María Manuela de Portugal

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María Manuela de Portugal
Princesa de Asturias y Duquesa de Milán.
Princesa consorte de Asturias
15 de noviembre de 1543 - 12 de julio de 1545
Predecesor Felipe I de Castilla
Sucesor María I de Inglaterra
Duquesa consorte de Milán
15 de noviembre de 1543 - 12 de julio de 1545
Predecesor Cristina de Dinamarca
Sucesor María I de Inglaterra
Información personal
Otros títulos Infanta de Portugal
(1527 - 1535)
Nacimiento 15 de octubre de 1527
Coímbra, Portugal
Fallecimiento 12 de julio de 1545 (17 años)
Valladolid, España
Sepultura Panteón de Infantes del Monasterio de El Escorial
Familia
Casa real Casa de Avís
Padre Juan III de Portugal
Madre Catalina de Austria
Consorte Felipe, príncipe de Asturias
Hijos Carlos de Habsburgo

María Manuela de Portugal, (Coímbra, Portugal; 15 de octubre de 1527 - Valladolid, España; 12 de julio de 1545) princesa consorte de Asturias e infanta de Portugal, por su matrimonio con el entonces príncipe Felipe II, hija de la archiduquesa Catalina de Austria -infanta de España y hermana de Carlos I de España y V de Alemania- y de Juan III el Piadoso.[1]

Biografía

Viaje a España

Fue la primera esposa del príncipe de Asturias, heredero de la corona española, que reinó más tarde con el nombre de Felipe II, quien era su primo. Aquellas bodas, se contaron entre "las más notables que se han hecho entre príncipes en España, por el lujo, ostentación y aparato que se empleó desde los primeros preparativos, y por el pomposo ceremonial con que se celebraron" como dice un historiador. Los escritores de aquel tiempo han dejado minuciosas descripciones del viaje que hizo de Madrid a Badajoz a recibir a la princesa el maestro del príncipe, Juan Martínez Silíceo, obispo ya de Cartagena, y de la grandeza con que el duque de Medina Sidonia, Juan Alonso de Guzmán, arregló su casa para hospedar a la ilustre novia.

El obispo, en su pausado viaje, gastaba, dicen, 700 raciones cada día; su comitiva era brillante; llevaba multitud de acémilas y reposteros, pajes, escuderos y criados, todos con ricas y lujosas libreas de seda y terciopelo, con franjas de oro, sombreros con plumas y otros adornos, con los cuales competían los paramentos de los caballos, y en las comidas no faltaba, así en viandas como en vinos, ningún género de regalo. El duque, por su parte, gastaba, dicen, 600 ducados cada día en la mesa, y para el recibimiento del obispo en Badajoz llevaba 200 acémilas, todas con reposteros de terciopelo azul y las armas bordadas de oro.
Unos y otros llevaban músicos en su comitiva, y en la del duque iban además ocho indios con unos escudos de plata redondos y grandes, en cada uno de los cuales había un águila que sostenía las armas del duque y de la duquesa. Y para colmo del lujo y del capricho hacían parte del cortejo tres juglares, llamados Cordobilla, Calabaza y Hernando, ridículamente vestidos, y un enano con sus puntas de decidor y discreto. Así la casa del duque como la que se destinó para alojamiento del obispo competían en el lujo del menaje, en tapicerías, colgaduras, doseles y vajillas de oro y plata. Poco faltó para que la proyectada boda ocasionara un rompimiento entre España y Portugal por cuestiones de etiqueta y de preferencia. Tanto se disputó, que por no estar arreglado el ceremonial no pudo entrar en España la infanta en el día anunciado, y aún llegó a temerse que se deshiciera la boda.

Se arreglaron por fin las diferencias. Corría el mes de octubre cuando la comisión de caballeros castellanos recibió a la infanta en la raya divisoria en el puente del río Caya. Se debían celebrar los esponsales en Salamanca, y en el largo tránsito de Badajoz a aquella ciudad se invirtió cerca de un mes, porque todo eran festejos, fiestas, torneos, vistosos simulacros de infantes y jinetes, esforzándose a competencia y relativamente las grandes y pequeñas poblaciones en obsequiar a la futura princesa de Asturias. El príncipe, en tanto, como cualquier enamorado a quien no es permitido el ver a su amada, seguía a ésta desde la raya hasta Badajoz. Cuando llegaba la real comitiva a una población en la que iba a descansar, el príncipe, siempre de incógnito, se adelantaba, y desde una ventana algunas veces, y casi siempre embozado hasta los ojos, desde una esquina, mezclado con la muchedumbre que ocupaba las calles, se complacía en observar a su futura esposa.

Boda en Salamanca

Llegó esta por fin a Salamanca, en cuyo límite la esperaban el corregidor con el ayuntamiento, el cabildo, la Universidad y otras corporaciones, que la acompañaron en la ostentosa y magnífica entrada. El príncipe se adelantó también como en otras poblaciones, y perfectamente disfrazado se asomó a un balcón de la casa del doctor Olivares para ver una vez más a la infanta. Ésta lo supo, y al pasar por delante del precitado balcón, con cierta decorosa coquetería se cubrió el rostro con el abanico de ricas plumas que llevaba en la mano. Como los bufones tenían para todo libertad, el del conde de Benavente, llamado Periquito de Santervés, que era muy célebre entre los de su clase y acompañaba a la infanta para distraerla con sus gracias, comprendiendo lo que pasaba, apartó el abanico y descubrió plenamente el rostro de la infanta, acompañando la atrevida acción con muy oportunas palabras.

Por la tarde salió el príncipe, de incógnito siempre, fuera de la ciudad, y al siguiente entró públicamente en aquélla por la puerta de Zamora, acompañado del cardenal de Toledo, del duque de Alba y de otros varios magnates y caballeros. El día 14 de noviembre de 1543 se celebraron los esponsales,[1]​ por la noche, dando a los esposos la bendición nupcial el arzobispo de Toledo. A las cuatro de la mañana se celebró la misa de velaciones, y todo el día y varios de los siguientes se invirtieron en fiestas y torneos. Después de visitar los establecimientos públicos, los príncipes se dirigieron a Tordesillas a besar la mano a la abuela de ambos, la reina Juana I de Castilla.

La melancólica reina se mostró muy complacida de ver y abrazar a sus nietos, y dice la historia que los hizo danzar en su presencia. En Simancas alfombraron de muy rico paño las calles y festejaron con el mayor entusiasmo a los príncipes, los cuales pasaron de esta ciudad a la de Valladolid, que también se mostró espléndida, digna y magnífica en recibir a los esposos. En aquella ciudad dio María a luz su único hijo, el infante Carlos (8 de julio de 1545) y pocos días después, murió, sin llegar a ser reina de España.[1]​ Fue enterrada en el Panteón de los Infantes de la Cripta Real del Monasterio de El Escorial.

Referencias

  1. a b c «Maria (D.)». Portugal - Dicionário Histórico, Corográfico, Heráldico, Biográfico, Bibliográfico, Numismático e Artístico (en portugués) IV. p. 827. Consultado el 9 de diciembre de 2012. 

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