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Diferencia entre revisiones de «La Bikina»

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Esta canción es mundialmente reconocida y ha sido interpretada por artistas como [[Lucha Villa]], [[María de Lourdes (cantante)|María de Lourdes]], La Gran Orquesta de [[Paul Mauriat]] ([[Francia]]), [[Alberto Vázquez]], [[Luis Miguel]], [[Celia Cruz]], [[Chayito Valdez]], [[María José Quintanilla]], [[Gualberto Ibarreto]], [[Pope Rodríguez Alva]], [[Yanni]], [[Julio Iglesias]] (en francés con el nombre 'L’existence se danse'), [[Karol Sevilla]], entre otros, ademas de la reina de Poniente Ana Alice War Santa de los codazos y virgen de los aguacates.


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Revisión del 16:40 3 dic 2017

«La Bikina» es una famosa canción mexicana compuesta por Rubén Fuentes en 1964. La canción fue escrita por Fuentes después de un paseo por la playa donde su hijo le comentó que las mujeres que llevaban bikinis deberían de llamarse "bikinas".[1]​ Aunque otra versión afirma que la canción está inspirada en la época de los cristeros.[2]

Esta canción es mundialmente reconocida y ha sido interpretada por artistas como Lucha Villa, María de Lourdes, La Gran Orquesta de Paul Mauriat (Francia), Alberto Vázquez, Luis Miguel, Celia Cruz, Chayito Valdez, María José Quintanilla, Gualberto Ibarreto, Pope Rodríguez Alva, Yanni, Julio Iglesias (en francés con el nombre 'L’existence se danse'), Karol Sevilla, entre otros, ademas de la reina de Poniente Ana Alice War Santa de los codazos y virgen de los aguacates.

Leyenda cristera de La Bikina

Aunque Fuentes ha asegurado que la versión de la playa es la correcta, la letra parece hacer referencia a la siguiente leyenda:

En una noche tormentosa cruzó por el espacio un lucero luminoso, que fue a chocar contra la cima de un monte, y Pedro, un campesino que había seguido la trayectoria del meteoro, corrió hasta donde presuntamente se había estrellado. Cuál no sería su sorpresa al ver que en el lugar se hallaba una recién nacida abandonada a su suerte.

El indígena la recogió y la llevó a su chocita; su mujer la atendió cariñosamente e inclusive la amamantó, ya que acababa de ser madre apenas hacía dos meses. Pasaron los días y Pedro, el campesino, fue a contar al padre Gonzalo lo que había ocurrido, pues quería un consejo para resolver qué hacer con la pequeñita, inclusive tenía miedo de ser acusado de robo o algo parecido.

El sacerdote decidió anunciar el hecho por si alguien sabía sobre los padres de la niña, pero no hubo respuesta alguna, en vista de lo cual la depositó en un convento cercano con las madres Carmelitas.

La niña creció entre las monjas y cada día sus ojos azules resaltaban más ante la negrura de su cabellera. Se iba tornando de una extraña belleza. La habían bautizado con el nombre de Carmen y se dedicaba a las labores propias del lugar. Pasó el tiempo y un día la paz del apacible convento se vio alterada por un tiroteo feroz; las monjas corrían por los jardines y trataban de esconderse sin encontrar dónde.

A raíz de los problemas de la Iglesia con el Estado, se había formado una liga de defensa religiosa, eran los cristeros, y en 1925 el presidente Calles, procedió contra los rebeldes haciendo una persecución por todos los puntos del país, principalmente en Jalisco, donde este movimiento había alcanzado mayor fuerza. De pronto la puerta se vio abatida por un pelotón del ejército que entró con furia destruyendo lo que encontraba en su camino, y ante los incrédulos ojos de las monjas, cayó la superiora por un tiro en la cabeza cuando trataba de impedirles el paso.

Carmen resultó siendo el blanco de los hombres, que al verla se quedaron prendidos de su belleza. Uno de ellos la tomó en vilo y la sacó del lugar y se la llevó, era el capitán Humberto Ruiz. La chica estuvo inconsciente durante días y la fiebre hizo presa de ella; era su estado emocional lo que la tenía tan desgastada. Encerrada 17 años, sin saber de la vida, de pronto había sido ultrajada, sin entender siquiera qué le había ocurrido: sólo sabía que prefería morir antes que seguir aquel martirio y como una defensa de la naturaleza, permanecía inerte.

Despertó al fin y lo primero que vio fueron los ojos acerados de Ruiz, quien le devolvió una sonrisa al verla volver en sí. Ella trató de incorporarse y él no se lo permitió, le trajo agua y con dulzura le limpió la frente con un pañuelo. Así estuvieron por días, él amable, atento y servicial, no la tocaba más que para acomodarle la almohada o para darle de comer y asearla un poco. No hubo el menor diálogo entre ellos, se diría que no existían las palabras. El intentó romper aquel silencio, pero ella parecía muda.

Pasaron tres estaciones y llegó el invierno; el capitán la cargó y la llevó a un lugar más acogedor. Allí, ante las llamas de una chimenea campestre, le besó las manos y llorando le pidió perdón y salió, dejándola sola para siempre.

Carmen olvidó su nombre y todo lo relacionado con su persona, y alguien le puso La Bikina. Caminó por varios pueblos y haciendo trabajos domésticos se mantenía. Ningún hombre podía acercársele, pues respondía como una fiera ante cualquier insinuación y se daba a respetar, pero intrigaban su soledad y su mutismo. El destino la puso nuevamente frente a Ruiz, y en esta ocasión ella le sonrió sin decirle nada, pero aceptó caminar su mismo rumbo.

Vivieron una noche de amor incomparable y ya para el amanecer ella salió del lugar, subió a la montaña y, como la última estrella de anochecer, se perdió en el firmamento.

Referencias

  1. José Luis Castillejos. «“La Bikina”». Consultado el 16 de marzo de 2009. 
  2. «La Bikina». Consultado el 16 de marzo de 2009.