Usuario discusión:Sussana Maraselva

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Rescate del debate espiritual compartido . Jesús Ricart Morera

El relatorio de conceptos de los últimos tiempos agregados al equipaje teórico de los movimientos innovacionistas viene necesitando una reestimación. Parece que un conjunto de conceptos encuentra su abrigo bajo lo que se ha venido en llamar como Nueva Era. Examinando de cerca los contenidos principales de los hijos y hermanos de la nueva era, es fácil advertir un error craso en la definición, cuando un buen número de objetivos y prácticas defendidas proceden de un rescate de tradiciones antiguas. La nueva era, sin embargo como eslogan o patente de marca, ha tenido su éxito, y aunque se trate de una vieja era reactualizada no parece oportuno solicitar un cambio de nombre. En todo caso, bajo su epígrafe o manto, acólitos de distintos campos parecen saber de qué hablan cuando se refieren a ese teorema general. Parece ser que por nuevo se viene entendiendo la recuperación de aquellos valores no materialistas que son reinstaurados para alternativizar con el mundo en que priman las contabilidades económicas. Esa idea incluso ha sido traspasada a las reyertas electorales cuando una conocida formación política se enfrenta a la derecha afirmando que da más valor a las personas que al dinero. Desde la reflexión mística y desde los distintos tipos de ritos co-religionarios se ha elogiado el amor fraterno como una categoría universal de todos los tiempos y la creencia en una transmutación para el prevalecimiento de la entidad espiritual que acompaña al ser. Pero desde las generaciones recientes de la Nueva Era, la parafernalia de sus signos ha sido/es acaparada rotundamente por su empuje empresarial y comercial. El mundo capitalista, con una larga tradición y entrenos en la compra-venta de todo, ha enseñado el camino para que también las ideas y las interpretaciones de almas sean productos tan vendibles como cualesquiera otros. La mayor escenografía asociada a la nueva era, va unida a móviles economicistas y rentistas. Y eso es tan brutalmente cierto que no solo se da en arribistas y oportunistas que, desde mediumnidades falsarias, pretenden ganar sus sueldos o sobresueldos, sino también en proyectos industriales de ideas en masa cuya preocupación fundamental son los dividendos. Esa tendencia tangible y destacada no impide que a los campos abonados por los gérmenes de lo nuevo se acerquen miles de personas con intenciones de renovación y re-animación, de reencuentro con su misticidad y cargada de deseos de humildad y humanidad. Pero como toda moda masiva tiene su heterogeneidad y sus impurezas. Esa característica sola convierte el propósito de un movimiento unificacionista en una quimera extrema, cuya rentabilidad mayor-menor y única solo es la de proporcionar un bálsamo gratificante para creer estar en la posición correcta. En realidad, si todo proyecto de unidad total es una antifilosofía neta, el proyecto de una unidad en las ideas espirituales y una unidad estructurada y organizativa en la nueva era es la revelación de un sin-sentido metodológico. La intención unitarista tiene un sentido sin embargo, el de emplazar a quienes llegue tal mensaje a un reconocimiento del origen único de todo y al balance de una multidiversidad poliversionada de la interpretación de tal origen. Pretender la unidad es enzarzarse en el debate místico que da por resultado el reconocimiento de una unidad total imposible, que además se hace indeseable en la medida en que las pautas para tal unificación total convocan presupuestos dogmáticos, rigideces de método e imperativos categóricos. Puestas así las cosas, si a la Nueva Era como idea le empuja la verdad de su descatalogación como concepto-abanico, también a cualquier tesis de un movimiento para su unificación , queda abrasada por una incongruencia teórica fundamental: no es posible unificar lo que ya está suficientemente trabado por un grupo de ideas-carisma supeditadas a su ordeñamiento como materiales de negocio y de generación de puestos de trabajo al socaire de su representación. Pero más allá de cualquier pronóstico y proyecto unitarista, cabe pensar que en toda circunstancia y lugar la evolución de la mística pasa por su megadebate: un viaje hipervinculante por los subsuelos de las verdades reveladas, ocultistas o buscadas. Por eso el rescate del debate espiritual y la propuesta permanente en constituirlo como una dimensión a compartir, van a ser teoremas inter-épocas que propiciarán escenas de comunión y comprensión. Eso y no otra cosa permitirá crear condiciones para espacios unidos desde la heterogeneidad.

La diversidad constatada, contable e irreductible está detrás de todo ello. Diversidad es la palabra popular con la que mencionar la existencia matemática de variables múltiples. No hay ni puede haber una sola manera de hacer las cosas y de interpretar el universo. La variedad está en todos y cada uno de los campos de expresión humana. En las formas fisiológicas y en los modos expresivos, en las tradiciones y en las fiestas, en los vocabularios y las construcciones conceptuales, en la perspectiva del futuro y en la idea del más allá. Todo ese arco de posibilidades pensamentales  es lo que da la grandeza a la humanidad y lo que le impedirá una servidumbre y seguimiento total a una sola idea. Eso convierte la unidad en un parámetro ambiguo. Es mejor hablar de organización sinérgica o de confluencia de factores. La idea de que todo el mundo ha de actuar igual y ha de tener una sola idea, en el fondo esconde una visión totalitarista de la historia y de la sociedad y una noción de los demás (los otros grupos, los compañeros, el pueblo, la gente) como subsidiarios o sumisos.   La historia de las religiones y la historia de las ideas se han desarrollado sobre la variabilidad. En los períodos de movimientos únicos en cambio  se han podido rastrear vectores de forzamiento detrás de los grandes actos históricos. Allí donde todo el mundo piensa exactamente igual cabe la sospecha del dirigismo y del seguidismo unidos (aquí sí hay una unidad) con la amalgama del dogmatismo. 

Por encima de una pretensión unitarista de las religiones en una organización única que se concrete en un mismo tipo de templos u oratorios, de rituales u oraciones, de conceptos y creencias parece más útil, para la liberación ideológica de los seres humanos, el rescate del debate espiritual. Como tal debate admite muchas posibilidades y tomas de posición. Un debate es una fluencia de consideraciones y considerandos aqueo puede dar o no lugar a conclusiones unitarias. Compartir aquél propicia la tolerancia de la diversidad de éstas. El alimento racionalista para mantenerlo no es una garantía suficiente para que la cuota de una pluralidad de ideas pueda limitar que una de ellas se convierta en el ama y señora de todas las demás. El ejemplo de Baruch Spinoza con su sistema cerrado, construido mediante un deductivismo naturalista rígido matemático-geométrico, cuyo contenido monista panteísta tiene en el fondo un marcado carácter dogmático-religioso. Su premisa es dios o la sustancia o la naturaleza. El problema que caracteriza las líneas de pensamiento que se proponen como únicas es un temor profundo a que la diferencia con el otro (o los otros) se convierta en rivalidad y de aquí en enemistad potencialmente destructora. No hay que temer al adversario, ¡al contrario! propicia el debate, el crecimiento intelectual y la consideración de otros aspectos no pensados a priori. Solo puede ser lesivo cuando se transforma en un enemigo que, apartándose del debate, acude a las malas artes del engaño, el sabotaje o la violencia. Para Agustín García Calvo es el enemigo el que lo define a uno. Ese enemigo es en sí mismo definición. El enemigo aspira al poder, al poder sobre ti, para hundir tus planteamientos. Y para eso, todo poder, y el de la noción de unidad lo corea y pretende, necesita siempre ideologías para justificarse en las que incluye una cuidadosa elaboración del enemigo en torno al que organizarse. Para las religiones es la idea de mal o la/s figura/s de los demonios, para las políticas partidistas es el otro disidente que hace pensar en perspectivas distintas y para la ciencia es cualquier fenomenología paranormal e inexplicable (de momento) que rechaza. Es curioso ver como el nombre del mal se ha venido atribuyendo a cualquier posición teórica y práctica que no ha comulgado con la ideología reinante y en cuanto al maligno se ha tomado para eso figuras angélicas como Lucifer que se rebelaron contra la potestad de un dios único. Pero el debate espiritual no es tanto el repaso de lo que ha dado o puede dar de sí cada religión o tendencia eclesial como la conexión mística que cada ser experimenta con el todo. Es el sentido de totalidad y de pertenencia a ella lo que espiritualiza los actos terrenos sin necesidad de pensar en una misión en el cuerpo vivir para alcanzar un cielo eterno. La espiritualidad es una dimensión cósmica, no matérica que nos substrae del yo concreto para recordarnos la pertenencia a un todo unico expresado en un yo múltiple. En última instancia cada ser se remite a todos los demás y lo que hace cualquiera estás preinscrito en todos. Cada persona puede reconocerse en el inmenso catálogo de miedos y de velocidades existenciales. El otro, cualquier otro, es un espejo, por mucha distancia que haya con su comportamiento y su ideología. El debate espiritual es desmarcable de las polémicas organizativas para compartir actos u organizar ritos. Es perfectamente respetable cada ritual de fusión de grupos con sus creencias como lo es quienes prescinden de hacerlo. La frontera entre lo ritualístico y lo que no lo es tampoco es tan precisa. El espacio privado de meditación y sosiego, el tiempo dedicado a la lectura de un mito o una leyendo o el dedicado a la construcción de un poema pueden tener el equivalente al espacio que otros toman para recitar sus oraciones. Las necesidades de unos en acudir a sus templos y celebrar una simbología puede tener el equivalente de valor de otros de reunirse en torno a un fuego y escuchar una canción o compartir una conversación tranquila. Las obligaciones ritualísticas, según cada religión, inciensos encendidos, cánticos, textos fijos de recitación, liturgias determinadas van en contra de la soberanía creativa de los individuos en lugar de propiciarlos como función generativa de saber y referencia. Una persona creyente, desde sus creencias también puede contribuir creativa y críticamente al debate espiritual. En el fondo de cada creencia religiosa se pueden explorar teologías personales distintas y a caballo de los debates se puede alcanzar el máximo grado de empatía posible de todos quienes indagan la existencia en términos de verdad.

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