Julio Flórez

De Wikipedia, la enciclopedia libre
Esta es una versión antigua de esta página, editada a las 01:37 7 sep 2014 por Saori Sama (discusión · contribs.). La dirección URL es un enlace permanente a esta versión, que puede ser diferente de la versión actual.
Julio Flórez
Archivo:Julio Florez 1.jpg
Información personal
Nombre en español latinoamericano Julio Flórez Roa Ver y modificar los datos en Wikidata
Nacimiento 22 de mayo de 1867 Ver y modificar los datos en Wikidata
Chiquinquirá (Colombia) Ver y modificar los datos en Wikidata
Fallecimiento 7 de febrero de 1923 Ver y modificar los datos en Wikidata (55 años)
Usiacurí (Colombia) Ver y modificar los datos en Wikidata
Nacionalidad Colombiano
Lengua materna Español
Familia
Cónyuge Petrona Moreno
Hijos Cielo, León Julio, Divina, Lira y Hugo Flórez Moreno
Información profesional
Ocupación Poeta
Lengua literaria Español
Género Poesía
Obras notables Gotas de ajenjo, Mis flores negras, Abstracción, Todo nos llega tarde, La araña.
Partido político Partido Liberal Colombiano Ver y modificar los datos en Wikidata

Julio Flórez Roa (Chiquinquirá, Boyacá, 22 de mayo de 1867 - Usiacurí, Atlántico, 7 de febrero de 1923) fue un poeta colombiano.[1]

Primeros años

Sus padres fueron el médico y pedagogo liberal Policarpo María Flórez, presidente del Estado Soberano de Boyacá, y doña Dolores Roa de Flórez. Su padre era asiduo lector de Víctor Hugo, legado que les dejó también a sus otros hijos, pues el médico Manuel de Jesús, el abogado Leonidas y el ingeniero Alejandro A., también escribieron poesía. Julio Flórez cursó sus primeros años escolares en Chiquinquirá; a los 7 años escribió sus primeros versos conocidos. Durante 1879 y 1880 continuó sus estudios en el Colegio Oficial de Vélez, Santander, donde su padre era rector. En 1881 la familia se trasladó a Bogotá, donde el padre se desempeñó como representante a la Cámara por Boyacá; Julio inició sus estudios de literatura en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, pero tuvo que suspenderlos por la difícil situación del país, que entraba en una guerra civil. Alejandro A. fue a la Escuela Superior de Ingeniería Civil y Militar, donde cinco años más tarde se graduó como ingeniero.[2]

Dada la condición bohemia de su carácter, nunca retomó la senda académica y no conoció ninguna lengua extranjera, a pesar de que el francés era imprescindible dentro de los círculos cultos de la época. El estudio de los clásicos fue insuficiente como para medirse con algunos de sus contemporáneos que, con mejores oportunidades o mayores intereses culturales, lograron coronar una carrera profesional o, al menos, alcanzar un nivel de educación aceptable para las exigencias capitalinas. A los 16 años, el poeta sufrió algunos silbidos del público cuando en el Teatro Colón recitó un escrito titulado Oda a Víctor Hugo. Aprendía de política asistiendo al Capitolio a escuchar los debates que allí se realizaban. De Rafael Pombo, tan reconocido por entonces, y que le llevaba en edad 34 años, aprendió a escuchar poesía, la propia y la de otros, que el poeta leía en voz alta.

Flórez frecuentó los círculos intelectuales de la ciudad y fue amigo de dos grandes poetas de la época: Candelario Obeso y José Asunción Silva. Candelario era repudiado por la aristocracia bogotana por ser de raza negra y por rechazar los reglamentos impuestos por la iglesia Católica y la sociedad de la época. A partir de 1882 Flórez abandonó la casa paterna y pasó a compartir el hogar (y la excelente biblioteca) de su hermano Leonidas, al lado de sus sobrinos Esther y Leonidas Flórez Alvarez. Pero en 1883 la carrera fulgurante de Leonidas (abogado, cónsul y escritor) fue cortada trágicamente durante los disturbios políticos originados por la pugna de los tres candidatos a la Presidencia de la República (Rafael Núñez, José Eusebio Otálora y Solón Wilches), cuando Leonidas fue herido en un mitín armado que se presentó en la Plaza de Bolívar, a causa de cuyas secuelas moriría, psicológicamente destruido, cuatro años después. En 1884, Candelario Obeso se suicidó y en su sepelio, Julio Flórez, de 17 años, exaltó su memoria en versos emocionados. Esta primera irrupción en la tribuna pública marcó el principio de su carrera.

En 1886 su nombre apareció entre los bardos consagrados en la antología poética La Lira Nueva, publicada por José María Rivas Groot. A partir de 1887 y tras la muerte de Leonidas, Julio Flórez comenzó una vida independiente, intentando sostenerse con el producto de su actividad artística. Flórez era un liberal convencido y a pesar de su difícil situación económica, rechazó varias veces posiciones ofrecidas por el gobierno conservador, como un cargo en la Biblioteca Nacional o un consulado en el exterior.

En medio de guerras, penurias y amordazamiento de la censura, los colombianos reaccionaban reuniéndose en cofradías o hermandades pacíficas de tipo cultural que los protegían de la aridez del presente. En compañía de seis amigos, Flórez fundó la Gruta Simbólica, comentada tertulia literaria de 70 miembros, que permaneció vigente desde fines de 1900 hasta fines de 1903, bajo la capitanía intelectual de Flórez. La inseguridad, la tensión sostenida entre las fuerzas políticas, religiosas y socioecónómicas del país, valió para que los artistas de la época, a semejanza de los poetas malditos franceses de fines del siglo XIX, frecuentaran la bohemia y en ocasiones cayeran en vicios que les atrajeron el rechazo de la sociedad o el anatema del clero.

Bogotá a finales del siglo XIX.

Obsesionado por la muerte, el poeta de Chiquinquirá dejó muchas anécdotas que han fijado sobre él un dejo de necrofílico y de macabro, que comienzan con el cráneo, estilo príncipe Hamlet, que tenía en su habitación y que tanto él, como sus amigos en las noches tomaban junto con una lámpara, para subirlo y bajarlo simultáneamente, y dejar así que, por los efectos de la luz y la sombra, la calavera abriera y cerrara los ojos y la boca. En otras ocasiones, con músicos y poetas, se iba al cementerio a ofrecer serenatas a los muertos. Penetraban los intérpretes en los osarios, para dejar que las notas musicales salieran de las criptas, mientras Flórez recitaba sus versos a José Asunción Silva. Sin embargo, estas actitudes truculentas y extravagantes le valieron fama entre las damas bogotanas, quienes suspiraban o se sonrojaban a su paso, y muchos escritores principiantes viajaban a Bogotá con la ilusión de conocer al «Divino Flórez», como lo llamaría su amigo y admirador Guillermo Valencia al dedicarle su libro Cigüeñas blancas, o escucharlo cantar (acompañado de su guitarra o al piano por su amigo el maestro Emilio Murillo), la famosa canción Mis flores negras, cuya paternidad musical ha sido tan discutida, no así la de su texto, que ha quedado consagrado como suyo.

Luis María Mora, quien le conoció, dice que Flórez «amaba a Bogotá, y ella labró su popularidad con predilección y amor de artista. Las muchachas le señalaban con el dedo, porque él era el más fino intérprete de sus amores, y los mozos a su paso preguntaban: ¿Es éste el poeta que embriaga nuestra juventud con sus dulces melodías? Las gentes del pueblo lo saludaban como si fuera un hermano en el dolor, y las muchachas alegres sonreían con ternura, a la vista de aquel pálido bohemio que cantaba en versos melancólicos, el vino y las orgías».[3]

Del exilio al triunfo

Flórez fue señalado como sacrílego, blasfemo y apóstata. Estando en el punto culminante de su carrera literaria, subió al poder, en 1904, el general Rafael Reyes, quien ante la ola de murmullos en su contra, le "aconsejó" abandonar el país. En 1905 Flórez tuvo que salir de Bogotá, ciudad amada y cantada en sus más hermosas rimas. Se dirigió a la Costa Caribe,luego a Caracas, Venezuela, y de allí inició una gira poética por los países centroamericanos que se prolongó por dos años (1906-1907), en medio del clamor general de sus éxitos, hasta que, estando en México y dispuesto a regresar a Colombia, el general Reyes lo nombró segundo secretario de la Legación de Colombia en España, hacia donde partió en agosto de 1907.

Sus pensamientos y experiencias en España y Francia (donde fue invitado a recitar en la Embajada de Colombia en París, con ocasión de la celebración de la fiesta nacional en 1908) no dejaron ningún rastro en su lírica. Su actitud general en Europa fue discreta y amable. Conoció a personalidades literarias españolas y latinoamericanas como Emilia Pardo Bazán, Francisco Villaespesa, Rubén Darío, José Santos Chocano, José María Vargas Vila y Amado Nervo. Y aunque sus tendencias románticas lo colocaban en la retaguardia del modernismo en boga, su poesía y personalidad fueron acogidas con simpatía por los escritores de la Generación del 98. Pero para sus admiradores y amigos colombianos, Flórez era ahora totalmente distinto a aquel bohemio eufórico de las épocas de la Gruta Simbólica, se presentía cansado de la vida y desilusionado de los hombres y de las cosas. Su libro Cardos y Lirios, así como su ovacionado poema La Araña, obtuvieron publicación en 1905 en Venezuela. Manojo de zarzas y Cesta de lotos fueron editados en 1906 en San Salvador, Fronda lírica, en Madrid en 1908, y Gotas de ajenjo en Barcelona en 1909, año en que regresó a Colombia, presentando un recital en Barranquilla.

Últimos años

Casa Museo de Julio Flórez en Usiacurí, Atlántico, donde pasó sus últimos años de vida.

A su regreso en 1909 a Colombia, Flórez presentó un recital en Barranquilla, y luego se retiró al municipio de Usiacurí, en el departamento del Atlántico, a tomar una cura de sus aguas medicinales. En ese pueblo se enamoró de una colegiala de 14 años de edad, Petrona, con quien comenzó un idilio, quedándose a vivir en este sitio por el resto de su vida, salvo algunas salidas esporádicas para presentar recitales o por enfermedad.

En 1910 regresó a Bogotá, donde se presentó en una función en el Teatro Colón, durante las celebraciones del primer centenario de la Independencia de Colombia. Fue acogido calurosamente por la crítica y volvió a obtener un grandioso éxito con su público de todas las categorías. Luego de esta presentación, Flórez se ausentó de la capital, a la que regresó en muy contadas ocasiones para ofrecer recitales poéticos, del mismo modo como lo hizo en todo el país, y más frecuentemente en la vecina ciudad de Barranquilla, donde en 1917 se editó De pie los muertos, recopilación de sus versos alusivos a la Primera Guerra Mundial, que recitó en el Teatro Cisneros. En 1922 publicó allí mismo la segunda edición de su libro Fronda lírica, última obra publicada en vida, ya que Oro y ébano apareció como edición póstuma, en 1943, por iniciativa de sus hijos.

En la aldea de Usiacurí llevó una vida de hogareña, al lado de su esposa Petrona y sus cinco hijos: Cielo, León Julio, Divina, Lira y Hugo Flórez Moreno. Para el mantenimiento de la familia, se dedicó a labores agrícolas y ganaderas a pequeña escala. En esa época le inició una enfermedad de la cual no se tiene certeza, pero se cree que se trató de un cáncer que le deformó el rostro afectándole la mandíbula izquierda y dificultándole el habla.

El partido conservador había tomado nueva fuerza con la elección del general Pedro Nel Ospina, por lo que la Iglesia redobló las presiones ejercidas sobre el poeta, debilitado por la enfermedad, encaminadas a que retomara su religión perdida, regresara a los sacramentos y contrajera matrimonio católico con su esposa, requisito sin el cual los hijos habidos de esa unión civil no eran aceptados como sus herederos legítimos, según lo estipulado en el Concordato que regía en Colombia desde 1887. En noviembre de 1922 Flórez tuvo que acceder, finalmente, a confesarse, comulgar, contraer matrimonio católico con Petrona y bautizar a sus hijos, para que éstos pudieran heredar. Ante este acto, considerado por muchos como milagroso, la sociedad barranquillera promovió la coronación cívica de Julio Flórez como poeta nacional, acto al cual accedió el gobierno del general Ospina, pero dada la precaria salud del enfermo, esta ceremonia no se pudo realizar ni en Bogotá ni en Barranquilla, sino en Usiacurí, a donde se movilizaron altas personalidades del gobierno, la sociedad y la cultura en 163 automóviles, a los que se unieron una multitud de campesinos, trabajadores y estudiantes que querían presenciar el acto. Desde Bogotá, el periódico El Tiempo le envió como homenaje una araña de oro.

Así, el 14 de enero de 1923, al borde del sepulcro, Julio Flórez obtuvo un honor retrasado por treinta años. Pocos días después de esta forzada ceremonia, el poeta del pueblo colombiano murió rodeado de sus familiares y amigos, el 7 de febrero. Julio Flórez ha pasado a la historia como un bardo popular, que supo interpretar los amores y los dolores de la nación colombiana bajo temas absolutos como la naturaleza, la madre, la patria, la amada y la muerte. Su fama como «el último becqueriano», según palabras de Max Henríquez Ureña, ha desbordado las fronteras nacionales. La popularidad de Julio Flórez, extendida por todo el continente, hizo que muchos de sus poemas fueran cantados por multitud de artistas, entre ellos Carlos Gardel.

Apariencia física y personalidad

Busto de Julio Flórez en el parque de su mismo nombre en la ciudad de Chiquinquirá, su ciudad natal.

Una de las descripciones más completas de la apariencia física y la personalidad de Julio Flórez es la que hace el escritor Octavio Amortegui: «Cuando me fue dado conocerle personalmente, en un pueblecillo de la Sabana de Bogotá, me expliqué ese extraño poder de sugestión privativo, ese algo misterioso que se lleva tras de sí las multitudes sin explicación plausible ni motivo fundamental. No era el Flórez de las fotografías. Al menos no el de las fotografías más conocidas. Era un hombre supremamente aristocrático. Tenía mucho del príncipe enlutado de la tragedia. Fuerte en su delgadez, más alto que bajo, negra como la endrina la media melena, tupidas las cejas y soñadores los ojos. Ojos alelados, ausentes y tristes, noblemente tristes, bajo los párpados pesados, quizá por lo gruesos, que daban a sus pupilas una cálida y brumosa lejanía crepuscular. Eran los labios sedientos bajo el bigote delgado y fino de Don Juan. Y entre la frente serenísima y el mentón, señoreando el rostro atezado y mate, la fuerte, sensitiva y tajante nariz. Esa perfecta nariz, tan difícil de encontrar -al decir de Tejada-, como un alma perfecta. Vestía un elegante gabán negro, ligeramente ajustado, por cuyas mangas asomaban las manos pulcras, nerviosas, elocuentísimas, del declamador sin igual, y se tocaba con un fino sombrero de jipijapa en forma de tirolés. Este fue el Flórez que yo conocí».[4]

Luis María Mora describe a Julio Flórez en los siguientes términos: «Tenía la frente ancha y espaciosa, recta la nariz, sedosos los cabellos de ébano, la boca sensual y unos ojos que soñaban despiertos, grandes y adormilados y como interrogando extrañas lejanías». Esta figura parecía acondicionada deliberadamente para hacer más evidente su convicción en la poesía romántica. Vestía siempre de negro, y acostumbraba usar un gabán que se movía lateralmente a cada lento paso que daba. Se ha dicho que Flórez, quien veía en la poesía un ejercicio sagrado, parecía ejercer un sacerdocio poético. Por ello sus contemporáneos decían que «tenía algo de los profetas de Judea que templaban su lira a la sombra de los sauces de Babilonia, o de los rapsodas helenos, o de los juglares de la antigua España, o de los bardos de Irlanda que andaban llorando las tristezas de la patria vencida». La mediana y bien proporcionada estatura de Julio Flórez era inconfundible para todos los que a diario lo veían por las calles de Bogotá, o al momento de asistir a los encuentros de la Gruta. Aparecía, al igual que sus compañeros de convite, a la infaltable cita para permanecer toda la noche entre vino, aguardiente, lectura, concursos y recitaciones.[5]

Otro testimonio de la apariencia física de Flórez es el de L. Cuberos Niño, quien lo vio por primera vez un día, cuando el poeta salía de la Librería Roa, en la calle 12, en Bogotá. Cuberos Niño lo describe de este modo: «Emocionadamente, fijos mis ojos en el autor de La araña y las Gotas de Ajenjo, Flórez tenía una de esas figuras que revelan inconfundiblemente al poeta, al bebedor de azul. En su faz de trazos finos y de una oliveña palidez moruna, los ojos negros y un poco rasgados brillaban plenos de pasión y melancolía, y bajo el fino bigote, cuidadosamente retorcido, la boca se contraía a veces en un rictus desdeñoso y amargo. El día que lo conocí iba tocado con su eterno sombrero de fieltro flojo, y llevaba puesto un gabán negro. En ese instante estaba en el apogeo de su gloria o, si queréis, de su popularidad. Se podría decir que Flórez fue objeto de un culto casi idolátrico. Sus estrofas estaban en todas las bocas, resonando en las serenatas callejeras, a la luz de la luna, y endulzando el oído de las enamoradas. Y los que entonces teníamos de catorce a veinte años, nos embriagábamos hasta el delirio con la absenta amarga que pródigamente nos brindaba en la copa de sus cantos».[6]

El mismo autor habla acerca de la personalidad del poeta: «Flórez era un asocial, un bohemio impenitente al que sólo agradaba la compañía de espíritus fraternos, comprensivos, y que sólo se sentía a gusto junto a la mesa de una cantina, entre el humo de los cigarrillos y el tintinear de los vasos y botellas. Entre los recitadores de versos que yo he oído, ninguno comparable con Flórez, más de una vez, en los teatros, lo vi realizar el milagro de mantener a un público tres horas seguidas, suspenso de sus labios como de un hilo mágico, sin que en aquellos recitales se entremezclase con sus recitaciones ningún otro número diferente. Sabía poner en sus versos una emotividad tan honda, tan comunicativa, que habitualmente lograba ocultar sus deficiencias de forma, su pobreza de rima y la falta de novedad de las imágenes».[7]

Contexto histórico

La última década del siglo XIX es considerada una década dorada para la literatura colombiana, y una de sus más fecundas. Coincidían y convivían entonces varias generaciones y personalidades diversas de escritores, cada quién en su quehacer peculiar y siguiendo las más disímiles vetas de la inquietud estética. Entre las figuras más destacadas del momento estaban Rafael Núñez, Rufino José Cuervo, Marco Fidel Suárez, Miguel Antonio Caro, Antonio Gómez Restrepo, Rafael Pombo, Jorge Isaacs, José Manuel Marroquín, Clímaco Soto Borda, Jorge Reynolds Pombo y Candelario Obeso, entre otros. Este primer grupo era el de los tradicionalistas. De otro lado, un segundo grupo estaba conformado por Baldomero Sanín Cano, José Asunción Silva, Guillermo Valencia, entre otros. Este grupo estaba influenciado por Baudelaire, Verlaine, Mallarmé y D'Annunzio, y por los movimientos del Parnasianismo y el Simbolismo, y harían parte de lo que luego se llamaría Modernismo. Un tercer grupo fue el de la Gruta Simbólica, a la que pertenecía Julio Flórez, y que no debía su nombre a que sus miembros fueran partidarios del Simbolismo, sino a que allí se discutían las implicaciones de dicho movimiento en la literatura del momento. Julio Flórez ha sido llamado «el último becqueriano» y «el último romántico», precisamente porque se mantuvo al margen del Modernismo.[8]​ Para el escritor colombiano Octavio Amortegui, Flórez sólo siguió a la pléyade de los Románticos mayores, en especial a Víctor Hugo, pero siempre a su manera, porque quiso permanecer fiel a sí mismo.[9]

Durante el siglo XIX, Colombia fue escenario de guerras civiles partidistas, anarquía y crisis socioeconómica. El país padeció nueve guerras civiles, catorce guerras locales, tres golpes militares, una conspiración frustrada y la Guerra de los Mil Días (1899-1902) generada por los anhelos de dirigir el Estado tanto de los Radicales como de los de la Regeneración y de los Conservadores, quienes se enfrentaron en sangrientas luchas por el poder. Según Harold Alvarado, con la Guerra de los Mil Días la nación quedó arrasada, la miseria pululaba por doquier; como no se sembraba, no había cosechas de ninguna clase; el comercio y los negocios estaban en crisis y, por ello, mucha gente murió de hambre; un «soplo de muerte había permeado todo el país». Posteriormente, una provincia se separó del país y se convirtió en un Estado independiente con el nombre de República de Panamá.[10]

En este contexto histórico, caracterizado por una funesta crisis nacional, creció y creó su obra el poeta Julio Flórez. Este entorno vivencial impregnó en él sentimientos de dolor, tristeza, desesperación, escepticismo y rebeldía; emociones que se vislumbran en gran parte de su obra poética. Tal marco histórico coincidió con el movimiento romántico que a finales del siglo XIX y principios del XX aún se mantenía en Colombia. Nina Sesto señala que el Romanticismo, en general, se caracterizó por la espontaneidad, el sentimiento y la intuición. En Colombia, el Romanticismo encontró el ambiente propicio para su desarrollo, rico en temas como los episodios de la Conquista, leyendas de la colonia y heroísmos de la independencia y, luego, las luchas ideológicas entre compatriotas a raíz de la organización de la nueva República. A todo ello se sumaba la belleza y la exuberancia de un paisaje «edénico».[11]

Obra

Busto de Julio Flórez en el parque Sucre de Bogotá.

Julio Flórez fue uno de los últimos poetas del Romanticismo en Colombia; Javier Ocampo aduce que «Flórez representa en Colombia e Hispanoamérica el Romanticismo tardío». En su época, se divulgaban en el mundo las nuevas tendencias literarias enmarcadas dentro del modernismo, el simbolismo y el parnasianismo; de esos movimientos surgieron los llamados «poetas malditos»; pero Flórez brillaba por su lirismo prolijo, por su exagerado escepticismo y su profunda sensibilidad que lo llevaban a veces a estampar lo patético y dramático en sus creaciones, lo cual, para su época y su escuela, eran requerimientos de consagración.[12]

La producción poética de Julio Flórez se recoge en las siguientes colecciones, que aparecen registradas en orden cronológico:[13]

  1. Horas: (Bogotá, casa editorial J.J. Pérez, 1893).
  2. Cardos y lírios: (Venezuela, Tipografía Herrera Irigoyen & Cía, 1905).
  3. Cesta de lotos: (San Salvador, Imprenta Nacional, 1906).
  4. Manojo de zarzas: (San Salvador, Imprenta Nacional, 1906).
  5. Fronda lírica (Poemas): (Madrid, Balgañón y Moreno, 1908).
  6. Gotas de ajenjo: (Barcelona, casa editorial Henrich y Cía, 1909).
  7. Flecha Roja: (Cartagena, Talleres de Araujo. Sin fecha).[14]
  8. «¡De pie los muertos!»: (Barranquilla, Tipografía Mogollón, 1917).
  9. Fronda lírica (Poemas): (2.ª edición, Barranquilla, Tipografía Mogollón, 1922).
  10. Oro y ébano: (Bogotá, editorial ABC, 1943. Obra póstuma).

Las poesías más destacadas Mis flores negras, La araña, Idilio eterno, Abstracciones, Resurecciones, La voz del río, Reto, Altas ternuras y Oh poetas, entre otras, son consideradas clásicos de la literatura colombiana.[13]​ Además, se conocen otros 120 poemas sueltos, publicados en distintos periódicos y revistas nacionales e internacionales, y un poema inédito, en manuscrito, titulado: Amor mío! que reposa en la Casa Museo de Usiacurí. Allí se guardan también algunos manuscritos, en un cuaderno de apuntes fechado en 1901. Existe una melodía, de Mis flores negras, atribuida su composición musical a él mismo (Julio Flórez), muy difundida en Colombia y Latinoamérica.

La Gruta Simbólica

Entrada del Cementerio Central de Bogotá, a donde Julio Flórez y sus amigos iban a tomar vino, recitar poemas y «darle serenatas a los muertos».

La Gruta Simbólica fue una tertulia literaria, de la que Julio Flórez fue un importante y activo miembro, además de ser uno de sus fundadores. Debe su nombre por estar en ese entonces muy en boga la escuela llamada simbolista, que era objeto de intensas polémicas entre quienes tomaban partido por defender los estilos clásicos, entre ellos los románticos, y aquellos otros que, con nuevas formas y concepciones, introducían otras propuestas para la prosa y el verso. Llama la atención que los miembros de la Gruta Simbólica, siendo contrarios al apelativo, lo hayan adoptado como identificación.

Uno de sus principales integrantes, el escritor Luis María Mora, dijo que la escogencia del nombre se debió a que él había escrito un folleto titulado De la decadencia y el simbolismo, en el que fijaba el valor artístico y filosófico de las nuevas tendencias. El texto, por entonces inédito, fue leído en una pequeña reunión donde participaban sus amigos, y ahí adoptan el nombre de Gruta Simbólica. Allí iba, entre rasgueos de tiple, bandola y guitarra, en busca diamantinos licores, la bohemia santafereña de mil novecientos. La Gruta Simbólica convocó a lo largo de un quinquenio -sobre poco más o menos- a unas setenta personalidades de la más heterogénea condición. Luis María Mora, llamado "Moratín", narró los acontecimientos que dieron lugar a la fundación de esta tertulia:

«... Una noche, cuya fecha nadie podría recordar con precisión, andábamos sin salvoconducto unos cuatro amigos que veníamos de una exquisita cuchipanda, a las cuales eran muy aficionados los literatos de entonces, con pocas excepciones. Era arte muy divertido, peligroso y nuevo ese de sacarle el cuerpo a las patrullas de soldados que rondaban las calles en persecución de sediciosos y espías, cuando de súbito caímos en poder de una ronda. Componían el grupo Carlos Tamayo, Julio Flórez, Julio de Francisco, Ignasio Posse Amaya, Miguel A. Peñarredonda, Rudesindo Gómez y el humilde autor de esta croniquilla, a los pies de vuestras mercedes. No podíamos andar la noche por desafectos al gobierno, y no nos quedaba más remedio que pasarla en un cuartel, cuando menos. De pronto Carlos Tamayo les dijo a los de la ronda: "Señores, tenemos un enfermo grave; vamos en busca de un médico; acompáñenos hasta la casa a llamarlo. Aquí no más es." El oficial consintió en ello. Golpeamos a la ventana de la casa de Rafael Espinosa Guzmán, y apenas asomó éste, Tamayo le dijo: "Doctor ábranos que tenemos un enfermo grave como usted lo ve (y señaló con disimulo a los soldados). Es preciso que vaya a la casa." "Lo haré enseguida (contestó con gravedad el doctor); pero sigan entre tanto." Así lo hicimos y nos quedamos hasta las del alba. Estaban de visita allí aquella noche don Luis Galán y don Pedro Ignasio Escobar. Había necesidad de emplear lo mejor que se pudiese las horas que quedaban hasta el amanecer, y preparamos una alegre tenida. A favor del delicioso vino con que nos regaló el dueño de la casa, recitamos versos, improvisamos un satírico sainete político, cantamos y reímos y olvidamos nuestra pasada cuita con la ronda. Resolvió entonces Reg que hiciéramos nuevas y frecuentes reuniones en su casa, y así, ni una coma más ni una menos, fue como quedó desde esa noche fundada la Gruta Simbólica.»

Moratín narró también las nocturnas expediciones que el grupo de la Gruta Simbólica, presidido por Julio Flórez, hacía al Cementerio Central de Bogotá:

«Un grupo de soñadores, músicos y poetas, al frente del cual iba él (Julio Flórez), se dirigía al camposanto a eso de la media noche, en las más espléndidas ascensiones de la luna. El grupo salvaba la verja, tomaba el vial del Torreón de Padilla y penetraba en los osarios. Una melancólica música de instrumentos de cuerda sonaba en la cripta. Algunas aves sacudían las alas en los cipreses; cruzaban de lejos las luciérnagas de los fuegos fatuos y la luna iluminaba los mármoles de las tumbas. ¡Eran confidencias con los sepulcros! ¡Eran singulares serenatas a los muertos! Algunos inclinaban la frente contra los troncos de los árboles, y meditaban. Algunas veces Julio Flórez recitaba sus versos a Silva. Luego el grupo tornaba a la ciudad antes que los sorprendiese la claridad del día, y así terminaban las extravagantes visitas a tantos seres idos, ya libres de las cadenas de la carne.»

Referencias

  1. Presidencia de la república de Colombia. «Julio Flórez». Consultado el 20 de julio de 2010. 
  2. Smith Avendañó de Barón, Gloria. Edición crítica de la obra del poeta colombiano Julio Flórez (Madrid: 2013), p. 32
  3. Miranda, Álvaro. Notas biográficas de poetas de Colombia. (Biblioteca Luis Ángel Arango: 2006)
  4. Amortegui, Octavio. Julio Flórez (Prensas de la Biblioteca Nacional. Bogotá: 1945), p. 8
  5. Miranda, Álvaro. Notas biográficas de poetas de Colombia. (Biblioteca Luis Ángel Arango: 2006)
  6. L. Cuberos Niño. Julio Flórez y su tiempo. (Bogotá, Tipografía Alconvar: 1930)
  7. L. Cuberos Niño. Julio Flórez y su tiempo. (Bogotá, Tipografía Alconvar: 1930)
  8. Carranza, Eduardo. Julio Flórez en la poesía colombiana. (Círculo de Lectores. Bogotá: 1985) pp. 16-17
  9. Amortegui, Octavio. Julio Flórez (Prensas de la Biblioteca Nacional. Bogotá: 1945), p. 9
  10. Smith Avendañó de Barón, Gloria. Edición crítica de la obra del poeta colombiano Julio Flórez (Madrid: 2013), p. 32
  11. Smith Avendañó de Barón, Gloria. Edición crítica de la obra del poeta colombiano Julio Flórez (Madrid: 2013), p. 33
  12. Smith Avendañó de Barón, Gloria. Edición crítica de la obra del poeta colombiano Julio Flórez (Madrid: 2013), p. 34
  13. a b Casa Museo Julio Flórez. «Biografía Julio Flórez». Consultado el 24 de julio de 2010. 
  14. Se infiere que se publicó en el año 1912, puesto que por esa época, Flórez viajó a Bogotá para reanudar el contacto con las fuerzas liberales y aprovechó el momento para obsequiar un ejemplar al General Rafael Uribe Uribe.

3. Casa Museo Julio Flórez, Mis flores negras. http://casamuseojulioflorez.org/poema.php?id=14&a=view . Consultado el 12 de mayo de 2013.

Bibliografía

  • Martínez Mutis, Aurelio (1973) Julio Flórez, su vida y su obra. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.
  • Restrepo Duque, Hernán (1972) Gran Crónica de Julio Flórez. Bogotá, Colcultura.
  • Serpa-Flórez de Kolbe, Gloria (1993) Gran Enciclopedia de Colombia Tomo IX. Bogotá: Círculo de Lectores.
  • Carranza, Eduardo, (1986) Julio Flórez en la poesía colombiana. Biblioteca Banco Popular.

Enlaces externos