulaba el texto en cuestión ni siquiera el régimen electoral por el que se designaría al Director del Estado, pero le garantizaba amplísimas competencias, entre ellas la de designar a los gobernadores de provincia y de proveer a todos los empleos de la administración nacional.
El Congreso ordenó también a San Martín y Manuel Belgrano regresar a la capital, al frente de sus respectivos ejércitos, para defender la autoridad del directorio; ambos generales, sin embargo, se negaron a acatar el mandato. San Martín detuvo a sus tropas en Rancagua, en el actual territorio chileno, y dictó la llamada Acta de Rancagua, en la que desconocía la autoridad del Directorio para darle semejantes órdenes; Belgrano, por su parte, pactó con las fuerzas federales de José Gervasio Artigas, mientras el Ejército del Norte se sublevaba, poniéndose a las órdenes del gobernador cordobés. La tensión se resolvió finalmente en la batalla de Cepeda (1820), donde las tropas unidas de las provincias derrotaron a las del director José Rondeau. El resultado de la batalla fue el tratado del Pilar, por el que se estipulaba una forma federativa de organización, en la que Buenos Aires sería una más entre las 13 provincias.
Derrotado por las armas, el ideal unitario siguió sin embargo vigoroso en Buenos Aires. Bernardino Rivadavia, ministro del gobernador Martín Rodríguez, rediseñó en términos más republicanos el proyecto de constitución del '19. Aprobado el proyecto por la Comisión de Negocios Constitucionales, creada ad hoc, el 1 de septiembre de 1826, la constitución de 1826 fue aprobado por la legislatura porteña, pero frontalmente rechazado por las restantes provincias. Los años siguientes presenciaron el ocaso temporal del unitarismo y el alza de los caudillos provinciales, regímenes bonapartistas. Establecidos éstos, vieron también en el proyecto de una Constitución la posibilidad de sofrenar definitivamente la hegemonía porteña por medios administrativos; el gobernador santiagueño Juan Felipe Ibarra, el cordobés Mariano Fragueiro y el riojano Facundo Quiroga instaban, a comienzos de la década del '30, a formar una asamblea representativa presidida por Quiroga. Éste sufragó incluso los estudios de un joven Juan Bautista Alberdi, de cuya pluma procederían finalmente las bases del proyecto de Constitución para el '53. La principal oposición venía de Buenos Aires, pero no de los letrados y comerciantes unitarios porteños, sino del caudillo bonaerense Juan Manuel de Rosas, que aseveraba que la idea era prematura. La muerte de Quiroga en Barranca Yaco dio final a esta iniciativa, que sin embargo había logrado plasmarse en 1831 en el Pacto Federal, suscrito inicialmente por Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe en 1831, al que se suscribirían paulatinamente las restantes provincias.
El Pacto Federal estipulaba la formación de una Comisión Representativa, con sede en Santa Fe, al que cada una de las provincias adheridas enviaría un representante con atribuciones para celebrar tratados de paz, hacer declaración de guerra, ordenar el levantamiento del Ejército, nombrar el general que debería mandarlo, determinar el contingente de tropa con que cada una de las provincias debería contribuir, invitar a las demás provincias a reunirse en federación y a que, por medio de un Congreso Federativo, se arreglara la administración del país, bajo el sistema federal, su comercio interior y exterior, y la soberanía, libertad e independencia de cada una de las provincias.
Buena parte del texto del Pacto Federal jamás se cumplió; aunque es uno de los pactos preexistentes que mencionará la Constitución del '53, no tuvo gran efecto durante los años de la hegemonía de Rosas, que insistía en la inadecuación de una Constitución prematura. Esta actitud se hizo evidente en 1847, cuando Alberdi, desde el exilio, invitó a los miembros de la intelectualidad exiliada a colaborar con Rosas para gestionar la deseada Constitución. Rosas no respondió siquiera a la propuesta, pero otros caudillos federales, en especial Justo José de Urquiza, le darían pábulo.
El clima político del '53
La Constitución de 1853 se elaboró inmediatamente a la zaga de la derrota porteña en la batalla de Caseros, que dejó a Urquiza al frente de los asuntos nacionales. El 6 de abril de 1852 Urquiza se reunió con Vicente López y Planes, gobernador de Buenos Aires, Juan Pujol, gobernador de Corrientes y representantes santafesinos, decidiendo en esa reunión llamar, en los términos del Pacto Federal de 1831, a un Congreso Constituyente para agosto del año siguiente. Se envío inmediatamente una circular a las provincias, manifestando los resultados de la reunión.
Sin embargo, Urquiza estaba al tanto de la fuerte oposición que la élite porteña mostraba a su liderazgo, y a cualquier intento de limitar la hegemonía de Buenos Aires sobre el resto del país. Para enfrentarla, encomendó a Pujol y a Santiago Derqui la tarea de elaborar un proyecto constitucional que resultara aceptable a los porteños; el 5 de mayo se reunió con varios destacados dirigentes en Buenos Aires —entre ellos Dalmacio Vélez Sársfield, Valentín Alsina, Tomás Guido y Vicente Fidel López—, ofreciéndoles rescatar el proyecto de Constitución Argentina de 1826 de Rivadavia, a cambio de que respaldaran su autoridad al frente del gobierno nacional. La jugada resultó demasiado transparente, y el proyecto encontró un frontal rechazo.
El 29 de mayo tuvo lugar la reunión definitiva con los representantes provinciales, en San Nicolás de los Arroyos. Las deliberaciones duraron dos días, y finalmente concluyeron en la firma del acuerdo de San Nicolás, que otorgaba a Urquiza el directorio provisorio de la Confederación y convocaba para agosto a la realización de la Convención Constituyente, a la que cada una de las provincias enviaría dos representantes. Además de las provincias directamente representadas —Entre Ríos, por Urquiza; Buenos Aires, por López y Planes; Corrientes, por Benjamín Virasoro; Santa Fe, por Domingo Crespo; Mendoza, por Pascual Segura; San Juan, por Nazario Benavides; San Luis, por Pablo Lucero; Santiago del Estero, por Manuel Taboada; Tucumán, por Celedonio Gutiérrez; y La Rioja, por Vicente Bustos— se atuvieron al acuerdo Catamarca, que designó a Urquiza como su representante, y Córdoba, Salta y Jujuy, que lo ratificarían posteriormente.
La oposición porteña no se haría esperar; enfrentándose a López y Planes, a quien consideraban urquicista, Alsina, Bartolomé Mitre, Vélez Sársfield e Ireneo Portela denunciaron el acuerdo, alegando que no se habían dado a López atribuciones para firmarlo, que el mismo vulneraba los derechos de la provincia, y que por su intermedio se otorgaban poderes despóticos a Urquiza. Los debates al respecto —conocidos como las jornadas de junio— fueron vehementes, y concluyeron con la renuncia de López y Planes el 23 de junio de 1852. La Legislatura eligió para reemplazarlo a Manuel Pinto, pero Urquiza hizo uso de las facultades de que lo dotaba el acuerdo para intervenir la provincia, disolver su legislatura y reponer a López al frente. Cuando éste volviera a renunciar, Urquiza asumió personalmente el gobierno, nombrando un consejo de estado de 15 miembros como cuerpo deliberante.
El control personal de los asuntos por Urquiza duró hasta septiembre, cuando éste partió a Santa Fe para las sesiones de la Convención Constituyente, junto con los diputados electos Salvador María del Carril y Eduardo Lahitte, dejando al general José Miguel Galán como gobernador provisorio. Tres días más tarde, el 11 de septiembre, Mitre, Alsina y Lorenzo Torres se alzaron contra las tropas de Galán y restauraron la Legislatura. El 22 del mismo mes revocarían su adhesión al acuerdo, rechazarían la autoridad de Urquiza y enviarían al general José María Paz para intentar extender la revuelta al interior; no lo lograron, pero el amplio apoyo con que contaban hizo desistir a Urquiza de su intención de reprimir la revuelta, e intentó negociar con los sublevados, enviando a Federico Báez para tratar con ellos.
Los porteños retiraron sus diputados de la Asamblea, e instaron a las provincias a hacer lo propio. Frente a la negativa de los gobiernos provinciales, Alsina y Mitre prepararon fuerzas para atacar Entre Ríos, Santa Fe y Córdoba, con el objeto de debilitar la posición de Urquiza y cuestionar su legitimidad. El 21 de noviembre un ejército a las órdenes de Juan Madariaga intentó tomar por asalto la ciudad de Concepción del Uruguay, pero fue rechazado por la guarnición encabezada por Ricardo López Jordán, que notificó a Urquiza de la situación; el fracaso de Madariaga desbarató el intento de Paz de avanzar sobre Santa Fe, y la intención de Mitre de ganar para su causa al correntino Pujol para atacar Entre Ríos se vio frustrada por la adhesión de éste a Urquiza. Sin los representantes porteños, pero con el acuerdo de las provincias, la Convención comenzó a sesionar en noviembre de 1852.
Los constituyentes
El tratado de San Nicolás fijaba el principio de representación igualitaria para cada una de las provincias de la Confederación, enviando cada una dos diputados. Éste fue uno de los puntos de ruptura con Buenos Aires, la más populosa de las provincias, que pretendía la aplicación de la proporcionalidad por habitantes; de aplicarse este criterio, Buenos Aires hubiera contado con 18 constituyentes, y se hubiera necesitado la casi unanimidad en su contra para oponerle exitosamente las pretensiones del interior. Los pactantes de San Nicolás, sin embargo, habían preferido dar igual peso a los criterios del marginado interior.
Las diferencias provinciales dieron lugar a constituyentes de extracción muy variada; varios de ellos no pertenecían a la profesión legal, habiendo militares, religiosos y literatos. Algunos se habían exiliado durante el gobierno de Rosas, mientras que otros habían mantenido actividad política durante este período. Las diferencias se expresarían en los principales diferendos acerca del diseño constitucional, que radicarían sobre todo en la cuestión religiosa y en la actitud a tomar frente al problema porteño.
Tras el retiro de los diputados porteños, Salvador María del Carril y Eduardo Lahitte, siguiendo órdenes de los insurrectos porteños, la composición de la Convención quedó conformada por:
- el abogado cordobés Juan del Campillo (por su provincia);
- el sacerdote catamarqueño Pedro Alejandrino Centeno (por su provincia);
- el jujeño José de la Quintana (por su provincia);
- el sanjuanino Salvador María del Carril (por su provincia);
- el mendocino Agustín Delgado (por su provincia);
- el abogado cordobés Santiago Derqui (por su provincia);
- el correntino Pedro Díaz Colodrero (por su provincia);
- el brigadier general correntino Pedro Ferré (por Catamarca);
- el sanjuanino Ruperto Godoy (por su provincia);
- el abogado santiagueño José Benjamín Gorostiaga (por su provincia);
- el porteño Juan María Gutiérrez (por Entre Ríos);
- el abogado salteño Delfín B. Huergo (por San Luis);
- el sacerdote santiagueño Benjamín J. Lavaysse (por su provincia);
- el santafesino Manuel Leiva (por su provincia);
- el abogado puntano Juan Llerena (por su provincia);
- el abogado cordobés Regís Martínez (por La Rioja);
- el abogado jujeño Manuel Padilla (por su provincia);
- el fraile dominico tucumano José Manuel Pérez (por su provincia);
- el abogado santafesino Juan Francisco Seguí (por su provincia);
- el abogado y médico correntino Luciano Torrent (por su provincia);
- el abogado mendocino Martín Zapata (por su provincia);
- el abogado tucumano Salustiano Zavalía (por su provincia);
- el doctor en derecho salteño Facundo Zuviría (por su provincia).
Varios de los constituyentes no eran nativos de las provincias que representaban, y otros de ellos habían dejado de residir en ellas hacía tiempo; los porteños opositores a la celebración de la Convención los motejaron de alquilones. La historiografía revisionista ha enfatizado ese punto para sugerir que los congresistas fueron escasamente representativos de los pueblos provinciales; aunque ciertamente la extracción de los mismos no era precisamente popular, componiéndose sobre todo de intelectuales y juristas, la acusación omite mencionar que los más habían tomado el camino del exilio por diferendos políticos con el régimen rosista o sus representantes.
El presidente de la Convención fue el abogado Zuviría, doctor por la Universidad de Córdoba, que había participado en la redacción de la primera Constitución de su provincia el 9 de agosto de 1821. A la inauguración de las sesiones, el día 20 de noviembre —realizada por el gobernador de Santa Fe, Domingo Crespo, ya que Urquiza se hallaba en el frente— Zuviría destacó las dificultades a las que se enfrentaba la Convención, en especial el enfrentamiento armado con Buenos Aires y la falta de antecedentes constitucionales, que hacía necesario un trabajo previo de elaboración de material. De la opinión contraria era el santafesino Manuel Leiva, que argumentó la urgencia de un ordenamiento. La deliberación fue enconada, pero la alternativa de Leiva contó con el apoyo de la mayoría.
Elaboración del texto constitucional
La comisión encargada de la redacción del proyecto no tardó en reunirse; la componían Leiva, el porteño Juan María Gutiérrez (diputado por Entre Ríos), el abogado santiagueño José Benjamín Gorostiaga, y los correntinos Pedro Díaz Colodrero y Pedro Ferré (éste último diputado por Catamarca).
Aunque las provincias contaban ya con constituciones a las que podría haberse recurrido como modelo, éstas se juzgaron inconvenientes para tratar los problemas propios de la organización nacional; las constituciones provinciales eran en su mayoría unitarias, y los constituyentes abogaban unánimemente por la conveniencia de adoptar una forma federal de organización. Los modelos a los que se acudió a ese efecto eran las pocas constituciones a la sazón vigentes: la de Estados Unidos de 1787, la gaditana de 1812, la suiza de 1832, las chilenas de 1826 y de 1833, y las constituciones republicanas de Francia de 1783 y 1848, pero sobre todo la obra de Juan Bautista Alberdi —exiliado en Chile—, que había remitido a Juan María Gutiérrez un proyecto de constitución en julio, a pedido de sus amigos. Con todo, la base para la organización del texto fue la constitución unitaria de 1826 de Rivadavia, a la que se adaptó a la forma federal sin alterar buena parte de su articulado.
Gutiérrez y Gorostiaga, dentro de la Comisión de Negocios Constitucionales, fueron quienes estuvieron efectivamente al frente de la redacción del anteproyecto. Gutiérrez había ya tenido mano en él a través de su correspondencia con Alberdi, a quien había sugerido que incorporase a la segunda edición de sus Bases un proyecto desarrollado, para facilitar la tarea de los constituyentes; el grueso de la labor quedó en manos de Gorostiaga, a quien ocupó desde el 25 de diciembre hasta mediados de febrero la tarea. Gorostiaga recurrió a la Constitución de los Estados Unidos —en una lamentable traducción, obra del militar venezolano Manuel García de Sena, la única de la que se disponía en América por ese entonces—, a Alberdi y a la constitución del '26, sobre todo. De esta última recogió las secciones sobre las garantías individuales, sobre la composición del poder legislativo y parte de las competencias del poder ejecutivo.
Una vez acabado el texto, sin embargo, topó con la resistencia de los tres decanos de la Comisión, Leiva, Díaz Colodrero y Ferré. Las discusiones al respecto se centraron en dos puntos, particularmente arduos en el contexto nacional del momento: la condición de la ciudad de Buenos Aires, y el estatus de la Iglesia Católica en el estado. La composición de la comisión, poco representativa del conjunto de los congresistas, tuvo que modificarse en la sesión del 23 de febrero para que el proyecto pudiera darse a trámite. Sin embargo, hubo una demora interina de otros dos meses, debida a la situación política; el 9 de marzo Ferré y Zuviría, que habían sido enviados a parlamentar con los insurrectos porteños, habían pactado con estos la reincorporación de los diputados de Buenos Aires a la Convención, con una representación ajustada a su población. Las tratativas, sin embargo, no llegaron a buen puerto; tras una larga espera, el 15 de abril Urquiza dio orden de reiniciar las sesiones, y tratar el tema expresamente de modo de tener el texto listo en mayo.
La proximidad del texto constitucional al modelo norteamericano no fue del agrado de todos los congresistas; Zuviría leyó, en la inauguración de las sesiones el 20 de abril, un largo memorial contra la aplicación indiscriminada de principios foráneos a un país cuya forma de organización, afirmaba, no estaba habituada a ella. Proponía, en cambio, llevar a cabo un estudio sobre las instituciones locales y emplearlo como base. Junto con fray Pérez, el presbítero Centeno y Díaz Colodrero, fueron los únicos en votar en bloque en contra del anteproyecto. El resto de los congresistas, tanto por razones ideológicas como por la urgencia política que les suponía el dictado del texto, se plegó por el contrario a la iniciativa de la Comisión. El texto se trataría en los diez días siguientes.
El boicot emprendido por los porteños había encendido la ya tradicional enemistad entre capital e interior, azuzada durante los años del rosismo por la mano de hierro con que se había gobernado el país en favor del campo porteño. Uno de los puntos más controvertidos era el ingreso aduanero, que —siendo Buenos Aires el principal puerto de aguas profundas del país, y el único con tráfico activo de mercaderías con Europa— se recaudaba en su casi totalidad en esa ciudad. La renuencia a ceder los cuantiosos importes así recaudados a las finanzas nacionales había sido uno de los principales puntos de controversia entre Urquiza y la oligarquía porteña; del mismo modo, enfrentaba de manera profunda los intereses económicos de los comerciantes de la ciudad, comprometidos con el libre ingreso de mercancías, y las artesanías del interior, que requerían protección para estimular su desarrollo.
El grueso de los convencionales —en especial Gorostiaga y Gutiérrez— abogó por extremar las medidas tendientes a acabar con la hegemonía porteña, federalizando el territorio de la ciudad de Buenos Aires y separándola así de los intereses de la provincia. Mientras el grupo de los moderados, encabezado por Zuviría y Roque Gondra, estimaba que la declaración constitucional de la capitalidad no resultaba conveniente, pues alienaría a los porteños e impediría la negociación de su reincorporación pacífica a la Confederación, la facción mayoritaria sostenía que la oportunidad de exponer las razones de los porteños había sido abrogada al retirar sus diputados, y que la voluntad constituyente no debería arredrarse por la necesidad de tomar las armas contra la propia capital de ser ello necesario para el futuro bien del país.
Las negociaciones fueron arduas, y concluyeron en una solución de compromiso, por la cual la capitalidad de Buenos Aires se hacía explícita en el artículo 3º, pero sujetándola a una ley especial, que se aprobó conjuntamente con la Constitución, de tal manera de permitir su modificación de manera más flexible. Sin embargo, la afirmación de la soberanía de la Convención sobre el territorio bonaerense y porteño se hacía explícita, tanto en el artículo 3º como en el 32º, 34º y 42º, que disponían la elección de senadores y diputados por la capital, el 64º que estipulaba para el Congreso Nacional la exclusividad de la legislación en el territorio capitalino, el 78º que mandaba la elección de electores presidenciales por la capital, el 83º que concedía al Presidente de la Nación la jefatura inmediata de la capital, y el 91º que fijaba allí la residencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. La ley de capitalidad finalmente aprobada fijaba prescripciones para el caso de que fuera imposible fijar inmediatamente la capital en Buenos Aires —como de hecho sucedió.
Otro punto arduo fue el de la libertad de culto, a la que un grupo —los llamados montoneros, pocos pero influyentes, capitaneados por el presbítero Centeno y fray Pérez, además de Zuviría, Leiva y Díaz Colodrero— se opuso vehementemente. Los argumentos abarcaron desde lo teológico-jurídico, como en el caso de Centeno, que afirmaba la contrariedad de la libertad de cultos con el derecho natural, hasta lo pragmático-histórico, como en el caso de Díaz Colodrero y Ferré, que observaron que la observancia de otros cultos podría irritar al pueblo y fomentar la aparición de nuevos caudillos que se hiciesen portavoces de la tradición oponiéndose al marco constitucional. Por el contrario, los convencionales más influidos por Alberdi y las ideas de la generación del '37 abogaron por la libertad de cultos, señalando que esta favorecería la inmigración, simplificaría las relaciones con otros Estados —como las fijadas en el tratado con el Reino Unido de 1925— y, en especial en la intervención de Lavaysse, que no era materia de legislación la conciencia, sino sólo los actos públicos. El sector liberal prevaleció por 13 votos contra 5, pero la discusión se arrastró a la abolición de los fueros religiosos, a la obligación de profesar la religión católica para los funcionarios del Estado, y a la conversión de los aborígenes. Finalmente, cedieron a los montoneros la exigencia de que el presidente profesase el catolicismo, que se mantendría hasta la reforma de 1994.
La Constitución
El texto finalmente sancionado estaba compuesto de un preámbulo y 107 artículos, organizados en dos partes: una acerca de los derechos de los habitantes, y una acerca de la organización del gobierno.
El preámbulo estaba destinado a aseverar la legitimidad de la Constitución, sintetizando el programa legislativo y político de los convencionales. Para despejar las dudas acerca de sus intereses, recordaba que el dictado de la Constitución obedecía a pactos preexistentes, suscritos por las autoridades provinciales; afirmaba el proyecto de garantizar la unidad y la paz interior, y la formación de un frente común hacia el extranjero; señalaba el expreso objetivo de poblar, alberdianamente, el territorio, haciendo mención de todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino; e invocaba la autoridad de Dios, en una fórmula aceptable tanto para los religiosos como para los deístas ilustrados.
Declaraciones, Derechos y Garantías
Los 31 artículos de la parte primera, titulada Declaraciones, Derechos y Garantías, establecían los fundamentos del régimen político; es en esta sección en que la diferencia con la Constitución de 1826 se hace más patente. Introducía formalmente la división de poderes del régimen republicano, la participación representativa y el federalismo; fijaba el establecimiento de una capital federal, la autoridad de cada una de las provincias para establecer su propia constitución, la autonomía de éstas en sus asuntos internos salvo en caso de insurrección o de ataque exterior, la unidad judicial, aduanera y policial del país; y establecía los derechos fundamentales de los ciudadanos.
En consonancia con las disposiciones de la Asamblea del año XIII, que había decretado la libertad de vientres, la Constitución abolía la esclavitud, los mayorazgos y las prerrogativas de nobleza, fijando la igualdad jurídica. La protección de la ley se extendía a todos los habitantes del país, no sólo a los ciudadanos, como medio para fomentar el asentamiento; el artículo 20º lo declaraba expresamente, y el 25º declaraba expresamente la promoción oficial de la inmigración.
Los derechos expresamente reconocidos se recogieron principalmente en el artículo 14º, que instituía la libertad de trabajo, de navegación, de comercio, de residencia y viaje, de prensa, de asociación, de culto, de enseñanza y de petición a las autoridades. Otros artículos detallaban además la protección de la propiedad privada, la inviolabilidad del domicilio, la persona y el correo, y la libertad total en los asuntos privados.
Varias de las declaraciones de la primer parte estaban directamente relacionadas con las finanzas nacionales, y con el desafío al predominio naval porteño. El artículo 4º nacionalizaba la renta aduanera, el 9º y 10º reservaban al gobierno federal el cobro de derechos y eliminaban las barreras internas, y el 11º, 12º y 26º declaraban la libertad de tránsito.
El artículo 29º, finalmente, transmitía en las disposiciones constitucionales la historia reciente, prohibiendo la concesión de la suma del poder público —la fórmula con que se había consagrado el segundo gobierno de Rosas— a cualquier funcionario.
Organización del gobierno
De acuerdo al régimen republicano, los 76 artículos de la parte segunda reglamentaban la división del gobierno en tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Sólo los últimos 7 breves artículos estaban dedicados a la organización de los gobiernos provinciales, en vista de que el régimen de cada uno de estos debería darse por una constitución propia.
El Poder Legislativo
Los artículos 32º al 63º contienen las disposiciones relativas al poder legislativo. El titular de éste es el Congreso de la Nación Argentina, compuesto por una Cámara de Diputados, que representa directamente al pueblo argentino, y un Senado, integrado por los representantes de las provincias y de la capital. En el proyecto de Alberdi se afirmaba explícitamente que cada diputado representaría a la entidad política que lo había elegido —la provincia— y no directamente al pueblo, pero esta aclaración no se incorporó al texto de Santa Fe.
Los senadores se elegirían equitativamente para cada provincia y la capital federal, dos para cada una de ellas, con un voto cada uno. Los diputados, a su vez, responderían proporcionalmente al número de habitantes de las provincias y la capital federal, considerados a ese efecto distritos electorales. La constitución no reconocía de modo alguno la existencia de partidos políticos, un hecho natural en vista de la incipiente organización del país en ese sentido.
Las incompatibilidades en el ejercicio de la función legislativa se extendían al ejercicio del sacerdocio regular, en vista de la norma de obediencia que vincula al clero con sus superiores, y al empleo en el poder ejecutivo, como ministro o en otro cargo, salvo autorización especial. La constitución dictaba expresamente que la tarea legislativa debería ser remunerada.
Para evitar la interferencia del ejecutivo en la actividad del Congreso, los legisladores gozaban de inmunidad ante interrogación judicial por lo expresado en su función, y no podían ser arrestados salvo in flagrante delicto; sólo la propia cámara estaba facultada para revocar estos privilegios y dar curso a la investigación de un juez competente.
Cada cámara era único juez acerca de la elección, derechos y títulos de sus miembros; estaba a cargo de la elaboración de su reglamento interno, y de la sanción de las conductas de sus miembros en caso de desorden o inhabilidad. Para sesionar, las cámaras requerían un quórum de la mayoría absoluta de sus miembros, aunque un número menor tenía derecho a compeler a la presencia de los ausentes. Mayoría especial se requería para las reformas constitucionales y los reglamentos. Las cámaras estaban facultadas para interpelar a los ministros del poder ejecutivo, convocándolos a presentarse frente a ellas.
Ambas cámaras disponían de iniciativa en materia legislativa, con unas pocas excepciones. La aprobación de los proyectos debía darse separadamente por cada cámara; el rechazo de una implicaba el archivo de la iniciativa durante el resto del año, y las correcciones o enmiendas introducidas por la cámara revisora implicaba su regreso a la cámara de origen para una nueva votación. Aprobadas, las leyes se entregaban al poder ejecutivo para su promulgación; aunque este contaba con facultad de veto, parte de su función colegislativa, la insistencia de dos tercios de los miembros de ambas cámaras obligaba al ejecutivo a promulgarla sin reparo posible. La fórmula El Senado y la Cámara de Diputados de la Confederación reunidos en Congreso, decretan o sancionan con fuerza de ley era preceptiva en la redacción de las leyes.
Las sesiones ordinarias del Congreso, reunido excepcionalmente en una sola cámara, llamada Asamblea Legislativa, tenían inicio con presencia del presidente el primero de mayo de cada año, y abarcaban el período hasta el treinta de septiembre. La figura de las sesiones preparatorias comprende la incorporación de los electos, y las de prórroga las dispone la propia cámara o el presidente, para finalizar los temas inconclusos al cierre del ciclo ordinario. El presidente puede llamar también a sesiones extraordinarias, en las que fija un temario de urgencia en período de receso.
La Cámara de Diputados
La cantidad de diputados se fijó en uno por cada 20.000 habitantes, o fracción no inferior a 10.000; se autorizó expresamente que por ley del Congreso estas cifras se ajustaran después de cada censo, aunque sólo al alza.
Una cláusula transitoria, en el artículo 34º, indicaba un mínimo de dos diputados por provincia, independientemente de su población; asignaba a la capital federal, a la provincia de Buenos Aires y a la provincia de Córdoba seis diputados cada una, cuatro a las de Corrientes y Santiago del Estero, tres a las de Tucumán, Salta, Catamarca y Mendoza; y dos a Santa Fe, San Juan, Entre Ríos, La Rioja, San Luis y Jujuy. Dada la ausencia de los representantes porteños, hasta 1866 la Cámara contaría con 38 representantes.
Los requisitos para la elección de diputados eran los veinticinco años de edad, y al menos cuatro de detentar la nacionalidad argentina; el requisito de ser natural o residente continuado de la provincia por la cual se lo elige no se añadiría hasta la reforma de 1860. La propuesta de De Ángelis de requerir el ejercicio de una profesión liberal o la tenencia de tierras fue finalmente rechazada.
El mandato de los diputados duraba cuatro años, con posibilidad de reelección; la renovación de la cámara se haría por mitades, cada dos años; una disposición transitoria fijaba que se sortearía entre los primeros electos quiénes dispondrían sólo de dos años de mandato, una práctica lamentablemente repetida en otros momentos de la historia nacional tras la disolución del Congreso por los gobiernos militares.
La elección de los diputados según la Constitución debía efectuarse "a simple pluralidad de sufragios". La interpretación de esta ambigua frase fue fuente de disputas en lo sucesivo, pero hasta 1912 predominó la doctrina que indicaba que la lista ganadora por mayoría o primera minoría designaba a la totalidad de los diputados. Leyes posteriores establecieron el sistema de voto uninominal y por circunscripciones, fijado en la ley Nº 4161/02; de "voto restringido", fijado en la ley Nº 8871/12, conocida como Ley Sáenz Peña, por la cual la mayoría (o primera minoría) contaría con dos tercios de los escaños, cediéndose el resto a la formación inmediatamente sucesiva en orden de votos; nuevamente de voto uninominal por la ley Nº 14032/51; y finalmente el sistema proporcional D'Hont
A la Cámara de Diputados, representante del pueblo, correspondía en exclusiva la iniciativa en las leyes sobre conscripción y reclutamiento de tropas, y sobre temas impositivos, así como la fiscalía en instancias de juicio político contra las autoridades de los tres poderes de la Nación y los gobernadores provinciales, en las que el Senado oficiaría de corte. Para la iniciación de juicio político, las dos terceras partes de los diputados deberían refrendar la petición presentada por uno de sus miembros.
El Senado
La elección de los senadores, representantes de las entidades provinciales, correspondía a las Legislaturas de las que las provincias se dotaran, así como a la de la Capital Federal; el régimen de elección se asimilaba al del presidente y vice, a través de un colegio electoral compuesto por electores votados directamente por el pueblo. La duración de su mandato se fijaba en nueve años, con posibilidad de renovación indefinida, renovándose la cámara por tercios en períodos trienales. Hasta 1860 26 senadores, los de las 13 provincias excluidas Buenos Aires y la capital, conformaron la Cámara.
Los requisitos para la elección en el cargo son los treinta años de edad y seis de ciudadanía argentina; el requisito de ser natural o residente continuado durante dos años de la provincia por la cual se lo elige no se añadiría hasta la reforma de 1860. Además, se exigió la disposición de una renta anual de dos mil pesos fuertes o su equivalente; estudios históricos fijan este ingreso en el correspondiente a 33 kg de oro de buena ley. La convención debatió arduamente este punto, pero fue aprobado. Sin embargo, la falta de provisiones para su actualización llevaría eventualmente a su desuso. La presidencia del Senado correspondía al vicepresidente de la Confederación, dotado de voto sólo en caso de empate. Hasta la década de 1940, la renta anual estaba fijada en 12 kg oro.
Esta organización, pese al rasgo oligárquico que significaba la exigencia de una renta mínima, difería en mucho del proyecto unitario de 1819, que estipulaba un senador por provincia, a los que sumaba tres por el Ejército, tres por la Iglesia Católica, uno por cada universidad y los ex-directores a partir de la finalización de su cargo. Se aproximaba mucho más al proyecto alberdiano, que fijaba un titular y un suplente por cada provincia.
El Senado contaba con competencia exclusiva en las iniciativas de reforma constitucional, y con la función judicial en las instancias de juicio político. Aunque no compartía, como en la constitución de los Estados Unidos en que se inspiró estrechamente su organización, las facultades de política exterior con el presidente, éste necesitaba su acuerdo para la declaración del estado de sitio, y sólo podía ausentarse con su permiso del territorio de la capital federal. Prestaba acuerdo también en las designaciones de los ministros de la Corte Suprema y los tribunales federales, de los ministros, y de los altos cargos del Ejército y la Armada, así como en los concordatos con el Vaticano.
Ejercicio transitorio del Poder Legislativo
Las primeras leyes dictadas en vigencia de la Constitución no fueron obra del Congreso, sino de la propia convención constituyente, a la que el acuerdo de San Nicolás habilitaba para ello. Entre las leyes que dictó estuvieron la de capitalidad de Buenos Aires, la de tarifas aduaneras, la de libre navegación y el estatuto de haciendas.
El Poder Ejecutivo
Los artículos 71º a 90º contenían las estipulaciones relativas al poder ejecutivo. El titular del mismo era unipersonal, y llevaba el título de Presidente de la Confederación Argentina. Un vicepresidente, electo conjuntamente con él, lo supliría en caso de ausencia, inhabilidad o renuncia.
Los requisitos para la elección como presidente eran similares a los exigidos para los senadores; se les añadía la condición de nativo, o de ser hijo de uno en caso de haber nacido fuera del territorio nacional, y la práctica de la religión católica, única concesión a los montoneros. Su mandato se extendería por un período de seis años, sin posibilidad de reelección hasta que un período completo hubiese pasado; ninguna causa permitía la extensión del mismo más allá de los seis años cumplidos desde la fecha original de asunción.
El procedimiento para la elección presidencial era indirecto; el electorado de cada provincia escogería un número de delegados, igual al doble de la cantidad total de diputados y senadores que se eligiesen por la misma. Los electores de cada provincia votarían discrecionalmente a los candidatos que juzgasen más convenientes, y remitirían copia sellada de su resolución al Senado de la Nación; una vez recibidas todas las listas, la Asamblea Legislativa realizaría el escrutinio de las mismas. De haber como resultado mayoría absoluta de un candidato, la proclamación sería automática. En caso de no contar ninguno con la misma, la Asamblea Legislativa elegiría inmediatamente y a simple pluralidad de sufragios entre los dos candidatos más votados, o más en caso de haber empate en el primer o segundo puesto. En este último caso, de no haber candidato con mayoría absoluta en primera instancia, se realizaría ballotage entre los dos candidatos más votados en la primera vuelta. El quórum para esta elección era de tres cuartas partes de los congresistas.
De acuerdo al primer inciso del artículo 90º, el presidente era la autoridad suprema de la Confederación, en lo que se denomina un régimen presidencialista: no respondía de sus acciones, dentro del marco impuesto por la Constitución, a ninguna autoridad superior, y no requería de la aprobación del Congreso para el ejercicio de las atribuciones que le competen. Era además el titular del poder ejecutivo de la ciudad designada capital federal, y el jefe de las fuerzas armadas.
El presidente gozaba de facultades colegislativas: además de la sanción y promulgación de las leyes dictadas por el Congreso, incluyendo la facultad de veto, estaba a su cargo la expedición de los reglamentos necesarios para la aplicación de la ley, llamados decretos, aunque respetando el espíritu original de la misma. La firma de tratados con otros estados estaba a su exclusivo cargo, así como la decisión de dar o no trámite a los documentos emitidos por el pontífice católico.
Como autoridad en materia de política exterior, es el encargado del nombramiento de embajadores y otros ministros destinados a la negociación con las potencias extranjeras; la elección y remoción de los titulares de embajada requería acuerdo senatorial —un vestigio de la influencia de la constitución norteamericana, en la que el Senado comparte con el presidente la potestad sobre las relaciones exteriores, sobre los convencionales—, pero la de los funcionarios de rango inferior estaba enteramente a su cargo. Por lo mismo, era la autoridad a cargo de la gestión de los asuntos militares, disponiendo del ejército, designando a los oficiales del mismo —con acuerdo del Senado, en caso de los puestos superiores del escalafón—, emitiendo patentes de corso, declarando la guerra o decretando el estado de sitio cuando su causa es el ataque de una potencia extranjera.
Su implicación con las tareas del Congreso no se limitaba a la promulgación de las leyes: estaba a cargo del presidente la apertura de las sesiones en Asamblea Legislativa, en la que comunicaba al mismo sus consideraciones acerca de su tarea, y la prórroga o convocatoria a sesiones fuera del período ordinario.
Con respecto al poder judicial, estaba a su cargo la designación de los jueces de los tribunales federales, para lo que requería el acuerdo senatorial; además, contaba con la facultad de indultar a los condenados por delitos de jurisdicción federal, salvo en casos de juicio político. No tenía la facultad de imponer condenas, pero sí de —en estado de sitio— decretar el arresto temporal o el traslado de personas, salvo que éstas prefiriesen abandonar el territorio nacional. Si no contaba con el acuerdo del Congreso al dictarlas, estas medidas caducaban automáticamente a los 10 días.
Como encargado de la administración nacional, le estaba encomendada la recaudación de la renta nacional y su aplicación, dentro del marco de la ley de presupuesto; tenía facultad para otorgar el goce de licencias o montepíos, y para recabar cualquier clase de información por parte de la administración nacional.
La Constitución fijaba como ayudantes del presidente a cinco ministros, elegidos por éste, en carteras de Interior, de Relaciones Exteriores, de Hacienda, de Justicia, Culto e Instrucción Pública, y de Guerra y Marina. El refrendo ministerial era necesario para los decretos de gobierno. Los ministros estaban además obligados a dar informes al Congreso en la apertura de sesiones, y facultados a tomar parte en los debates de éste, aunque sin voto. La tarea era incompatible con el ejercicio del poder legislativo nacional.
El Poder Judicial
La organización del poder judicial ocupa los artículos 91º a 100º; por su brevedad, la organización del mismo quedó en gran parte en manos de la legislación emitida por el Congreso, concerniendo la mayor parte del texto constitucional a la organización y atribuciones de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
El poder judicial quedaba íntegramente en manos de la Corte Suprema y de los tribunales inferiores por razón de materia en todo lo que concierna a causas constitucionales, relativas a leyes federales o tratados internacionales, o a jurisdicción marítima. Explícitamente se prohibía el conocimiento del presidente en cuestiones judiciales. Por razón de actores, también eran competencia de los tribunales federales los asuntos entre vecinos de diferentes provincias, que implicasen a diplomáticos extranjeros, o en los que el gobierno de una provincia o de la Confederación fuese parte. Los casos implicando a diplomáticos, provincias o los poderes de los gobiernos provinciales eran de competencia exclusiva de la Corte Suprema.
La Constitución estipulaba la reglamentación del juicio por jurados para los asuntos penales; el procedimiento nunca se reguló, sin embargo, y sigue pendiente de implementación aún en la Constitución actual, que conserva esa redacción.
El único delito que la Constitución detalla es el de traición contra la Confederación, definido como tomar las armas contra ella, o [...] unirse a sus enemigos prestándoles ayuda y socorro. La pena del mismo quedaba a decisión del Congreso, pero se prohibía expresamente la imposición de sanciones a otras personas que el delincuente mismo.
La Corte Suprema
La Corte Suprema de Justicia estaba compuesta por un tribunal de nueve jueces, además de dos fiscales. La sede de la misma estaría en la capital federal. Se exigía para el ministerio en ella el título de abogado, ocho años de ejercicio del mismo, y los requisitos exigibles a los senadores. Los ministros jurarían su cargo al presidente de la Corte —al de la Confederación excepcionalmente, en la primera conformación de la misma—, y serían irremovibles salvo en caso de inconducta. La remuneración por sus servicios se fijaría por ley, pero no podría reducirse mientras estuvieran en funciones. La determinación del reglamento de la Corte estaría a cargo de la misma.
La Corte definida por la Constitución de 1853 nunca llegó a asumir, aunque Urquiza designó en 1854 a los integrantes de la misma, entre los que se contaron Facundo Zuviría y Martín Zapata. Tras la reforma de 1860, el número de integrantes pasó a ser fijado por ley del Congreso.
Los gobiernos de provincia
Los últimos siete artículos de la Constitución detallan el régimen de los gobiernos provinciales. La organización de los mismos queda sólo sujeta a las estipulaciones que las Constituciones provinciales fijen, sustrayéndose por entero de la órbita del gobierno federal. Asimismo, conservan todas las facultades que por la Constitución no hayan delegado expresamente en el gobierno central; los artículos 105º y 106º hacen explícitas las competencias que corresponden sólo a la autoridad central, que incluyen la legislación sobre comercio y navegación; la imposición de aduanas o derechos de tonelaje; la emisión de moneda, salvo por delegación del gobierno central; la fijación de los códigos civil, de comercio, penal y de minería; legislar sobre ciudadanía; armar tropas de guerra; ni interactuar directamente con las potencias extranjeras, incluyendo el Vaticano. Las acciones bélicas entre provincias o entre una provincia y el estado federal son ilegítimas, debiendo solucionarse todo conflicto en este sentido por la Corte Suprema de Justicia. A las provincias se faculta expresamente para promover, dentro del marco de la legislación federal, el desarrollo de sus propios territorios.
El régimen resultante era expresamente de un marcado federalismo; era ésta una de las razones por las que Buenos Aires se negó a suscribirlo, rechazando ponerse a la altura de lo que los legisladores porteños habían calificado burlonamente de trece ranchos. La incorporación de Buenos Aires a la Confederación exigiría, en su momento, suspender la capitalización de la misma, y la reserva de los derechos de aduana. Efectivamente ello implicó que durante varias décadas el presidente de la Nación conviviera, en un difícil contubernio, con un gobernador de Buenos Aires que era el jefe directo de toda la administración que lo rodeaba, y que su poder quedara empantanado en burocracia. La federalización de Buenos Aires no tendría lugar efectivo hasta 1880, cuando la Liga de Gobernadores encabezada por Julio Argentino Roca impondría por las armas a los porteños de Bartolomé Mitre la decisión. Sin embargo, para ese entonces las oligarquías provinciales habían adoptado el mismo cariz que la porteña, con el desarrollo del modelo agroexportador y la formación de extensos latifundios que dominarían la economía nacional durante el medio siglo siguiente. La posibilidad de desarrollar un poder provincial al margen del modelo bonaerense había quedado definitivamente atrás, y con ella el efectivo federalismo de la Constitución.
La Constitución del '53 y la historia política argentina
Aunque la Constitución del '53 fue un fallo en el aspecto fundamental de la unidad del país, al ser rechazada por Buenos Aires y contar con la oposición más o menos firme de los convencionales de carácter más tradicionalista, la historia posterior la dotó —como a todos los momentos simbólicamente fundacionales— de una importancia que no coincide necesariamente con el impacto que tuvieran en su tiempo. No fueron ajenos a ello los mismos congresales — Zuviría, en el discurso posterior a la rúbrica del original, apostrofó a la Convención diciendo Acabáis de ejercer el acto más grave, más solemne, más sublime que es dado a un hombre en su vida mortal— ni Urquiza, pero los mayores elogios le lloverían de Sarmiento y sus contemporáneos, que vieron en la adopción del federalismo a la estadounidense el signo de la victoria de sus principios liberales. Les valió también por contrapartida, en oposición a la pertinaz oposición que Rosas había mostrado a la sanción de una Constitución durante su largo mandato.
Cuando el revisionismo histórico —criticando la devastación de la industria nacional, el surgimiento de enormes latifundios, y el colonialismo interno que habían resultado de la política liberal de los hombres de la generación del '80— remontó los orígenes de esa ideología al texto constitucional, siguió en términos generales los mismos criterios de juicio que habían empleado estos, aunque de signo inverso. Los escritos de Sarmiento o Roca ven a la Constitución como arma para la modernización del país, mediante el libre comercio, el fomento de la inmigración europea, la abolición de los liderazgos políticos provinciales y la dislocación de las culturas tradicionales, heredadas de España y adaptadas durante arduos siglos a las peculiaridades locales; los revisionistas vieron en ella el arma para la destrucción de la identidad nacional —mediante el aplastamiento de la industria nacional por la desigual competencia con el imperio manufacturero británico, el desplazamiento de las poblaciones de sus propias tierras y sus hábitos de vida por el aluvión extranjero y la consecuente turbulencia en lo social y económico, y la restricción de la representación política a las burguesías mercantiles y letradas.
Ambas alternativas adoptan la misma estructura, expuesta con magistral retórica en la exhortación sarmientina: Civilización o barbarie. Los revisionistas no la revisaron, limitándose a señalar el carácter bárbaro de la "civilización" sarmientina: fundada en la expoliación de los indígenas, el sacrificio masivo de los gauchos y los morenos conscriptos en las sucesivas guerras contra el Paraguay y las tribus de la Patagonia, la brutal acumulación primitiva de tierras para la conformación de los latifundios agroexportadores, la destrucción de la naciente industria nacional y el fraude electoral sistemático; Rosa señaló el juego de manos lingüístico del lema recordando que
Civilización —que gramatical y lógicamente quiere decir "perteneciente a nuestra cives, a nuestra ciudad"—, fue entendida en un sentido opuesto: como lo propio de extranjeros; y barbarie —de bárbaros, extranjeros— vino a significar, a su vez, en el lenguaje liberal, "lo argentino" contrapuesto a "lo europeo"J. M. Rosa, Análisis de la dependencia argentina, IV:36
Autores posteriores, algunos de ellos próximos al revisionismo, han señalado sin embargo que al aceptar la oposición en sus términos generales, el revisionismo perdió la oportunidad de reevaluar la oposición en la que ésta se basa: la liberal burguesía porteña y de las capitales provinciales por un lado, y la semiiletrada población rural y mediterránea por el otro[1]. Los doctores unitarios —Rivadavia, Echeverría, Alberdi— representarían la primera opción, de cuyas plumas habría fluido la Constitución; los caudillos federales —Quiroga, Güemes, Rosas— la otra, renuente a fijar desde arriba y de una vez para siempre los lineamientos políticos.
Para estos autores, la alternativa refleja uno de los clivajes efectivamente existentes en la política argentina del momento: aquel que separaba a las clases ilustradas, formadas en los principios del derecho teórico en la milenaria tradición europea, de los más pragmáticos líderes provinciales, hombres de acción más que de teoría. Dado el clima intelectual del momento, en el que el ideologismo de los revolucionarios franceses había dado paso al positivismo iluminista, era natural que el pensamiento de los primeros se inclinase por la defensa de un orden liberal, en el que la abolición de los límites históricos y tradicionales diese paso a una nueva era de cooperación entre los pueblos[2]. La libertad de mercado daría lugar a la especialización de los países en sus áreas de ventaja comparativa, dando como resultado la común mejora. La traducción que hacen los revisionistas de esta postura a términos de interés personal directo —la burguesía ilustrada era a la vez la poseedora del capital mercantil porteño, que lucraba directamente con la importación de bienes; en no pocos casos, la mano visible de los cónsules y encargados de negocios británicos colaboraba con la invisible del mercado, estableciendo tratados y ofreciendo apoyos a los elementos políticamente más favorables a los intereses comerciales de los súbditos de Su Majestad Británica— resulta en esta óptica veraz, pero ingenua. Las interpretaciones marxistas —que, aunque centradas en explicar la lógica de los acontecimientos más que la de las individualidades, no han desdeñado tampoco ese criterio[3]— dejan también de lado numerosos aspectos.
Para comprender las facciones que convinieron en la fijación de la Constitución del '53 se ha hecho distinguido, por el contrario, dos aspectos que la historiografía convencional fundió en la dicotomía entre federales y unitarios. Por un lado, reconocer que la clase pudiente tenía varias facciones en inestable equilibrio: la burguesía comercial del puerto, la burguesía ganadera del litoral, las pequeñas capas burguesas de las ciudades del interior mediterráneo; por otro, comprender que el proceso de integración en la economía y la cultura mundial —pues ya entonces, 150 años antes del auge del término, los problemas de estado tenían ya la óptica de la globalización, en virtud de la expansión del mercado mundial de las potencias industriales europeas— no implicaba necesariamente, como efectivamente lo hizo en la historia argentina, el abandono de la producción interior, y que la por lo tanto la modernización del país podía acometerse sin la pérdida de la identidad nacional. Aún si el ideal de la Constitución del '53, y de los escritos alberdianos que le dieron origen, dependió en buena medida del proyecto de integrar la Argentina a los procesos mundiales, el compromiso con el liberalismo económico no estaba necesariamente codificado en estos[4].
El objetivo expreso del proyecto constitucional, como el de otros proyectos políticos expuestos poco antes y después, era el de modernizar la nación; lo que, en un Estado naciente, quería decir poco más o menos crearla[5]. Buena parte de los pensadores nacionales consideraron que el proyecto de modernización imponía una ruptura más o menos total con el pasado colonial hispánico; desde Esteban Echeverría hasta Sarmiento y la generación del '80, la búsqueda de la inserción argentina en el mundo moderno pasaba por la importación de teorías, prácticas y aún pueblos. Una ruptura así, sin embargo, exigía un determinado tipo de condiciones y disposiciones; la complementación con los mercados europeos beneficiaría a los comerciantes portuarios y a las clases superiores, capaces de consumir los bienes materiales y simbólicos de lujo que este comercio aportaba, pero en detrimento de las clases rurales o subordinadas, a las que se desplazó de sus medios de vida y del entramado productivo en el que se situaban[6]. Conscientes de ello, los líderes más opuestos al programa rivadaviano concibieron la tarea de formación del Estado como una "restauración" del estado que las reformas rivadavianas habían roto[7]: de ahí el título de Rosas de Restaurador de las Leyes, que apuntaba no a las leyes positivas del derecho de Indias, sino a la ley de gentes de las tradiciones nacionales. El problema de esta óptica fue la imposibilidad, durante el largo período rosista, de desarrollar efectivamente el Estado nacional; la recuperación del orden, que en los años anteriores a éste se había desguazado en las contiendas sucesivas de los caudillos en pugna contra la hegemonía de la nueva metrópoli porteña, se había logrado al coste de la paralización del proceso de estatalización.
Cuando la sanción de la Constitución rompió con esta fase, buscando introducir el nuevo sistema de gobierno, la cuestión volvió a plantearse en toda su agudeza. La posición de Buenos Aires resultó clara desde un principio: rica sobre todo por sus ingresos aduaneros, y con su principal clase productiva, la burguesía saladerista, comprometida también con el intercambio mercantil con Europa, tendió a inclinar la balanza hacia la apertura irrestricta. El compromiso federal de las provincias permitía augurar un fin diferente, aún con la adopción de un régimen de gobierno basado fundamentalmente en ideas foráneas. El declive definitivo del ideal federal no vendría de la Constitución, sino de la claudicación, en la batalla de Pavón, de las fuerzas del litoral mesopotámico, cuyos máximos líderes prefirieron sumarse a los intereses comerciales —siendo ellos mismos grandes estancieros— antes que defender la formación de un mercado interno de consumo. Alberdi, al que los revisionistas consideran por lo general un liberal, y por lo tanto un enemigo de la patria, criticó duramente desde el exilio a Urquiza, que dejó en manos de los porteños la estructura nacional, y a Mitre, que la usufructuó en los años de guerra de policía contra las provincias; en esta acción, triunfó el liberalismo a ultranza de la capital sobre el liberalismo integracionista de las provincias litorales[8]. La política mitrista eliminaría la posibilidad de resistencia de las provincias, haciendo del intento de Alberdi, Andrade o José Hernández de garantizar la unión un imposible; cuando, bajo Julio Argentino Roca, la Argentina unificada se hizo realidad, fue a costa de la desaparición virtual del tejido social de las provincias y de su capacidad productiva. La forma federal de la Constitución fue, durante los años de la Argentina moderna, simplemente la coalición de las clases ilustradas de todo el país; no sería hasta que la inmigración produjese sus efectos y movilizase a las masas en contra de la oligarquía que este orden se vería alterado.
Notas
- ↑ Feinmann (1982), p. 164ss; p. 184ss
- ↑ Alberini (1966)
- ↑ Chávez (1961), p. 70ss; Peña (1968), p. 48ss
- ↑ Feinmann (1982), p. 74-5
- ↑ Andrade, (1957), p. 53ss
- ↑ Andrade (1957), p. 75ss
- ↑ Feinmann (1982), p. 60
- ↑ Feinmann (1982), p. 104
Referencias
- Alberini, Coriolano (1966). «Problemas de la historia de las ideas filosóficas en la Argentina». La Plata: Universidad Nacional de La Plata.
- Andrade, Olegario Víctor (1957). «Las dos políticas». Buenos Aires: Devenir.
- Chávez, Fermín (1961). «Alberdi y el Mitrismo». Buenos Aires: La Siringa.
- Escudé, Carlos; Cisneros, Andrés (2000). «Historia de las Relaciones Exteriores Argentinas». Buenos Aires: Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales. [1].
- Feinmann, José Pablo (1982). «Filosofía y Nación». Buenos Aires: Legasa. ISBN 950-100-003-6.
- López, Vicente F.; Vera y González, Emilio (1960). «Historia de la República Argentina». Buenos Aires: Sopena.
- Plantilla:Ref-artículo
- Peña, Milcíades (1968). «La Era de Mitre». Buenos Aires: Fichas.
- Rosa, José María (1974). «Análisis de la Dependencia Argentina». Buenos Aires: Guadalupe. [2].
- Rosa, José María (1984). «El Fetiche de la Constitución». Buenos Aires: Ave Fénix. [3].
- Sierra, Vicente Dionisio (1980). «Historia de la Argentina». Buenos Aires: Científica Argentina.