Aculturación y dominio en México

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La aculturación y dominio en México aborda conceptos empleados en los estudios antropológicos desde finales del siglo XIX y por los estudios históricos en el siglo XX, para referir y analizar un tipo específico de contacto dado entre dos o más grupos sociales.[1]​ Su definición, ha sido objeto de múltiples discusiones a partir del diálogo entre ambas disciplinas, ya que, se ha buscado funcione como una herramienta de análisis que permita el estudio tanto sincrónico como diacrónico de los contactos efectuados entre culturas.

Para el caso de México, el concepto aculturación se insertó en la primera mitad del siglo XX a partir de los trabajos de Aguirre Beltrán y posteriormente se nutrió y reformuló con las observaciones de otros estudiosos como Miguel León-Portilla e Ignacio del Río. Hay que señalar que la aculturación como proceso histórico fue anterior a la aparición de los trabajos que la refieren, pues los contactos entre culturas han sido una constante desde tiempos prehispánicos. Sin embargo, las investigaciones de historiadores y antropólogos han priorizado su estudio a partir del contacto entre el imperio hispánico y los pueblos nativos. Posteriormente, estos estudios dieron pie al cuestionamiento sobre la condición del indio en otros contextos.

Conceptos y debates metodológicos

Antecedentes a los estudios de contacto en la antropología: la teoría del estado de la naturaleza

El imperialismo decimonónico de las grandes potencias europeas (Inglaterra, Francia, Alemania, Rusia) apoyó el estudio de las lenguas y culturas indígenas como algo útil para la administración de las colonias. En este contexto político y económico, la antropología se constituyó como disciplina social sobre todo en Inglaterra y Francia.[2]

La teoría del estado de la naturaleza se centró en el estudio de los pueblos no occidentales, considerándolos representantes vivientes de estadios primitivos de la humanidad. Hacia finales del siglo XIX en el desarrollo del pensamiento antropológico, la lucha de opuestos se convirtió en uno de los factores de mayor consideración para comprender la realidad humana.[3]

Primeras definiciones desde la Antropología estadounidense

A partir de 1880 y hasta la mitad del siglo XX, se recrudecieron las discusiones en torno al concepto de aculturación cuestionando la naturaleza de los cambios y contactos entre pueblos.[4]​ Así surgió el concepto de evolución cultural que postulaba el progreso humano a través de una sucesión de etapas socioculturales de desarrollo. También hizo su aparición la escuela difusionista la cual propuso enfatizar el préstamo cultural y tomar en cuenta la dimensión espacial del contacto entre culturas.

En 1896, Franz Boas apuntó que el estudio de la cultura debía orientarse no al momento del contacto entre los pueblos sino a las consecuencias del cambio cultural.[5]​ Dos años después, William John McGee estipuló que se podía distinguir entre aculturación pirata y aculturación amistosa; la diferencia en ambos fenómenos residía en la transmisión y el ajuste de costumbres entre “pueblos de nivel superior” y “pueblos de nivel inferior”.

El tamiz etnográfico en la definición de aculturación: la década de los treinta en el siglo XX

En los años treinta del siglo XX, las definiciones se vieron tamizadas por la etnografía sobre los pueblos nativos de África, Asia y América. En estos estudios se recolectarón datos sobre los contactos culturales, destacando los trabajos de Margaret Mead (1932), Monica Hunter Wilson (1936) y Richard Thurnwald (1935). En Inglaterra se abrió una nueva escuela: la funcionalista, interesada en el análisis de las culturas totales y no en la pulverización de rasgos específicos.

Tiempo de consenso: Redfield, Linton y Herskovits

La Asociación Norteamericana de Antropología comisionó a Robert Redfield, Ralph Linton y Melville Herskovits, para aclarar los conceptos en disputa. En el “Memorandum for the study of acculturation”, publicado el año de 1936 en la revista American Anthropologist. en ella se definió por aculturación: “aquellos fenómenos que resultan cuando grupos de individuos de culturas diferentes entran en contacto continuo y de primera mano, con cambios subsecuentes en los patrones culturales originales de uno o de ambos grupos”. Consecuentemente, los conceptos de evolución cultural y difusión se entendieron solamente como efectos o aspectos del proceso de aculturación.

El concepto de aculturación en la historiografía mexicana, siglo XX

Los estudios de contacto y la aculturación del indio en México

En la primera mitad del siglo XX, el Estado Mexicano practicó una política indigenista cuya intención fue la asimilación e integración del indígena a la cultura occidental. El objetivo fue eliminar la pluriculturalidad del territorio mexicano para generar una sociedad mestiza y homogénea que se pensaba necesaria para el desarrollo y progreso nacional.

A partir de ello, se generó entre la antropología y la historia un diálogo que permitió analizar el mundo indígena. En consecuencia, la historia aportó una dimensión temporal para estudiar las modificaciones culturales de un grupo a lo largo del tiempo. Mientras la antropología, con el uso de la etnografía, dio cuenta de las normas, roles e instituciones de esa cultura. La comunicación entre ambas disciplinas, para el caso de México, conllevó al estudio de los contactos culturales, cuyo fin fue analizar el impacto que la cultura occidental produjo en el indio. Las discusiones anteriores tuvieron su desarrollo entre los estudiosos de la Antropología y la Historia en México para hacer frente a los problemas de un país con gran diversidad poblacional, cuyo fin fue la inclusión del indio a la “vida nacional” y cultura occidental.

Los primeros intentos por analizar tal situación se dieron en la plataforma intelectual que guardó en sus filas el Museo Nacional, institución fundada en 1865. Ahí, se desarrollaron estudios como los de Andrés Molina Enríquez quien, en Los grandes problemas nacionales (1909), analizó a la población mexicana desde tres puntos de vista: su distribución geográfica, la composición que determina su construcción social y su unidad colectiva o “sociotnológica”. Sobre ellos, Molina calificó las características de los indios como elementos a favor o en contra de su “adaptación al medio”.[6]

Siguiendo la escuela antropológica de Franz Boas, Manuel Gamio escribió en 1916 Forjando Patria, en la cual puso de relieve la importancia del conocimiento antropológico como antecedente de la acción social: “las investigaciones científicas de los grupos sociales indígenas y, en general, de cualquier filiación étnica, sólo tiene justificación si se emprenden con la tendencia preconcebida de mejorar de manera autorizada las condiciones en que se desarrollan tales grupos.”[7]

Fue la acción social la que marcó los postulados teóricos respecto al proceso de aculturación del indio en las primeras décadas del siglo XX. Producto de la Revolución Mexicana, se planteó el estudio de tal fenómeno desde la relación del indio con dos problemáticas en particular: la redistribución de la tierra (el movimiento agrario) y su acceso a la educación (la escuela rural). La obra Tepoztlán, a Mexican Village (1930), de Robert Redffield, marcó un nuevo rumbo: los estudios de comunidad. Con ello, se promovió el carácter etnográfico de las investigaciones mediante la documentación de esquemas sociológicos y el incremento de tiempo dedicado al trabajo de campo.

Los estudios de contacto, al implicar el análisis de la relación entre dos culturas, se vieron necesitados de herramientas teórico-metodológicas para su realización. En este contexto, antropólogos e historiadores emplearon el concepto de aculturación para sus investigaciones. No obstante, a pesar de existir una definición previa, elaborada en los años treinta por los antropólogos Redfield, Linton, Hercovitts, se replanteó el concepto de acuerdo a la realidad mexicana.

Definición y discusiones conceptuales dentro de la academia mexicana

Aculturación y Transculturación: Una discusión etimológica

El antropólogo cubano Fernando Ortiz, fue el primer latinoamericano en dialogar con el concepto aculturación propuesto por la antropología norteamericana. En su obra El contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar, publicada en 1940, propuso el vocablo transculturación, de raíces latinas, en lugar del vocablo inglés que, de acuerdo por su etimología, consideró insuficiente para captar la lógica de los procesos culturales.[8]

Para Ortiz, aculturación refería a un proceso de modificación gradual y unidireccional, de una cultura dominante a otra subordinada. Mientras transculturación, poseía un carácter multidireccional por su partícula trans que expresa la transición activa de dos culturas hacía una nueva realidad cultural original e independiente. En este proceso, Ortíz observó dos componentes: desculturación y neoculturación. El primero alude al desarraigo de la cultura emergente sobre sus precedentes y el segundo, el fenómeno cultural que emerge del contacto

En 1957, el antropólogo mexicano Gonzalo Aguirre Beltrán expresó su desacuerdo con Ortíz en El proceso de aculturación, por considerar correcto el uso de la partícula ad como prefijo de la palabra cultura que, según sus raíces latinas significa contacto. Mientras transculturación, le parecía significar el paso de un lugar a otro y no una acción recíproca.

En este entendido, aculturación, para Beltrán remitía un carácter dinámico del fenómeno –en cuanto es proceso y no transmisión- entendido en un contexto de relaciones y significados que permiten la modificación recíproca de los patrones culturales. Así, la antropología y otras ciencias sociales podían hacer uso del concepto como herramienta teórica-metodológica para inducir el cambio cultural de las comunidades indígenas, consideradas subdesarrolladas, con el objetivo de integrarlas a la idea de una comunidad nacional.

Aculturación y Medio ambiente

Miguel León-Portilla, apoyado en el trabajo de Julian H. Steward,[9]​ publica en 1965 un artículo titulado “Aculturación y Écosis. Adopción de un término para expresar un concepto antropológico”.[10]​ En él, propuso estudiar de manera paralela a la aculturación, el fenómeno del contacto continuo entre los grupos humanos y su medio ambiente, lo que denomina écosis. Su propuesta, parte de considerar que existe en los distintos grupos culturales un “núcleo cultural” que se adapta y modifica conforme al ambiente físico en el que se desenvuelve. Así, piensa, el medio físico es un factor más a considerar en la alteración de los patrones culturales de un grupo al hablar de aculturación. Ya que, si bien el hombre es capaz de modificar su medio, este también los afecta al condicionar sus acciones.

El Dominio en los procesos de transmisión cultural

Por su parte, en 1984, el historiador Ignacio del Río, en Conquista y aculturación en la California Jesuítica y en un artículo posterior de 1992, refirió al dominio como el factor que distingue a la aculturación de otras formas de transmisión cultural. Para él, el contacto, contrario a la opinión de Beltrán y de Nathan Wachtel,[11]​ no explicaba el proceso de aculturación ya que consideraba que los cambios culturales se efectuaban a partir de las fuerzas antagónicas, mientras en otros tipos de intercambio, como el difusionismo, la aceptación de rasgos es autorregulada por la cultura receptora.

Asimismo, desde una mirada más apegada a la historia que a la antropología, del Río observó como función del estudio de los procesos de aculturación, el entender la conformación de un conjunto social en el cual prevalecen los dos sistemas de las culturas en contacto y rechazó la idea de aculturación como una forma de observar y generar la transición cultural como había sido entendida hasta el momento por la política indigenista.

Sobre aculturación a fines de siglo

Tras los debates de la antropología mexicana sobre aculturación y las políticas públicas del Instituto Nacional Indigenista (INI), la década de los setenta marcó un cambio. Por un lado, el proyecto indigenista fue criticado por considerarse un etnocidio reprobable.[12]​ Por el otro, en la década de los noventa el término “cultura” fue relegado de los estudios antropológicos por la vertiente estructuralista del marxismo a la que posteriormente se sumaría la antropología estructuralista francesa; ambas “se desarrollaban sobre una matriz de rechazo a los [...] tradicionales estudios de comunidad”.[13]

La teoría del control cultural

Guillermo Bonfil Batalla estableció un puente de comunicación entre los estudios antropológicos de la década de los ochenta y el resurgimiento del concepto “cultura” una década más tarde. En México profundo: una civilización negada relacionó dos fenómenos culturales: la particularidad de cada cultura y la globalización. Además, estudió las políticas de unificación cultural en sociedades pluriétnicas y multiculturales como México.[14]

En este entendido, definió “etnia” como un “sistema social permanente de larga duración histórica” constituido por una identidad primordial […] dentro del cual conviven y se identifican otras identidades”. Dentro de su teoría de control cultural, empleó el concepto “dominación externa” para referirse al dominio ejercido para la unificación cultural mediante la exclusión y negación de la diversidad identitaria de pueblos y etnias. Sin embargo, Bonfil sostiene que: “la cultura propia se repliega, se vuelve clandestina, se enmascara. Y resiste. Cuando el contexto global se altera, los pueblos aparecen de nuevo con su propio rostro”. Así, los procesos de dominio están siendo revelados por movimientos de reivindicación pluricultural, como la etnogénesis de la población afroamericana.

Fin del indigenismo institucional

En la década de los noventa se resquebrajaron las políticas indigenistas del INI, sustituido en 2003 por la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, y se renovaron los estudios antropológicos sobre la cultura y los indígenas. A mediados de 1991 se incluyó en el artículo cuarto de la Constitución de México el reconocimiento a su “composición pluricultural” sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. En 1994 emergió a la escena pública el Ejército Zapatista de Liberación Nacional poniendo en el centro de los debates nacionales la cuestión indígena, particularmente durante los Acuerdos de San Andrés. Esta tendencia alcanzó su clímax el 13 de septiembre de 2007 cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.

Nuevas propuestas sobre aculturación

Esteban Krotz profundizó en el impacto que esos hechos provocaron en los estudios antropológicos que permitieron repensar la cuestión de la cultura de manera tan profunda como no había sido trabajada desde la antropología decimonónica.[15]​ El debate no se cifró en una dicotomía entre el Estado nación homogéneo y el Estado plural, sino en cuestiones metodológicas circunscritas a la pregunta ¿cómo dar adecuadamente cuenta de mundos distintos? Para ello, consideró relevante volver sobre el concepto de cultura y le agrega tres características:

  • No es un sistema cerrado o estable.
  • Nunca es completamente homogénea
  • Contiene aspectos no accesibles a primera vista” e incluso inexplicables.

El “desarme cultural”

Krotz concluyó que cada cultura es única e irrepetible, sin llegar a esencialismos. Planteó la cuestión de cómo estudiarla en “sus propios términos” con métodos dialógicos y reflexivos. Propuso que la admisión del valor propio de las culturas indígenas, en una especie de “desarme cultural”, posibilitaría el conocimiento de lo “ajeno” y provocaría preguntas que “hacen ver lo propio con otros ojos”. A través de este acercamiento, afirmó, era posible vencer esa dicotomía y ponderar el valor de las culturas indígenas como parte fundamental de la diversidad cultural universal cuestionando las tendencias homogeneizadoras.

Debates contemporáneos

A fines del siglo XX, se desarrollaron estudios históricos como los de Michael Ducey,[16]​ Peter Guardino y Edgar Mendoza gracias a la aplicación del enfoque cultural en disciplinas como la política y la economía. También trabajos como los de Gerardo Lara se nutrieron de los debates sobre las particularidades de los pueblos indios. Por otro lado, desde los debates antropológicos sobre los indígenas, destacan los recientes estudios de Marisol de la Cadena sobre la idea de indígena y la noción de indigeneidad y la reciente obra publicada por Paula López Caballero, Ariadna Acevedo-Rodrigo y Paul K. Eiss, Beyond Alterity. Destabilizing the indigenous Other in México.

El proceso histórico de aculturación y dominio en México, siglos XVI-XVIII

El origen del concepto de indio

Origen jurídico y pensamiento eclesiástico en el XVI

Cristóbal Colón usó la palabra indio para nombrar a los habitantes de las Antillas que no eran caníbales.[17]​ Indio era el gentilicio que se usaba a fines del siglo XV para los habitantes de la India. El almirante lo empleó dado su convencimiento en torno a que el viaje lo llevaría ante los príncipes de la India. La palabra pronto se popularizó entre exploradores, religiosos y agentes de la Corona española, al punto que textos de diversa naturaleza, como las Bulas Alejandrinas (1493), la relación del jerónimo Ramón Pané sobre los taínos (1498) o la Cédula de la Reina Isabel para el buen tratamiento de los nativos (1501) la emplearon para referirse a los distintos pueblos de los territorios que se incorporaban a la monarquía hispánica conforme avanzaba el proceso de conquista.

Este vocablo estableció para los europeos la idea de unidad de una multitud de pueblos con características culturales diversas. También evocó su condición de bárbaros, en tanto no cristianos y poseedores de una forma de vida que se juzgaba salvaje por su nula semejanza con las normas sociales del centro y occidente de Europa. El otro efecto radicó en que dicha denominación terminó siendo reconocido por los mismos afectados, quienes admitieron la nueva identidad impuesta. La idea de indio no sólo operó como categoría identitaria. Representó una pregunta por la naturaleza de éstos y por el derecho de la monarquía española para conquistar sus tierras y tornarse en sus señores.

El papa Alejandro VI en 1493 emitió las bulas que concedían la soberanía a los Reyes Católicos sobre las tierras recién descubiertas por Colón. Dicho señorío exigía que los Reyes Católicos convirtieran al catolicismo a los pueblos que allí vivieran. Para inicios del siglo XVI era notoria la brutalidad de la conquista de las Antillas, lo que supuso la pregunta en los ámbitos académicos y religiosos sobre si Castilla realmente tenía derechos para ocupar el territorio y esclavizar a los habitantes del Nuevo Mundo.

En 1504, Fernando de Aragón justificó la esclavización porque tenía los mismos privilegios que los portugueses habían obtenido en 1455 para el África, como se desprendía de la bula Eximie devotionis. Conquistar, esclavizar y convertir eran parte de sus derechos “divinos y humanos”.

En 1511, el dominico Antonio de Montesinos dio su famoso sermón en el que amonestó a los colonizadores por su incapacidad de brindar instrucción religiosa adecuada. Su profunda crítica a los encomenderos tuvo como resultado la promulgación de las Leyes de Burgos, donde quedó decretada la libertad del indio, se regularon sus deberes laborales con los españoles y se recalcó que el rey era su señor por su compromiso evangelizador. Para asegurar su cristianización, se ordenó que los indios vivieran cerca de los españoles y se les impuso el matrimonio cristiano.

En 1514 apareció el tratado de Juan de López Palacios Rubios, Libellus de insulis occeanis quas Indias vulgus apellat, para quien los indios sólo presentaban costumbres bárbaras y antinaturales, por su falta de la institución del matrimonio y no poseer una verdadera religión. Juzgaba que vivían en un estado de ignorancia insuperable, y su único papel era el de ser esclavos naturales en el sentido aristotélico.

Francisco de Vitoria

Cuando se propagaron las noticias sobre la conquista de los grandes imperios americanos, gracias a los cronistas, el debate alrededor del indio tomó otro cariz. En este contexto apareció la opinión del dominico Francisco de Vitoria, quien en 1539 expuso su relectio, De indis, donde se preguntó si los derechos de los reyes católicos eran justos para llevar a cabo la empresa de conquista. Para responder el interrogante, Vitoria examinó las costumbres de los indios para determinar su racionalidad. Mostró como evidencia de su intelecto la posesión de ciudades, matrimonio, organización política, leyes, profesiones, industria, comercio y religión, lo cual no permitía que se les considerara como bárbaros o esclavos naturales según la clasificación de Aristóteles. Asimismo trató de demostrar que también poseían leyes y costumbres que se juzgaban desviadas de la naturaleza. El canibalismo y los sacrificios humanos le permitieron afirmar que tenían una visión distorsionada de la realidad porque no conocían la jerarquía de la naturaleza.

Vitoria juzgó que los indios tenían costumbres semejantes a las del hombre civilizado, pero que todavía no alcanzaban la perfectibilidad requerida, es decir, a la usanza europea. No obstante, era consciente que los grupos indígenas del Nuevo Mundo podían compararse con el campesinado europeo, ya que ambos eran ignorantes y en ocasiones se gobernaban por sus pasiones y no por la razón. Todo este examen lo llevó a establecer que el indio era un ser racional que simplemente había sido educado bárbaramente. Su “infantilización” le permitió proponer que necesitaba la tutela del rey para salir de dicho estado. Cuando alcanzara la mayoría de edad, el dominio de los españoles finalizaría y tomaría el señorío de sí mismo como comunidad política.

Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda

En la obra titulada Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, escrita entre 1538 y 1540, el dominico Bartolomé de las Casas señaló que todos los habitantes del mundo poseían las mismas cualidades humanas. Observó a los indios como seres racionales que podían ser civilizados a partir de la política de congregación y la enseñanza de la religión. El asunto de la “infantilización” de los grupos indígenas continuó, puesto que los consideraron “párvulos” que debían ser orientados al orden moral establecido. Por esta razón, el clero regular, en sus inicios, tuvo la autoridad jurídica de las congregaciones de indios que se fortalecieron aún más con la administración de los sacramentos.

En 1542, con el establecimiento de las Leyes Nuevas, tuvo lugar el cese de la condición hereditaria en el sistema de encomiendas, la cual terminaría a la muerte de los beneficiarios originales. Con la instauración de estas leyes, también hubo una discusión sobre el requerimiento, que era una exhortación formal a los naturales para someterse al rey y a abrazar la fe cristiana.

La visión hacia la humanidad del indio tuvo su propia discusión en la famosa Junta de Valladolid de 1551-1552, convocada por el rey Carlos V, entre Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda. Para Ginés los indios tenían cualidades humanas, estaban más cercanos a las bestias. Algunas de las características que destacaba era que no tenían escritura, ni construcciones urbanas, ni propiedad privada. El padre Las Casas justificó la humanidad de los grupos americanos a través del discurso sobre las grandezas del mundo mexica e inca, aunque marginó al resto por no tener un sistema de creencias y aparato político bien establecido.

El tema de la idolatría también fue abordado en la Junta. Esta era vista como una falsa religión que representaba algo demoniaco y el rechazo del Dios cristiano por dioses falsos. Ginés justificó la conquista armada contra los indios que ejercían actos de idolatría, por los antecedentes del fenómeno de la Reconquista en la península ibérica. Sin embargo, para Las Casas, la idolatría y otros pecados no hacían menoscabo en los derechos naturales de aquellos individuos que la cometían. Por esta razón, si se presentaba una intervención armada en su contra, se podría originar un revés en el proceso de congregación y adoctrinamiento.

Bernardino de Sahagún y otros cronistas novohispanos

Este fraile franciscano, que empezó su pesquisa en 1547 en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, consideró como propósito de su obra el conocimiento de la lengua y de la religión antigua de los nahuas para desarticular su idolatría. Su investigación demostró la sobresaliente capacidad intelectual y física, plasmada en la férrea disciplina que les impedía sucumbir al ocio y a la sensualidad que el clima incitaba. Como señala Alfredo López Austin, para Sahagún “era indispensable recoger y registrar los testimonios de la vieja vida, separar a los jóvenes indios tanto de sus padres —y con ello de la idolatría— como de los españoles —y con ello de la corrupción— para iniciarlos en una vida verdaderamente cristiana, y luego, suprimiendo de las normas y prácticas prehispánicas todo lo que de idolátrico tenían, para reimplantarlas en beneficio de Cristo”. La obra de Sahagún fue un texto pionero de la descripción etnográfica de los indios del centro de México y de algunos grupos del norte. De hecho, distingue claramente entre nahuas y chichimecas, y a su vez divide a estos últimos en otomíes, tamimes y teuchichimecas.

Otros cronistas mendicantes, que compartieron la visión de Sahagún de reconocer la diferencia entre los indios del centro de México y los del norte, fueron Diego Durán, Toribio de Benavente y Jerónimo de Mendieta. La distinción que hacían entre estos grupos partía de la exaltación de la forma de gobierno y de las creencias religiosas de los primeros, en tanto se juzgaban más civilizadas por su similitud con las europeas. En el caso de Durán, por ejemplo, la diferenciación se hizo entre los mismos indios del centro, pues su minuciosa investigación le permitió observar que nahuas y tlaxcaltecas tenían modos de vida propios. Dicha división se mantendría en las crónicas escritas durante los siglos XVII y XVIII, ya que a pesar de que la categoría jurídica del indio se mantuvo, se reconocían las características particulares de cada uno de los grupos locales, aunque manteniendo siempre una escala valorativa en términos de inferioridad y superioridad según los modos de vida. Esta visión se fortaleció con el aumento de empresas misioneras en el norte y el sur del territorio novohispano.

José de Acosta

Otra obra importante que centraba su atención en el origen de los indios fue la Historia natural y moral de las Indias, del jesuita José de Acosta, escrita en 1590. En este texto realizó la descripción de la naturaleza del Nuevo Mundo, el origen de sus habitantes y la descripción de las culturas mexica e inca. En cuanto a los objetivos particulares de la obra, Acosta justificó la misión evangelizadora de los jesuitas. Por otro lado, dividió a los grupos considerados “bárbaros” por el mundo occidental en tres categorías: los asiáticos, aztecas e incas, y los indios salvajes, representados por los indios amazónicos. Para realizar esta división, hizo hincapié en la presencia de escritura y en las jerarquías políticas existentes. Para Acosta, “los príncipes cristianos” tenían el derecho de intervenir por la fuerza de las armas para reducir a los grupos que se mostraban reacios a aceptar el cristianismo. En cuanto al tema de la idolatría, el jesuita señalaba al demonio como su propiciador, ya que había influido en la religión indígena. Por esta razón, la idolatría era vista como una enfermedad, y las calamidades que les ocurrían a los indios eran consecuencia de esta.

El concepto ilustrado de indio en el siglo XVIII

Para mediados del siglo XVIII, la visión del indio en Europa estaba centrada en la idea de su inferioridad física, cultural e intelectual. Dicha percepción había sido difundida por la idea del naturalista George Louis Leclerc, quien manifestaba que las especies animales y vegetales de América eran inferiores debido al clima malsano del continente. Esta relación le permitía proponer que el hombre americano era inferior porque no dominaba a la naturaleza: vivía errante, disperso por una geografía, y bajo un clima que le impedía progresar. Cornelius de Pauw agregó la insuficiencia de las lenguas nativas para expresar grandes ideas. Sin embargo, hubo otras voces que contrariaron estas opiniones.

Francisco Javier Clavijero

El jesuita Francisco Javier Clavijero dio cuenta de su propia visión acerca del indio que habitaba en el territorio novohispano. En su Historia Antigua de México de 1780 respondió a los filósofos que minimizaban a los habitantes del Nuevo Mundo, como de Pauw, Buffon y el abate Raynal. Influenciado por Acosta, realizó una distinción entre los naturales de México y el Perú, y el resto de pueblos americanos que eran bárbaros e incultos. Esta situación la ejemplificó con los indios que habitaban las misiones del noroeste novohispano, quienes eran aficionados a la embriaguez, además de que se les consideraba perezosos y desordenados. Para Clavijero la práctica de la idolatría se relacionaba con los temores y la ignorancia de los hombres, así como por los engaños y supersticiones de los sacerdotes paganos quienes eran figuras políticas importantes y reconocidas entre las etnias.

Alexander von Humboldt

El naturalista alemán defendió la fortaleza del indio contraria a su supuesta debilidad, degeneración, salvajismo e incapacidad mental. Trató de mostrar las diferencias que había entre los distintos grupos indígenas a partir del examen de las distintas tonalidades y fisonomías. Señaló que en el continente americano vivían alrededor de 7 millones y medio de indios cuando despuntaba la segunda década el siglo XIX, los cuales sobrepasaban el número en vísperas de la conquista española y eran síntoma del vigor de la “raza”. También indicó la complejidad social que mostraban nahuas e incas antes de la llegada de los españoles, evidenciando el dominio de la agricultura, la precisión de su calendario, la organización jerárquica de la sociedad, la existencia de un cuerpo militar, la cultura religiosa y artística y el dominio de ciertas técnicas como la fundición de metales. En contraste, consideró que el sometimiento del indio a la religión católica y la opresión que padeció por parte de los conquistadores impidió su evolución social sumiéndolo en el atraso.

Aculturación religiosa en México, siglos XVI-XVIII

Las órdenes mendicantes y sus métodos de evangelización

Entre 1524 y 1533, las órdenes regulares iniciaron el adoctrinamiento superficial prebautismal y la destrucción de los templos de la antigua religión para llevar a cabo la conversión de la población indígena. El uso de catecismos y la predicación fueron los vehículos principales para hacer llegar el mensaje. Se hicieron grandes esfuerzos por llevar el evangelio en las lenguas de los indígenas, al tiempo que la prédica se acompañó de imágenes didácticas. Los bautizos masivos, la música, las fiestas, la promoción de cofradías, las obras de teatro con motivos bíblicos y edificantes, el castigo físico y la extirpación de idolatrías fueron utilizados como métodos para persuadir a los indios hacia la nueva fe y a la adopción de formas de vida semejantes a las españolas.

La evangelización de los niños indígenas por parte de los franciscanos fue uno de los casos recurrentes de aculturación. Cada mañana, después de misa, se les enseñaba el catecismo y las oraciones principales, para luego despacharlos a sus casas. A los que pertenecían a la élite gobernante se les recluyó en los conventos de México, Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo en calidad de internos. Allí aprendían el catecismo y las principales oraciones, latín, gramática y música, e incorporaban las costumbres españolas. Poco a poco se desarraigaban de su cultura: se prestaban para evangelizar a sus familias e incluso denunciaban las supersticiones e idolatrías de sus propios linajes. Igualmente se procuró la educación de las niñas de la élite. En el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco se formaron indios seglares profundamente convencidos del catolicismo, quienes tomarían el papel de catequistas para instruir a los indígenas del común o servirían de ayudantes e intérpretes a los religiosos que no supieran las lenguas.

La política de congregaciones en el centro de México y las doctrinas

El fenómeno de la aculturación en el centro de México puede ser apreciado en el establecimiento del sistema de congregaciones de indios. Dicho esquema tuvo como consecuencia la transformación de los sistemas de gobierno locales. Si bien estos no desaparecieron, tuvieron algunas adaptaciones en la cuestión política, como el nombramiento de cargos nuevos como los alcaldes, corregidores, fiscales, entre otros.

Uno de los casos sobresalientes de la política de congregación se dio con la fundación de la ciudad de Tlaxcala en 1525. Allí se crearon nuevos cargos políticos como los alguaciles, mayordomos y mesoneros. También tuvo lugar una reorganización espacial, que tomó en cuenta a la unidad social y política del altépetl. Tanto las encomiendas como los templos y las plazas se establecieron siguiendo esta lógica. Respecto al nuevo gobierno indígena, la autoridad máxima era el cacique quien era escogido de manera local gracias a la influencia eclesiástica y la de los administradores civiles españoles. Muchos de estos caciques preferían tomar nombres españoles después de ser bautizados. El fenómeno de la aculturación también puede ser apreciado en la construcción de las viviendas en las congregaciones de indios, las cuales podían utilizar algunas técnicas de construcción española, y por otro lado, en la incorporación de nuevas imágenes de santos católicos.

Relacionado con el tema de las congregaciones, también se encontraba el proceso de la formación de barrios de indios al interior de las ciudades de españoles. En estos lugares es posible analizar el proceso de la aculturación a partir de la conformación de nuevos sistemas económicos, ya que los indios eran productores y consumidores de mercancías, y se dedicaban a distintas actividades como la explotación forestal, la caza, la pesca, la cantería y la minería e incluso tuvieron monopolios de ciertas actividades productivas como la cestería y la alfarería.

A partir de la migración de grupos indígenas de distintas regiones, se estableció una forma de vida en policía, expresada en la conservación y adaptación del aparato político local, las leyes y buenas costumbres. También destacaba la presencia de las órdenes religiosas que se encargaban de la enseñanza de la doctrina cristiana.

La presencia de jerarquías políticas y corporaciones en las congregaciones y barrios de indios determinaban ciertos linajes y prestigios. En su interior se podían encontrar también otras instituciones corporativas, como las cofradías. En ellas había una devoción de preferencia y a su alrededor aparecía un entramado de celebraciones, fiestas y procesiones. Para el caso del centro de México, existían una gran variedad en los pueblos de Xochimilco, Coyoacán y Chalco. Gracias a la popularidad y al impulso otorgado por las órdenes religiosas, durante el siglo XVII se expandieron en las regiones de Chiapas y en la Mixteca oaxaqueña. A fines de este mismo siglo e inicios del XVIII, se conformaron también en la región del norte novohispano como fue en las misiones franciscanas de Tampico y las misiones jesuitas.

El proceso de extirpación de idolatrías en el siglo XVI

Las instrucciones que Diego de Velásquez dio a Hernán Cortés indicaban que uno de los objetivos de la expedición era extirpar la idolatría y propagar la fe cristiana. En 1521 Cortés derrumbó los ídolos de Cempoala e impuso un altar con la cruz y la Virgen María. Esto celo fue desaconsejado por fray Bartolomé de Olmedo, quien logró por un tiempo detener la destrucción argumentando que antes de proceder de esta forma era necesaria la instrucción en la fe.

En 1525 fray Martín de la Coruña se preciaba de haber destruido en Tzintzuntzan, ciudad sagrada de Michoacán, la totalidad de los templos e ídolos. Para 1531, el obispo Juan de Zumárraga decía haber destruido más de quinientos templos y veinte mil ídolos. Para 1537, ya como obispo, le suplicaba licencia al rey para demoler los templos que aún quedaban en pie a fin de “extirpar por completo la idolatría”, a lo que el monarca contestó: “En cuanto a los cues o adoratorios, encarga S. M. que se derriben sin escándalo y con la prudencia que convenía, y que la piedra de ellos se tome para edificar iglesias y monasterios, que los ídolos se quemasen, y otros puntos concernientes a esto”.

También se vigiló el culto a las imágenes. Por ejemplo, Maturino Gilberti, en su catecismo en lengua tarasca, expresaba que “aunque delante del Crucifixo, de rodillas se adora, no empero se adora el Crucifixo porque solamente es hecho de palo, pero a Dios mismo nuestro Señor que está en el cielo”. No obstante lo anterior, el caso más sonado fue la condena a la hoguera de Carlos Ometochtzi, cacique Texcoco a raíz de la posesión y adoración de ídolos.

La extirpación de idolatrías y el provisorato en el siglo XVII

Para 1569, varios clérigos seculares declaraban la dificultad de enseñar la doctrina a una población que estaba tan dispersa, asentada en pequeños poblados muy alejados de las cabeceras. De allí que fueran sobre todo estos clérigos quienes comenzaron a recomendar la reducción de los indios a uno o dos poblados por partido. Esta iniciativa quedó plasmada en el III Concilio Provincial de 1585 y fue el germen para la congregación general de finales del XVI y principios del XVII, que de hecho llevó a muchos indios a vivir juntos, incluso compartiendo con pueblos de lengua y cultura distinta. El Concilio, además, consolidó el modelo diocesano para la iglesia novohispana y fue enfático en señalar su afán por erradicar la idolatría y supersticiones de entre los indios, ya con la destrucción de ídolos y templos, ya con la vigilancia sobre las danzas y los juegos. En síntesis, planteaba que los asuntos relativos a la fe y las costumbres de la población indígena quedaban bajo la vigilancia de los obispos.

En 1571, el Santo Oficio fue establecido formalmente en la Nueva España. Sin embargo, los indios quedaron por fuera de la jurisdicción de este pero sujetos a los tribunales eclesiásticos de cada diócesis. El tribunal de Arzobispado de México, que se conoció como “la Audiencia Arzobispal”, contó con tres juzgados, uno de ellos especializado en asuntos indígenas. Los encargados de dar sentencia en estos ámbitos fueron los provisores oficiales o los arzobispos, y, a partir de 1628, fue el Provisor de naturales. Este fue el llamado Provisorato indios y chinos del Arzobispado de México, el cual también tuvo como especial función la vigilancia de la ortodoxia religiosa de los indios y los asuntos matrimoniales y de moral sexual. El Provisorato se apoyaba en la red de jueces eclesiásticos que estaban asentados en distintas poblaciones del arzobispado, quienes armaban los expedientes con las declaraciones de los testigos para luego enviarlas al Provisor. El acusado tenía un defensor pero también enfrentaba a un fiscal. Para la primera mitad del siglo XVIII, el Provisorato se encargó, sobre todo, de los delitos de idolatría y hechicería, que fueron los más frecuentes entre la población indígena.

A su vez, el siglo XVII novohispano vio emerger una gran desconfianza en torno a las creencias y a la ritualidad de los indios, al punto que el pulque, los baños de vapor o la fiesta de los voladores se volvieron sospechosos. Seculares como Hernando Ruiz de Alarcón, Gonzalo de Balsalobre y Jacinto de La Serna dieron cuenta de ello en sus manuales de extirpación de idolatría. Plantearon que tras el velo de un cristianismo público, emergía una serie de doctrinas y prácticas que enmascaraban el culto prehispánico o que mezclaban la verdadera fe con la falsa, reconciliando lo que nunca podría conciliarse. Estas dos vertientes de la idolatría llevaron a nuevas formas para interrogación respecta a prácticas que juzgaban como idólatras.

Identificaron que en el altar hogareño, junto a las imágenes cristianas, podían hallarse cestas cerradas con pequeños objetos brazaletes, plantas alucinógenas, piedras de colores, entre otros elementos que se transmitían por el linaje y que evocaban la relación con los antepasados. Lo mismo ocurría con el baño ritual al recién nacido, que luego era precedido por la asignación de un nombre del antiguo calendario y por la perforación de las orejas, lo cual conllevaba a la introducción en el niño de su tonalli, de la fuerza y el calor que permite su crecimiento. Y de allí toda una serie de ritos, de fórmulas que se recitaban a la hora de desempeñar labores agrícolas, pastoriles y pesqueras, en aras de conseguir mejores resultados. Asimismo, la figura del curandero fue la más investigada, teniendo presente las medicinas que usaba y los objetos, las oraciones (o conjuros) y los movimientos que entraban en juego a la hora del ritual. Estos curanderos representaban realmente el proceso de aculturación. Un caso en Cuernavaca señalaba cómo este personaje se vestía como monje, entraba en una suerte de estado extático, era conducido por dos ayudantes vestidos de túnicas donde los enfermos, a quienes les echaba aire y les decía oraciones en náhuatl, y luego era reconducido a su casa, donde lo lloraban como si estuviera muerto. Cuando no curaba, pedía limosna, y a quien se la brindaba era premiado con una oración y la imposición de su rosario.

El cristianismo indígena en el siglo XVIII

Tras prácticamente dos siglos de esfuerzos por imponer a los pueblos indígenas el cristianismo, se podría decir que el resultado fue el de la construcción de formas heterodoxas de religiosidad católica que entremezclaban elementos mesoamericanos, aridoamericanos, africanos y europeos, que presentaban variantes regionales. Se constituyeron cristianismos indígenas, que si bien partían del éxito de la evangelización en cuanto a la aceptación y práctica de la religión de los conquistadores, también tenían tras de sí una serie de supervivencias y adaptaciones de las creencias y rituales prehispánicos que no desaparecieron por la tolerancia de las autoridades eclesiásticas y civiles, por los malos entendidos en materia de fe entre dominadores y dominados dada la distancia cultural entre uno y otros, o por el esfuerzo de estos último por mantener elementos religiosos que eran parte de su identidad.

El caso del indio Francisco Andrés, del pueblo de San Juan Bautista de Xichú, quien actuó entre los años treinta y sesenta del siglo XVIII, es buen ejemplo de ello. Se hacía llamar el Cristo Viejo, consumía peyote, oficiaba misas escoltado por un grupo de mujeres, ofrecía sermones, daba la comunión con tortillas y brindaba el agua con que se bañaba en sustitución del vino, y era considerado como un profeta y un hechicero. Todos estos elementos de su particular culto lo vinculaban con tradiciones prehispánicas de carácter otomí: la denominación de Cristo Viejo lo relacionaba con Otontecutli, Dios Viejo, deidad del fuego; y la presencia de mujeres ataba todo el culto a la cosmovisión dual en que se complementaban lo masculino y lo femenino.

La segunda mitad del siglo XVIII también fue testigo de un esfuerzo del Estado español y la Iglesia por reconfigurar el cristianismo que practicaban las poblaciones indígenas: la reducción del número las cofradías indígenas; la reglamentación de las procesiones buscando abolir los disfraces, las fiestas, las danzas; la sospecha sobre las nuevas devociones; el escepticismo sobre supuestos milagros; la búsqueda de la castellanización y el fomento de la educación. Todo ello con miras de suprimir la religiosidad barroca, de controlar los excesos de devoción y de piedad que antes eran elogiados, y transformarlos en manifestaciones interiorizadas dentro de los individuos.

La política de castellanización

Desde el siglo XVI hubo intentos por hacer del castellano la lengua oficial de la evangelización por parte de las autoridades españolas. Estas tentativas se originaron por la dificultad que representaba aprender las lenguas nativas y la traducción de conceptos teológicas en estas mismas. Sin embargo, gracias a la oposición de los frailes, la enseñanza de la doctrina se mantuvo en las lenguas locales, aunque dicha normativa sería motivo de discusión en los siglos posteriores. En cierta, el empeño de los frailes por evangelizar en estas lenguas derivaba de su política de congregación y aislamiento, que les permitía tener mayor control sobre sus doctrinas.

Ya en el siglo XVII, cobró importancia el debate en torno a la castellanización como una solución al problema de las idolatrías. El problema que veían las autoridades civiles y eclesiásticas estaba en la permanencia de errores por la pervivencia de conceptos basados en las antiguas creencias, consideradas como idolátricas. Gracias a la Real Cédula del 16 de febrero de 1688, se ordenó explicar la doctrina en castellano en las escuelas de primeras letras.

Finalmente, para la segunda mitad del siglo XVIII, la política de castellanización tuvo como base el proceso de secularización de doctrinas que promovieron los arzobispos Manuel Rubio Salinas y Francisco Antonio Lorenzana. Se argumentaba que los clérigos seculares, nuevos encargados de las doctrinas, desconocían parcial o totalmente las lenguas nativas. Por otro lado, se veía con desconfianza su permanencia porque se juzgaba que eran vehículos idóneos para la incitación de rebeliones al interior de las doctrinas. De hecho, Carlos III proclamó una Real Cédula, en 1778, que prohibía el uso de las lenguas nativas como instrumentos de aprendizaje. No obstante, cuatro años después, proclamaría otra cédula donde manifestaba el regreso de las lenguas, pero con la recomendación de que se mantuviera la enseñanza en castellano en determinados momentos, con preponderancia en las escuelas.


Aculturación y dominio en México, siglos XIX y XX

La situación social del indio (siglo XIX)

En la época virreinal los indios gozaron de la protección de la corona española; sin embargo, tras el movimiento independentista y el establecimiento del régimen liberal su existencia jurídica fue considerada un obstáculo para la modernización del país. Esta política liberal comenzó con la proclamación de igualdad y la supresión de fueros. Así pues, el Juzgado General de Indios fue eliminado y el 9 de noviembre de 1812 se abolieron los trabajos forzados y los servicios personales de indios. Las autoridades buscaron suprimir la identidad étnica y cultural de las comunidades indias para integrarlos a la nación y otorgarles la calidad de ciudadano.

El Plan de Iguala (1821) decretó la igualdad entre europeos, indios y africanos, utilizó por primera vez el término indígena y fomentó la propiedad individual para sustituir a la propiedad comunal; algunas de estas políticas liberales se consumarían en la Constitución de 1857, por ejemplo, la desamortización de bienes comunales. Durante el Segundo Imperio, Maximiliano de Habsburgo creó la Junta Protectora de Clases Menesterosas (1865) para resolver las necesidades de los indígenas. Con su derrota y la instauración de la República, el gobierno retomó su política de integrarlos a la nación.

Por otro lado, Francisco Pimentel afirmó que México no podría aspirar al rango de nación hasta que sus habitantes fueran una sola raza mestiza. Propuso la erradicación de lo indio con la creación de colonias de extranjeros y la mezcla racial. Estos intentos de aculturación encontraron resistencias por parte de los pueblos de indios, como en el caso de los Yaqui y Mayo, a quienes se les negó la ciudadanía en la Constitución de Sonora de 1872.

En el Porfiriato, la política de aculturación implicó la incorporación de los niños indígenas a las escuelas para así facilitar su integración a la sociedad mexicana. A finales de la gestión porfirista se crearon organismos encargados de estudiar sus costumbres y formas de vida y se promulgaron leyes a su favor, como la Ley de Chihuahua de 1906 que dio como resultado la creación de La Junta para el Mejoramiento y Protección de la Raza Tarahumara.

La transformación de la política indigenista en el periodo posrevolucionario (1910-1925)

La aculturación de los indios tuvo su mayor expresión en los años posteriores a la Revolución Mexicana, puesto que el Estado Mexicano a diferencia del gobierno liberal decimonónico, utilizó la educación para imponer los valores modernos que servirían para la “homogenización” cultural de la sociedad mexicana. Los antropólogos e intelectuales mexicanos fueron de gran ayuda al gobierno para llevar a cabo este programa. En 1910 se creó la Sociedad Indianista Mexicana que daría inicio al movimiento indigenista promovido por Francisco Belmar. De acuerdo con Abraham Castellanos Coronado, y José Lorenzo Cossío, este organismo les permitía estudiar a los indios para transformar su condición a través de la educación y la uniformización lingüística.

Por otra parte, el antropólogo norteamericano Franz Boas afirmó, en el Congreso Internacional de Americanistas celebrado en 1910, que México debía incorporar a los indígenas al proyecto que conformaría el estado moderno posrevolucionario. Siguiendo la misma línea, el antropólogo Manuel Gamio expuso en su obra Forjando Patria que para construir una nación era necesario imponer, a través de la educación, una determinada cultura al individuo o grupo que se buscaba incorporar.

Estas ideas repercutieron tanto en el estudio de la población indígena, que quedaron plasmadas en la Constitución de 1917, como en la creación del Programa de la Dirección de Antropología, en 1918, para el estudio y mejoramiento de las poblaciones regionales de la República; su finalidad era la investigación de las comunidades indígenas en el ámbito social, cultural y educativo a través de la antropología.

Gamio consideró que la aculturación de estos pueblos a través del mestizaje no sería posible sin la ayuda del gobierno mexicano y que si este quería construir una nacionalidad unida y definida, era necesario que otorgara su apoyo al estudio de las comunidades indias. Su propuesta tuvo impacto en las primeras décadas del siglo XX, puesto que en los años veinte se realizaron varios experimentos en política pública para atender a la población indígena. Por ejemplo, en 1921 se creó el Departamento de Educación y Cultura para la Raza, cuyo objetivo era localizar los núcleos indígenas radicados en el país para estudiar sus condiciones económicas y su cultura con la finalidad de integrarlos al proyecto de nación.

La educación fue otra de las herramientas utilizados por el Estado mexicano para la aculturación de los indios. José Vasconcelos, siendo secretario de educación, impulsó la creación de escuelas especiales para indígenas, donde se les enseñaría el castellano, principios básicos de higiene, economía y conocimientos industriales sobre cultivos a través del manejo de máquinas agrícolas. Estos conocimientos ayudarían a que el trabajo de los indios fuera eficaz y a que la raza “se elevara rápidamente”. Por ende, las escuelas rurales debían extenderse por el país e incentivar la formación de maestros ambulantes, quienes compartirían estos conocimientos en las rancherías distribuidas a lo largo de la República.

Durante el gobierno de Plutarco Elías Calles, la política indigenista estuvo encabezada por Moisés Sáenz quien creó la Casa del Estudiante Indígena (1925), el Internado Indígena (1932) y las Misiones Culturales. La función de estas instituciones mostró el interés del Estado mexicano por integrar a los indígenas al proyecto de nación por medio de la educación. Los indios, al apropiarse estos elementos culturales, transmitieron a sus comunidades esos conocimientos, insertándolos en la modernidad.

La Guerra Cristera (1926-1929)

En este periodo, el gobierno mexicano emprendió otro programa de aculturación: la erradicación del catolicismo en el país. Probablemente, esta acción se debió a que dicho culto era incompatible con el objetivo de construir una nación moderna. En 1926 el presidente Plutarco Elías Calles aprobó un código penal que afectó a la iglesia católica. La propuesta consistió en reformar el artículo 130 de la Constitución, el cual, le daría poder a las autoridades de inmiscuirse en asuntos de religión. Asimismo, se estipuló que los bienes del clero serían secuestrados para ser vendidos a los particulares. Sin embargo, el apoyo que la Iglesia recibió de la población, a través de la conformación de grupos cristeros, sugiere que la religión daba unidad a la sociedad mexicana.

La consolidación del estado mexicano (1930-1970)

Entre 1940 y 1970, el Estado continuó con su proyecto de aculturación dirigida a la comunidad indígena a través de la formación de profesionales capacitados para el estudio de las poblaciones indígenas desde una perspectiva antropológica. Miguel Othón y Mendizábal y Daniel Rubín de la Borbolla explicaron que dicha disciplina proveía soluciones a los problemas sociales que enfrentaba el país.

En 1942 se creó la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y en 1948 se creó el Instituto Nacional indigenista de México, conocido actualmente como Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, cuyo objetivo era investigar y promover leyes dedicadas al beneficio de las comunidades indígenas. De la década de los años setenta a los noventa, la aculturación dirigida a los pueblos indígenas implementada por el Estado comenzó a cuestionarse desde la misma antropología, que señaló entre otras cosas el problema de la desigualdad social.

Aculturación dirigida por el estado mexicano (1970-1994)

A finales de 1970, el gobierno continuó con la política de aculturación del indio a través de la educación y la enseñanza del castellano con la fundación del Subsistema de educación indígena en 1978. Este organismo adscrito a la Dirección General de Educación Indígena de la Secretaría de Educación Pública, estuvo encargado de la creación de escuelas bilingües para la enseñanza del español junto con el idioma autóctono de los pueblos indígenas. Esto sugiere que el Estado comenzó a reconocer la diversidad cultural del indio.

Asimismo, surgieron organizaciones que exigieron al gobierno mexicano la repartición de tierras. Esta petición se vio afianzada las organizaciones indígenas de Chiapas en la década de 1980, las cuales luego se transformarían en el Ejército Zapatista de la Liberación Nacional (EZLN), cuando comenzó una campaña de concientización, defensa y preservación de las prácticas culturales de los indios. Sus pronunciamientos fueron una crítica ante la política de la erradicación del indio y su integración a la nación por medio de la aculturación dirigida por el Estado mexicano en el siglo XX.

Ante estas demandas, el gobierno comenzó a promulgar leyes para resolver las necesidades de los pueblos indígenas. Así pues, Carlos Salinas de Gortari reformó el artículo 4º de la Constitución en 1992 para garantizar el desarrollo y la protección de la cultura indígena. Ante el incumpliendo de esta reforma, el EZLN se levantó en armas en 1994. Para 1996 el EZLN y el Estado Mexicano firmaron los Acuerdos de San Andrés sobre los derechos de los indígenas y la preservación de su cultura. Este tratado fue importante porque estipuló la independencia de las comunidades indígenas del gobierno mexicano para preservar sus prácticas culturales, muchas de las cuales estaban en peligro de desaparecer como resultado de las políticas implementadas por el Estado Mexicano para la construcción de una nación culturalmente unificada.

Protestantismo

La presencia del protestantismo en México tuvo como punto de partida la Guerra de Intervención (1846-1848). El reverendo William H. Norris, propagandista de la Sociedad Bíblica Americana, quien acompañó al ejército norteamericano en su camino hacia la capital, comenzó a predicar esta religión en los lugares donde la milicia se asentaba. Posteriormente, en las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo XIX, los colpetiour trabajaron en el país clandestinamente repartiendo Biblias. Esto produjo la formación de grupos de estudio bíblicos en los estados de Nuevo León, Chihuahua y Tamaulipas que tenían por objetivo adoctrinar a la población mexicana al culto protestante; sucedió en estas regiones por su cercanía a los Estados Unidos.

Tras la culminación de la Guerra de Reforma el partido liberal permitió el desarrollo del protestantismo al promulgar la Ley sobre Libertad de Cultos en 1860. El Estado Liberal consideró que la difusión de esta religión podría erradicar la superstición de los indios. Así pues, en 1872 se apoyó la comitiva de misioneros pertenecientes de Iglesia Presbiteriana de los Estados Unidos de América para llevar a cabo dicha misión. Este grupo se asentó en Puebla, Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas, la Ciudad de México, Veracruz y Pachuca. El gobierno mexicano protegió y favoreció este culto porque consideró que su expansión y difusión ayudarían a construir un México moderno. Por otra parte, el protestantismo funcionó como medio de contención del poder de la Iglesia católica en la sociedad, política y economía del país.

La aculturación religiosa de los indios por parte de los protestantes tomó mayor fuerza en el siglo XX, en especial, durante la administración de Lázaro Cárdenas, quien invitó a William Cameron Townsend, fundador del Instituto Lingüístico de Verano en México, (ILV) por sugerencia de Moisés Sáenz. El ILV fue un organismo privado norteamericano dedicado al proselitismo evangélico que tuvo como misión el adoctrinamiento de los indios a través de la enseñanza de la Biblia protestante en su lengua. Cárdenas vio en la labor misional de Townsend una vía para “desarticular” la Iglesia católica y erradicar el fanatismo religioso. Sus labores iniciaron en 1936 en Tetelcingo, región cercana a la Ciudad de México habitada por indios. Oaxaca y Chiapas fueron dos lugares en el que el ILV centró su atención para la evangelización de las comunidades indígenas. Para finales de los treinta y cuarenta se tradujo el Evangelio de San Marcos al tzeltal, labor hecha por Mariana Slocum. Para 1954 el ILV completó una versión del Nuevo Testamento y prepararon 150 predicadores seglares indígenas con la finalidad que difundieran el protestantismo entre sus pueblos. La traducción del Nuevo Testamento a las lenguas indígenas, sugiere que el ILV, utilizó esta estrategia de dominación para hacer efectiva su labor de aculturación. En cuanto a la educación, el ILV promovió la traducción de cuentos folclóricos, historias tradicionales y libros de texto escolar, hasta 1979.

El ILV compartió el propósito del Estado, al utilizar la medicina moderna junto con la evangelización para erradicar el temor a los curanderos tradicionales. Esta política tomó mayor fuerza con la fundación del Instituto Nacional Indigenista en 1948, el cual, contó con el apoyo del ILV para erradicar el alcoholismo, la brujería y el monolingüismo en los grupos indígenas. La participación de ambas organizaciones fue el punto culminante de la consolidación del protestantismo en México y un importante recurso en la erradicación de lo indígena, no obstante, a pesar de sus esfuerzos ─ y a la luz de la situación de nuestros días ─ no logró eliminar la diversidad cultural de las comunidades indígenas. El protestantismo junto con el catolicismo son los cultos que tienen más adeptos entre los pueblos indígenas en la actualidad. Por lo que, la política de aculturación religiosa implementada y apoyada por el Estado mexicano lograron su cometido.


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Bibliografía

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Enlaces externos