Usuaria:Jaluj/Sexualidadcristiana

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Matrimonio cristiano y sexualidad[editar]

Mujer[editar]

Según Guy Bechtel, los textos eclesiásticos decían claramente que el consentimiento de la mujer no era necesario en absoluto, ni aun cuando la ley lo exigía, porque era el padre quien decidía y daba el consentimiento para el matrimonio de su hija:

San Ambrosio ya había dicho claramente: «No se debe consultar a las hijas sobre sus pretendientes.» Pasado el siglo XII, cuando este consentimiento fue exigido en principio, el obispo dominico Vincent de Beauvais lo enreda un poco más y dice que al menos se consultará a la novia... sobre la fecha de la boda. Por su parte, el cardenal Hostiensis, en la misma época, tras repetir la obligación del consentimiento, subraya que, «a pesar de lo que digan las leyes, la hija se expone al reproche de ingratitud si no consiente a lo que su padre quiere»Guy Bechtel, Las cuatro mujeres de dios, editorial Zeta, ISBN 978-84-96778-78-8


La castidad es entendida entonces como el estado habitual del

cristiano (“Todo bautizado es llamado a la castidad"), cada uno viviéndola según su particular vocación: La castidad "debe calificar a las personas según los diferentes estados de vida: a unas, en la virginidad o en el celibato consagrado,manera eminente de dedicarse más fácilmente a Dios solo con corazón indiviso; a otras, de la manera que determina para ellas la ley moral, según sean casadas o célibes" (Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Persona humana sobre algunas cuestiones de ética sexual, 1975, número 11). Las personas casadas son llamadas a vivir la castidad conyugal; las otras practican la

castidad en la continencia.Sexualidad, ciencia y religión autor Carlos Eduardo Figari
Existen tres formas de la virtud de la castidad: una de los esposos,

otra de las viudas, la tercera de la virginidad. No alabamos a una con exclusión de las otras. En esto la disciplina de la Iglesia es rica" (San

Ambrosio, Vida, 23). (CIC: 2349)Sexualidad, ciencia y religión autor Carlos Eduardo Figari

La sección que discutíamos era la de la sexualidad en el judaísmo, no la de la sexualidad en el cristianismo, pero si querés no tengo problema en argumentar sobre eso también, aunque no contribuí en nada en esa parte del artículo, pero para mostrarte que lo que se dice en la sección de judaísmo no es falso.

En el catolicismo el matrimonio es un sacramento y la procreación es consecuencia obligatoria y principal de ese sacramento, y para tener hijos hay que tener sexo, pero … el amor vivido en pareja es un camino hacia la santidad, pero no la sexualidad vivida por la pareja, y mucho menos si es placentera a la carne y no al espíritu. Y su postura frente a los matrimonios mixtos es la isma que la del judaísmo ortodoxo (los otros sí lo admiten):

La Iglesia distingue entre “matrimonio mixtos” (católico y

bautizado no católico) y “con disparidad de culto” (entre católico y no católico). En el primer caso para contraer matrimonio se necesita un permiso expreso de la Iglesia, en el segundo una dispensa expresa del “impedimento” para su validez. Sostiene una posición relativa a

esta cuestión bastante similar al judaísmo.Sexualidad, ciencia y religión autor Carlos Eduardo Figari

La santidad verdadera, la de los verdaderos santos de la iglesia, va acompañada de castidad, de abstinencia de todos los deseos de la carne, de control de esos deseos (sexuales o de otro tipo) impuros. La ética cristiana en relación a la sexualidad (o al dinero, la comida u otros temas) y la moral católica son muy claros al respecto, lo que hay que tener en cuenta son todas las encíclicas de los diferentes Papas (no lo que opina el cura de mi barrio) que dijeron bastante al respecto. El matrimonio es inferior a la vida espiritual monástica o clerical por el miedo al placer, a la sexualidad y al cuerpo. Los esposos se elevan hacia Dios en la unión de sus espiritus, no de sus cuerpos.

La Iglesia de Occidente, desde los principios del siglo IV, mediante la intervención de varios concilios provinciales y de los Sumos Pontífices, corroboró, extendió y sancionó esta práctica. Fueron sobre todo los supremos pastores y maestros de la Iglesia de Dios, custodios e intérpretes del patrimonio de la fe y de las santas costumbres cristianas, los que promovieron, defendieron y restauraron el celibato eclesiástico, en las sucesivas épocas de la historia, aun cuando se manifestaban oposiciones en el mismo clero y las costumbres de una sociedad en decadencia no favorecían ciertamente los heroísmos de la virtud. La obligación del celibato fue además solemnemente sancionada por el sagrado Concilio ecuménico Tridentino e incluida finalmente en el Código de Derecho Canónico.

En la Aloc. II al Sínodo romano, 26 enero 1960: AAS 52 (1960) 235-236 (texto latino, 226) se habla de “Iglesia de Cristo libre, casta y católica”.

La sagrada virginidad es un don especial, es el ideal del cristianismo.

Los padres de la iglesia y los escritores eclesiásticos establecieron muchas veces en los textos patrísticos, más que el celibato, la abstinencia con el uso del matrimonio.

La vocación religiosa es una llamada a “santificarse” mediante los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. Para llegar a la santidad son necesarios cumplir con los tres, pero la mayoría de los seres hum,anos, por su naturaleza débil, no logran cumplirlos. No todos logran la “santidad”. Participar en la misión Redentora de Cristo consiste en reparar el “pecado”. Se repara por el pecado dando gloria a Dios.

El evangelio nos da a entender que María tomó la decisión personal de permanecer virgen, incluso estando casada, ofreciendo su corazón al señor. Esto es lo que hicieron numerosos fieles laicos desde los primeros siglos del cristianismo y lo que hacen los sacerdotes y lo que hacen numerosos laicos incluso hasta nuestros días. Según el Presbyterorum Ordinis del Concilio Vaticano II el don del celibato, la castidad y la abstinencia recomendada por Cristo Señor, no es monopolio de clérigos y religiosos.

El celibato sacerdotal, que la Iglesia custodia desde hace siglos como perla preciosa, conserva todo su valor también en nuestro tiempo. La disciplina vigente del celibato hace coincidir el carisma de la vocación sacerdotal con el carisma de la perfecta castidad, como estado de vida del ministro de Dios.

Hay todavía hoy en la santa Iglesia de Dios, en todas las partes del mundo, innumerables ministros sagrados —subdiáconos, diáconos, presbíteros, obispos— que viven de modo intachable el celibato voluntario y consagrado; castidad vivida no por desprecio del don divino de la vida, sino por amor superior a la vida nueva que brota del misterio pascual.

La vigente ley del sagrado celibato debe debe sostener al ministro en su elección exclusiva, perenne y total del único y sumo amor de Cristo y de la dedicación al culto de Dios.

Para el catolicismo lo importante no es la sexualidad sino el sacramento del matrimonio, que no es lo mismo. El matrimonio, que por voluntad de Dios continúa la obra de la primera creación (Gén 2, 18). La sexualidad es rechazada fuera del matrimonio y fuera del objetivo de reproducción. Lo que se acepta, como un mal necesario, es la sexualidad sólo como paso previo para poder procrear, pero nunca la sexualidad en si misma.

En plena armonía con esta misión, Cristo permaneció toda la vida en el estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres.

Jesús, que escogió los primeros ministros de la salvación y quiso que entrasen en la inteligencia de los misterios del reino de los cielos (Mt 13, 11; Mc 4, 11; Lc 8, 10), cooperadores de Dios con título especialísimo, embajadores suyos (2Cor 5, 20), y les llamó amigos y hermanos (Jn 15, 15; 20, 17), por los cuales se consagró a sí mismo, a fin de que fuesen consagrados en la verdad (Jn 17, 19), prometió una recompensa superabundante a todo el que hubiera abandonado casa, familia, mujer e hijos por el reino de Dios (Lc 18, 29-30).

Más aún, recomendó también una consagración todavía más perfecta al reino de los cielos por medio de la virginidad, como consecuencia de un don especial (Mt 19, 11-12).

Los hijos de Dios no son engendrados ni por la carne, ni por la sangre (Jn 1, 13).

La Iglesia considera que no es justo decir que la abstinencia es contra la naturaleza, por contrariar a exigencias físicas, psicológicas y afectivas legítimas, cuya realización sería necesaria para completar y madurar la personalidad humana: el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (Gén 1, 26-27), no es solamente carne, ni el instinto sexual lo es en él todo; el hombre es también, y sobre todo, inteligencia, voluntad, libertad; gracias a estas facultades es y debe tenerse como superior al universo; ellas le hacen dominador de los propios apetitos físicos, psicológicos y afectivos. Fuente: Encíclica de Pablo VI

La abstinencia exige lúcida comprensión, atento dominio de sí mismo y sabia sublimación de la propia psiquis a un plano superior y, por lo tanto eleva al hombre y contribuye a su perfección. El estado de perfección es la abstinencia, la sexualidad humana es un instinto a combatir, a domeñar, a dominar, pero no todos los hombres son capaces de hacerlo, por eso no se les puede exigir la perfección todos los hombres. El deseo natural e instintivo del hombre de amar a una mujer y de formarse una familia es superado en el celibato, pero no todos los hombres soportan vivir en celibato. Todo el Pueblo de Dios debe dar testimonio al misterio de Cristo y de su reino, pero este testimonio no es el mismo para todos. El clero célibe debe tener la convicción de haber escogido la mejor parte. El ministro de Cristo, con una ascética interior exterior verdaderamente viril, teniendo en Cristo y por él crucificada la carne con sus concupiscencias y apetitos (Gál 5, 24), podrá modo manifestar mejor al mundo los frutos del Espíritu, que son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad (Gál 5, 22-23).

Para sus hijos en Cristo el sacerdote es signo y prenda de las sublimes y nuevas realidades del reino de Dios, del que es dispensador, poseyéndolas por su parte en el grado más perfecto y alimentando la fe y la esperanza de todos los cristianos, que en cuanto tales están obligados a la observancia de la castidad, según el propio estado.

En el mundo de los hombres, ocupados en gran número en los cuidados terrenales y dominados con gran frecuencia por los deseos de la carne (cf. 1Jn 2, 16), el precioso don divino de la perfecta continencia por el reino de los cielos constituye precisamente «un signo particular de los bienes celestiales». La meta última de nuestra peregrinación terrenal y un estímulo para todos a alzar la mirada a las cosas que están allá arriba, en donde Cristo está sentado a la diestra del Padre El respeto de los padres hacia la vida y hacia el misterio de la procreación, evitará en el niño o en el joven la falsa idea de que las dos dimensiones del acto conyugal, la unitiva y la procreativa, puedan separarse según el propio arbitrio.
Una educación cristiana a la castidad en familia no puede silenciar la gravedad moral que implica la separación de la dimensión unitiva de la procreativa en el ámbito de la vida conyugal, que tiene lugar sobre todo en la contracepción y en la procreación artificial: en el primer caso, se pretende la búsqueda del placer sexual interviniendo sobre la expresión del acto conyugal a fin de evitar la concepción; en el segundo caso, se busca la concepción sustituyendo el acto conyugal por una técnica. Esto es contrario a la verdad del amor conyugal.
La formación en la castidad ha de formar parte de la preparación a la paternidad y a la maternidad responsables, que se refieren directamente al momento en que el hombre y la mujer, uniéndose "en una sola carne, pueden convertirse en padres. Este momento tiene un valor muy significativo, tanto por su relación interpersonal como por su servicio a la vida. Ambos pueden convertirse en procreadores --padre y madre-- comunicando la vida a un nuevo ser humano.

Lo fundamental para el catolicismo es la nueva vida, no la sexualidad, no la vivencia de la sexualidad, y mucho menos el placer que la sexualidad pueda otorgar. Es necesario también presentar a los jóvenes las consecuencias, siempre más graves, que surgen de la separación entre la sexualidad y la procreación, o a buscar la práctica de la sexualidad separada también del amor conyugal, sea antes, sea fuera del matrimonio.

De este momento educativo que se coloca en el plan de Dios, en la estructura misma de la sexualidad, en la naturaleza íntima del matrimonio y de la familia, depende gran parte del orden moral y de la armonía conyugal de la familia y, por tanto, depende también de él el verdadero bien de la sociedad. Cuando no se estima el matrimonio, no puede existir tampoco la virginidad consagrada; cuando la sexualidad humana no se considera un valor donado por el Creador, pierde significado la renuncia por el Reino de los cielos. Dentro del plan de Dios la vida humana adquiere plenitud cuando se hace don de sí: un don que puede expresarse en el matrimonio, en la virginidad consagrada, en la dedicación al prójimo por un ideal y en la elección del sacerdocio ministerial.

Por esta razón, el Papa Juan Pablo II, cuando trata el tema de la educación sexual en la Familiaris consortio, afirma:

Los padres cristianos reserven una atención y cuidado especial --discerniendo los signos de la llamada de Dios-- a la educación para la virginidad como forma suprema del don de uno mismo que constituye el sentido mismo de la sexualidad humana.
Los padres por ello deben alegrarse si ven en alguno de sus hijos los signos de la llamada de Dios a la más alta vocación de la virginidad o del celibato por amor del Reino de los cielos. Deberán entonces adaptar la formación al amor casto a las necesidades de estos hijos, animándolos en su propio camino hasta el momento del ingreso en el seminario o en la casa de formación. Para la Iglesia la familia verdaderamente cristiana será capaz de ayudar a entender el valor del celibato cristiano y de la castidad a aquellos hijos no casados.
Están, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado. La santidad de la Iglesia se fomenta de una manera especial en los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos (133), entre los que descuella el precioso don de la gracia divina, que el Padre da a algunos (cf. Mt., 19, 11; 1 Cor., 7, 7), para que más fácilmente sin dividir el corazón (cf. 1 Cor., 7, 32-34) se entreguen a Dios solo en la virginidad o en el celibato (134). Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido tenida por la Iglesia en grandísimo honor como señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo.

Desde los principios de la Iglesia hubo hombres y mujeres que se propusieron seguir a Cristo con mayor libertad por la práctica de los consejos evangélicos, e imitarle más de cerca, y cada uno a su manera llevaron una vida consagrada a Dios, muchos de los cuales, por inspiración del Espíritu Santo, o vivieron en la soledad, o fundaron familias religiosas, que la Iglesia recibió y aprobó gustosa con su autoridad.

La castidad que los religiosos profesan «por el reino de los cielos» (Mt., 19, 12) ha de considerarse como un don exquisito de la gracia. Pues libera el corazón del hombre de una forma especial (cf. 1 Cor., 7, 32-35), para que más se inflame con la caridad para con Dios y para con todos los hombres, y, por tanto, es una señal característica de los bienes celestiales y un medio aptísimo con que los religiosos se dediquen decididamente al servicio divino y a las obras del apostolado. De esta forma ellos recuerdan a todos los cristianos aquel maravilloso matrimonio establecido por Dios, y que ha de revelarse totalmente en la vida futura, por el que la Iglesia tiene a Cristo por esposo único. El Concilio Vaticano II nos conmina a guardar la castidad y no dejarnos llevar por las falsas doctrinas que presentan la continencia perfecta como imposible o nociva a la plenitud humana, y rechazar como por instinto espiritual cuanto pone en peligro la castidad.

Aunque se han de conocer debidamente las obligaciones y la dignidad del matrimonio cristiano que simboliza el amor entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef., 5, 32, ss.); convénzanse, sin embargo, de la mayor excelencia de la virginidad consagrada a Cristo (656). Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el Espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado de la cruz, para merecer la participación de su gloria.

El Sumo Pontífice Pablo VI, el 10 de octubre de 1965, dirigió al Presidente del Consejo de Presidencia del Concilio, card. Eugenio Tisserant, una carta en la cual le comunicaba lo siguiente: habiendo sabido que algunos Padres conciliares, en la sucesiva (última) sesión del Concilio y con ocasión de la discusión para el Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros, tenían la intención de presentar a consideración la controversia sobre el celibato de los clérigos, es decir si aquella ley que unía de alguna manera el celibato al sacerdocio debía conservarse o no, no juzgaba oportuno discutir públicamente un argumento tan grave.

La Virgen María, Madre de Jesús y Madre de la Iglesia es la figura y el modelo de la Iglesia de Cristo en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con él. El ideal para la mujer es la virginidad de María.

El mismo venerable Pablo VI escribió en su Encíclica sobre el celibato sacerdotal:

La íntima relación que los padres de la iglesia y los escritores eclesiásticos establecieron a lo largo de los siglos, entre la vocación al sacerdocio ministerial la sagrada virginidad encuentra su origen en mentalidades y situaciones históricas muy diversas de las nuestras. Muchas veces en los textos patrísticos se recomienda al clero, más que el celibato, la abstinencia con el uso del matrimonio, y las razones que se aducen en favor de la castidad perfecta de los sagrados ministros parecen a veces inspiradas en un excesivo pesimismo sobre la condición humana de la carne, o en una particular concepción de la pureza necesaria para el contacto con las cosas sagradas. Además los argumentos va no estarían en armonía con todos los ambientes socioculturales, donde la Iglesia está llamada hoy a actuar, por medio de sus sacerdotes.

Encíclica de Pablo VI

San Pablo nos da una lista de los pecados ordenados según un orden jerárquico en la Primera epístola a los corintios 6, 9-10 y en la Primera epístola a Timoteo 1, 9-10: los pecados de la carne ocupan una posición destacada después del homicidio. Los actos sexuales pueden ser tan malos y pecaminosos como el homicidio. A su vez San Pablo decía en la Primera epístola a los corintios:

Pienso que sería bueno para el hombre no conocer mujer. Sin embargo, para evitar la impudicia, que cada hombre tenga su mujer; y cada mujer, su hombre. Que el marido dé a la mujer lo que le corresponde, y que la mujer obre de la misma manera hacia su marido. San Pablo I Corintios VII, 1-3.

Cuenta el historiador Guy Bechtel que el ideal cristianao era el del matrimonio no consumado:

El teólogo Pedro Lombardo (1100-1160) censó y elogió todos los casos de esposas perfectas, aquellas que habían resuelto la cuadratura del círculo sexual cristiano casándose sin consumar. Santo Tomás, en el siglo siguiente, confirmó la santidad de estas uniones: «El matrimonio sin unión carnal —afirmó— es el más santificador.»

Aunque tenía mucho de leyenda, se machacó la historia de la maravillosa pareja formada por Cecilia y Valentín que jamás se unieron carnalmente y que, para colmo de felicidad, fueron martirizados por los romanos. Se hallaron grandes méritos en Melania quien, hacia el año 400, se negó a darse a su marido Pinio y murió en 410 en Jerusalén después de fundar un monasterio con la virginidad intacta. Se elogió a Alexis (nacido en 530), patricio romano casado por voluntad de su rica familia, que abandonó el domicilio conyugal la misma noche de bodas para hacerse mendigo.

En las épocas más recientes, este culto a los matrimonios no consumados no pudo establecerse sin maltratar aún más duramente la Historia. Respecto a santa Radegonda (muerta en 587), que sin duda vivió con Clotario como todas las mujeres de la época lo hacían con sus maridos, se empezó diciendo que jamás se había entregado a los abrazos conyugales sino con asco; un poco más tarde se afirmó que ni siquiera había consumado la unión. En cuanto al emperador Enrique II (973-1024) y su mujer, se destacó primero que, puesto que no habían tenido hijos, debían de haber llevado una vida llena de moderación. Los religiosos propagaban la edificante historia de la inglesa Cristina de Markyate. Casada a la fuerza en 1110, se negó a los deseos de su marido explicándole la hermosa unión de Cecilia y Valentín. Pero el esposo no debió de quedar ni muy convencido por el relato, ni muy tentado por una proposición de castidad en pareja. Una noche, tras ser embriagada por los parientes, correr de habitación en habitación perseguida por su marido y ser objeto de escarnio público los días siguientes, Cristina pudo al fin escapar de la violación marital huyendo.Guy Bechtel, Las cuatro mujeres de dios, editorial Zeta, ISBN 978-84-96778-78-8

Cuenta que las santas tenían que ser vírgenes, y cuando no lo eran:

En el caso de Ida de Herzfeld, a quien el hecho de ser madre de cinco hijos no le impidió ser admitida como santa, se precisó, eso sí, que toda su vida había experimentado una santa frigidez.Guy Bechtel, Las cuatro mujeres de dios, editorial Zeta, ISBN 978-84-96778-78-8

Bechtel estudia las ideas sobre sexualidad de los teólogos cristianos:

Eva introdujo el pecado en el mundo con terribles consecuencias. Primer Filón el Judio, en tiempos de Jesús, y luego Clemente de Alejandría hacia el año 200, pensaron que la falta estaba vinculada al descubrimiento la sexualidad. Si bien la Iglesia católica no ha admitido jamás oficialmente esta ingenua interpretación de la transgresión de Eva, el sentimiento popular insistió en el mismo sentido: sin duda, al desobedecer, Adán y Eva habían aprendido a usar del sexo. La primera falta no podía consistir sencillamente en haber comido de un fruto, así que había muchas posibilidades de que hubiera sido el pecado de la carne. Se creerá que, con sus mentiras, la mujer arrastró al hombre a los placeres, al nacimiento, a la muerte, al ciclo de la vida. En el siglo IV San Ambrosio destacó que esta falta fue más grave que la de Adán: «Fue la mujer el origen del pecado para el hombre, no el hombre para la mujer.» Guy Bechtel, Las cuatro mujeres de dios, editorial Zeta, ISBN 978-84-96778-78-8
Los cristianos siguen este camino, transformando la temperancia estoica en un auténtico odio a la sexualidad. En 165 San Justino escribió: «Nosotros, los cristianos, si nos casamos es para criar hijos». Es un punto d evista ampliamente compartido. Se impone un ascetismo corregido y ampliado.Guy Bechtel, Las cuatro mujeres de dios, editorial Zeta, ISBN 978-84-96778-78-8
San Jerónimo, contemporáneo de San Agustín, condenó el amor como «un olvido de la razón, i asi una locura, un vicio repugnante muy poco apropiado para un espíritu santo». Escribió: «Nada hay más infame que amar a una esposa como a una amante.» Guy Bechtel, Las cuatro mujeres de dios, editorial Zeta, ISBN 978-84-96778-78-8
San Agustín, por su parte, dice claramente que la compañía de las mujeres no tiene interés alguno: «Para vivir y dialogar, cuánto más armoniosa es la convivencia de dos amigos que la de un hombre y una mujer... Por eso no veo con qué objeto la mujer habría sido concebida para servir de ayuda al hombre, si no es para parir.»

Para dejar claro el concepto que tiene del otro sexo, San Agustín utilizó una vez más las viejas ideas del Génesis, que señalan a la mujer como un ser secundario e inseguro. Tres letras lo dicen todo, según cómo estén combinadas en latín. La mujer es la pecadora Eva (Eva), que conduce a la vez a la magnífica Virgen madre María (Ave) y a la desgracia (Vaé). La mujer conduce a la vida y a la muerte. Usémosla por la vida que lleva; huyamos de ella por la muerte con que nos amenaza.

Estas ideas de san Agustín, en las que justifica el matrimonio y el acto sexual amoroso solamente por y para la procreación, se convirtieron rápidamente en las de la Iglesia cristiana por entero, y lo serían durante quince siglos. La idea del coito ligado a la generación fue unánimemente adoptada y repetida. El arzobispo Cesáreo de Arles, por ejemplo, dijo en el siglo IV: «Quien es buen cristiano sólo conoce a su mujer porque desea tener hijos.» El obispo de Orleans Jonás afirma hacia 840: «El matrimonio ha sido instituido por Dios. No debemos desearlo por lujuria, sino para concebir hijos.» Santo Tomas (1225-1274), el gran teólogo católico, puede decir que el uso del amor no conlleva pecado «si se practica con medid ay con el orden prescrito, en relación con el fin de concebir hijos».Guy Bechtel, Las cuatro mujeres de dios, editorial Zeta, ISBN 978-84-96778-78-8

No está permitido al esposo desear sexualmente a su esposa:

Con el predominio de la ideología cristiana en la legitimación y práctica de la sexualidad, aunque algo mitigada por los esfuerzos por reemplazar el ideal medieval de virginidad por el del sagrado matrimonio, la actitud dominante cristiana respecto de la sexualidad sigue siendo desconfiada y hostil. La literatura médica, los tratados teológicos y los opúsculos morales coincidían en promover una visión natalista de la actividad sexual en la que el placer sólo se permitía en interés de una norma procreativa. Las autoridades religiosas consideraron pecado mortal todo acto sexual realizado fuera del matrimonio, lo mismo que todo acto conyugal no realizado en función de la reproducción. San Jerónimo declaró que el marido que abrazaba a su mujer con excesivo apasionamiento era un "adúltero" porque la amaba tan sólo por el placer que le procuraba, como haría con una amante. Reafirmada por Santo Tomás de Aquino e interminablemente repetida por manuales de autores confesionales durante los siglos XVI y XVII, la denuncia de la pasión en el matrimonio condenaba tanto a la esposa apasionada como al marido libidinoso. Hasta las posiciones que adoptara la pareja estaban sujetas a controles estrictos.El cuerpo, apariencia y sexualidad, Matthews Grieco, Historia de las Mujeres, tomo III, ISBN 84-306-0390-5

Pero el ideal es el ascetismo monástico, aunque no todos los hombres pueden aspirar a él. La lucha por la castidad es analizada por Juan Casiano, un gran teórico de la vida monástica cristiana, en el capítulo VI de Institutions, ediciones Sources Chrétiennes, (hay traducción al español en Instituciones, Madrid, Rialp 1957) y en varias de sus Conferencias (IV, V, XI y XII) Conferentiae ediciones Sources Chrétiennes. Allí figura en segundo lugar dentro de la lucha contra los pecados capitales, la lucha contra el espíritu de fornicación. Dice que es imposible vencerla, como la gula, porque tiene sus raíces en el cuerpo:

No puede ser desarraigada sin la mortificación corporal, las vigilias, los ayunos, el trabajo que quebranta el cuerpo. Cuando el demonio, con su sutil astucia, ha despertado en nuestro corazón el recuerdo de la mujer, comenzando por nuestra madre, nuestras hermanas, parientes o algunas mujeres piadosas, debemos arrojar de nosotros tales pensamientos cuanto antes por temor a que, reteniéndolos, el tentador no se aproveche de ellos para inducirnos a pensar en otras mujeres.Juan Casiano, Instituciones, Madrid, Rialp 1957

La lucha contra la gula debe tener un límite que es no morir de inanición, pero no existe límite en la lucha contra el espíritu de fornicación:

Todo lo que nos pueda inducir a ello debe ser extirpado, y no existe ninguna exigencia natural, en este aspecto, que pudiera justificar la satisfacción de una necesidad. Se trata, pues, de extinguir una inclinación cuya supresión no supondrá la muerte de nuestro cuerpo. La fornicación es entre los ocho pecados fundamentales el único que siendo a la vez innato, natural, corporal en su origen, hay que destruirlo totalmente, como es necesario hacerlo con los vicios del alma que son la avaricia y el orgullo. Se impone, pues, la mortificación radical que nos permita vivir en nuestro cuerpo previniéndonos de las inclinaciones de la carne.La lucha por la castidad, Casiano, Michel Foucault, tercer volumen de la Historia de la Sexualidad, ISBN 968-23-1327-9

Elisja Schultz van Kessel es una historiadora de la vida monástica cristiana. Ella escribe:

Los monasterios formaban la columna vertebral de la cristiandad occidental.Vírgenes y madres entre cielo y tierra: las cristianas en la primera Edad Moderna. Historia de las Mujeres, tomo III, ISBN 84-306-0390-5, página 203
El prototipo de la mujer consagrada, la virgen protocristiana, no solo habia sido sierva (ancilla) sino tambien la esposa de Cristo. Sposa Christi significaba virgen consagrada y designaba a la Iglesia entera. Vírgenes y madres entre cielo y tierra: las cristianas en la primera Edad Moderna. Historia de las Mujeres, tomo III, ISBN 84-306-0390-5, página 212
En las reuniones de los primeros cristianos, las mujeres habían desempeñado un papel heroico inolvidable, tanto por su perfecta castidad consagrada por entero a Dios, como por su disponibilidad para sacrificar la vida en aras de la fe. Inicialmente, las vírgenes protocristianas, al igual que sus paralelos masculinos, los continentes, no vivían en una comunidad de consagradas, sino como cualquier otro fiel, en su casa y rodeadas de los miembros de su familia. Su característica fundamental fue la abstinencia sexual, lo cual será vá¬lido más tarde también para las semirreligiosas. Vírgenes y madres entre cielo y tierra: las cristianas en la primera Edad Moderna. Historia de las Mujeres, tomo III, ISBN 84-306-0390-5, página 193
Ninguna categoría femenina ha llegado nunca tan alto en la estima colectiva como la de las vírgenes protocristianas. Éstas se convirtieron en ejemplo por excelencia de la cristiana perfecta. La castidad llegó a ser el signo distintivo de la santidad en femenino, de la misma manera que la profesión de fe en actos y palabras se convirtió en el de la santidad masculina. Entre los santos, no se co¬nocen "confesores" femeninos, ni tampoco "vírgenes" masculinos. Para los más heroicos de ellos, los que pagaron con la vida su ad¬hesión a la fe, sólo entre las víctimas femeninas se ha continuado haciendo diferencia entre vírgenes y no vírgenes. Los mártires y las mártires eran igualmente agradables a Dios, pero las mártires vírgenes lo eran particularmente. Vírgenes y madres entre cielo y tierra: las cristianas en la primera Edad Moderna. Historia de las Mujeres, tomo III, ISBN 84-306-0390-5, página 193
El prototipo de la mujer consagrada, la virgen protocristiana, no solo habia sido sierva (ancilla) sino tambien la esposa de Cristo. Sposa Christi significaba virgen consagrada y designaba a la Iglesia entera. Vírgenes y madres entre cielo y tierra: las cristianas en la primera Edad Moderna. Historia de las Mujeres, tomo III, ISBN 84-306-0390-5, página 193

Jean- Louis Flandrin es otro autor que hace un exhaustivo análisis de los textos eclesiásticos:

En el núcleo central de la moral cristiana existe una profunda desconfianza hacia los placeres carnales, porque hacen del espíritu un prisionero del cuerpo, impidiéndole elevarse hacia Dios. Es necesario comer para vivir, pero hemos de evitar la seducción de los placeres de la mesa. Igualmente, nos vemos obligados a unirnos al otro sexo para tener hijos, pero hemos de evitar el apego a los placeres sexuales, pues la sexualidad nos ha sido dada para reproducirnos. Por eso es un abuso utilizarla para otros fines, como, por ejemplo, para el placer. En nuestra sociedad, como en las demás, subrayan los moralistas cristianos, la institución familiar es la que mejor se adapta a las necesidades de la educación de los hijos; y, por lo demás, no se pueden concebir hijos legítimos —o sea, aptos para sucedemos— más que en legítimo matrimonio. Hasta el siglo XV teólogos consideraban que se cometía un pecado venial cuando un cónyuge accedía a la unión con su mujer o con su marido los esposos que se unían a sus cónyuges por puro placer cometían también un pecado mortal. Siempre hay, inevitablemente, un momento en el que ese placer brutal que es el placer sexual in¬vade toda la conciencia. Eso es, al menos, lo que decían los teólogos. Y aun muchos pensaban —como el papa Gregorio el Grande en el siglo VI— que era casi imposible salir incólume incluso del abrazo entre los esposos. Pero lo que era un pecado mortal, era unirse deliberadamente al cónyuge con el único fin de obtener placer. Casi todos los teólogos medieva¬les lo han subrayado, siguiendo a San Jerónimo antes que a San Agustín.Jean- Louis Flandrin. La vida sexual matrimonial en la sociedad antigua:de la doctrina de la iglesia a la realidad de los comportamientos, en Sexualidades Occidentales, ISBN 950-12-6661-3.
A partir del siglo XV, el intercambio conyugal, que era definido como una conducta razonable y regulada en oposición al intercambio apasionado de los amantes, no era lícito más que en los momentos y en los lugares adecuados. Así, eran considerados inadecuados para el mantenimiento de las relaciones sexuales todos los días de ayuno y de fiesta de guardar; el período de impureza de la esposa de cada mes, o sea, el tiempo que durase la regla, y los cuarenta días siguientes al parto; y durante el embarazo y la lactancia. Los días de ayuno y de fiesta de guardar en el siglo VIII eran alrededor de doscientos setenta por año. Durante la alta Edad Media la continencia estaba prescrita bajo la pena de pecado mortal pero a finales de la Edad Media y durante la Edad Moderna era, simplemente, recomendada. Jean- Louis Flandrin. La vida sexual matrimonial en la sociedad antigua:de la doctrina de la iglesia a la realidad de los comportamientos, en Sexualidades Occidentales, ISBN 950-12-6661-3.

No sólo no se permitía el placer sexual fuera del matrimonio sino que era motivo de expulsión de la Iglesia:

En el año 1640, en las diócesis pirenaicas de Bayonne y de Alet las relaciones prematrimoniales o la cohabitación sin el sacramento cristiano del matrimonio se convirtieron en motivo de excomunión. El cuerpo, apariencia y sexualidad, Matthews Grieco, Historia de las Mujeres, tomo III, ISBN 84-306-0390-5
Las personas casadas son llamadas a vivir la castidad conyugal; las otras practican la castidad en la continencia . Los padres son conscientes de que el mejor presupuesto para educar a los hijos en el amor casto y en la santidad de vida consiste en vivir ellos mismos la castidad conyugal. La castidad conyugal, punto 20 en Sexualidad humana:verdad y significado, Orientaciones educativas en familia, Vaticano
Incluso los que con más fervor defendían la necesidad de afecto mutuo en la elección de pareja matrimonial, se mostraron igualmente inflexibles en la condenación de otros dos motivos posibles de matrimonio: el deseo de beneficio monetario, a lo que se acusaba de ser la raíz de muchas miserias matrimoniales, y la pasión sexual o romántica, que creaba expectativas no realistas de felicidad conyugal.El cuerpo, apariencia y sexualidad, Matthews Grieco, Historia de las Mujeres, tomo III, ISBN 84-306-0390-5.

La mujer medieval introduccion[editar]

Pero la institución del matrimonio, aunque ensalzada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, no tardó en ser puesta en duda e incluso condenada en los primeros siglos del cristianis¬mo por textos apócrifos y por sectas heréticas, que predicaban la superioridad del estado virginal, simbolizado por María y por su hijo. Jesús había dicho claramente que la virginidad no era para todos, que debía constituir una opción; sin embargo, pronto flo¬recieron movimientos que condenaban la procreación y exalta¬ban la castidad. El conflicto matrimonio-virginidad fue, además, una cons¬tante en la temática cristiana de los primeros siglos, y los Padres de la Iglesia occidental (Ambrosio, Jerónimo, Agustín) y oriental (Clemente, Alejandrino, Metodio, Basilio de Cesárea, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo), aun sosteniendo la legitimidad del matrimonio, fueron fervientes paladines de la virginidad: es-tablecieron incluso para las mujeres una rigurosa jerarquía de valores, que ponía en primer lugar a la virgen, en segundo a la viuda y sólo en el tercero a la madre de familia. La actitud en parte misógina y antimatrimonial de los Padres, que a menudo no es más que el reverso polémico de obras cuyo objetivo fundamental es la exaltación de la vida ascética y de la virginidad, influyó profundamente en los hombres de la Edad Media, que hicieron de esas teorías el centro de su propia ética. Y así, aislando algunas afirmaciones que se encuentran en san Pablo, en Tertuliano o en los Padres, cargaron sobre las mujeres los prejuicios negativos que pesaban sobre el matrimonio, con-siderado como consecuencia del pecado original. Las mujeres, hijas de Eva, símbolo del pecado, una vez más fueron culpabili-zadas y demonificadas. En el matrimonio, aceptado sólo como remedium concupiscentiae, su actividad se vio limitada de nuevo nada más que a la procreación, mientras que en la vida social volvieron a ser marginadas por su inferioridad y debilidad. Desde esta óptica, la sexualidad, que en el mundo pagano ge¬neralmente era concebida como una manifestación natural de la humanidad, fue vista bajo una luz cada vez más negativa tam¬bién en el ámbito legítimo y consagrado del matrimonio, hasta el punto de que en los penitenciales (fragmentos de carácter práctico para uso de los confesores, difundidos sobre todo entre los siglos vi y xi) se remite frecuentemente a la fórmula: «El hombre no debe ver a su mujer desnuda.» A propósito de esta prohibición, me parece interesante alu¬dir a una famosa página de Herodoto, en la cual, justo como in¬troducción de \astfistorias (I, 8-12), se narra cómo Gigesse con¬virtió en rey de Lidia. El historiador griego cuenta que el rey li¬dio Candaules, convencido de que su mujer era la más bella de todas las mujeres, después de mucha insistencia indujo a un guardia de su cuerpo, llamado Giges, a esconderse en el dormi¬torio de la reina para poder admirarla en el esplendor de su des¬nudez. Giges no quería y se opuso insistentemente durante mu¬cho tiempo, pero al final fue obligado a acceder. La mujer, sin embargo, se dio cuenta de todo y, después de convocar a Giges, le dijo que lo dejaba a su elección: o morir por haber visto lo que no quería ver, o matar a Candaules y ocupar su lugar como mari¬do y como rey. Giges naturalmente eligió salvarse, y se convirtió así en rey de Lidia. He recordado este episodio porque en él se repiten dos frases muy significativas; la primera la pronuncia Giges cuando, recha¬zando la invitación de su rey, replica: «¿Qué loca propuesta me haces, oh rey, ordenándome observar a mi reina desnuda? La mujer, con el vestido, se despoja también del pudor.» La segunda la pronuncia la reina cuando plantea a Giges la alternativa: «Una de dos: o muere él, que ha proyectado este plan, o mueres tú, que me has visto desnuda y has cometido una acción ilícita.» En el pueblo de los lidios, que los griegos consideraban bár¬baro, el pudor de una mujer era tenido, pues, en alta considera¬ción, pero en el ámbito de la vida privada, en la relación entre los cónyuges, ver a la propia mujer desnuda no era considerado inmoral. El grave condicionamiento de la lección de los Padres de la Iglesia inducía, en cambio, a los autores de penitenciales altomedievales a interferirse en la esfera más íntima de la rela¬ción entre los cónyuges, introduciendo la noción de pecado y de inmoralidad también en el ámbito del matrimonio consagrado. Ahora estamos lejos también de la postura de san Pablo, para el cual, ciertamente, la virginidad y la continencia son preferi¬bles al ejercicio de la sexualidad conyugal, pero esta última, con todo, lo es a la incontinencia. Del minucioso análisis efectuado sobre la base de cincuenta y siete penitenciales recopilados en el período comprendido en¬tre los siglos vi y xi, resulta claro que los esposos cristianamente unidos en legítimo matrimonio que se propusieran observar es¬crupulosamente los períodos de abstinencia sexual impuestos por la Iglesia estaban obligados a realizar verdaderos exploits de continencia sin igual en la historia universal del matrimonio. Además de abstenerse de consumar el acto sexual en los pe¬ríodos ligados a las funciones propias de la mujer (menstrua¬ción, gestación, parto, lactancia), los cónyuges debían respetar la castidad también en los períodos litúrgicos correspondientes a Cuaresma, Adviento, Pentecostés, las principales fiestas y sus respectivas relativas vigilias, los domingos... Este fenómeno encuentra una explicación, por un lado, en la gran difusión del monacato, y por otro, en el concepto de «tiem¬po» característico de la mentalidad cotidiana. En el período al-tomedieval, los monjes, de hecho, habían ido adquiriendo pro¬gresivamente cada vez más importancia en la vida de la Iglesia, de la cual representaban un poco la conciencia y, puesto que profesaban una rígida regla de vida, de la cual el voto de castidad y la continencia eran una especie de símbolo, tendían, conscien¬temente o no, a imponer normas de vida casi igual de rígidas a los laicos, fueran célibes o casados. Por otra parte, la imposición de períodos tan largos de conti¬nencia, más o menos directamente conectados con la afirma¬ción del Eclesiastés (III, 5) —«Hay un tiempo para amar y un tiempo para abstenerse del amor»—, era fácilmente comprensi¬ble, aunque poco grata, para la mayor parte de los fieles que, perteneciendo a la clase campesina o a la de los terratenientes, estaban habituados a medir el tiempo por las operaciones rela¬cionadas con el trabajo de la tierra. También a consecuencia de tales prohibiciones, podía ocu¬rrir que entre los cónyuges faltara a menudo precisamente el demento que en cambio debería haber sido fundamental e indispensable, o sea la espontaneidad del amor: el matrimonio, concebido negativamente como remedium concupiscentiae, na¬cía casi siempre al socaire de acuerdos estipulados entre los pa¬dres por motivos políticos, dinásticos o económicos, ignoraba la voluntad de los contrayentes efectivos y en todo caso veía siem¬pre a la mujer en posición subordinada. Lo encontramos plenamente confirmado también en el dere¬cho canónico: en el célebre Decretum Gratiani, la mayor colec¬ción de textos jurídicos recopilada en la primera mitad del si¬glo xn, se lee: «Es sabido que la mujer debe estar subordinada al marido y que no tiene ninguna autoridad; no puede enseñar, no puede actuar ni como testigo ni como garante, ni como juez» (c. XXXIII, q. V, c. XVII). No pensaban de modo muy diferente los filósofos y los teólo¬gos: Abelardo, ilustrando el pasaje bíblico sobre la creación en el que se lee: «Y Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó: hombre y mujer los creó» (Gen., I, 27), argumenta dialécticamente la superioridad de Adán respecto a Eva (y, por lo tanto, del hombre sobre la mujer), afirmando que el hombre puede ser definido como «imagen de Dios», mientras que para la mujer se puede hablar sólo de «semejanza» (in exaem., PL 178, col. 760-761). Santo Tomás, por su parte, subraya en varios luga¬res la inferioridad de la mujer, que debe estar sometida al hom¬bre desde el momento en que «el varón está mejor dotado de ra¬zón y es más fuerte» y que «el discernimiento de la razón es por naturaleza más abundante en el hombre» (summ. c. geni., III, 123, y summ. theol., I, q. 92, a. 2). De ello se desprende que el pa¬dre debe ser más amado por los hijos que la madre; de hecho, se¬gún la teoría aristotélica, «el padre aporta el principio activo, la madre, en cambio, aporta por el contrario el principio pasivo y la materia; por eso, considerándolo bien, el padre debe ser más amado» summ. theol., II, 2, q. 26, a. 10). A propósito luego del hecho de que Eva se hubiera dejado se¬ducir por la serpiente, el de Aquino recuerda que la mujer está «menos dotada que el hombre también en lo que respecta al alma» (comm. sent., 2, d. 21, 2, 1, ad. 2). En esencia se puede de¬cir que entonces, tanto para Abelardo como para Tomás, la infe¬rioridad de la mujer es objeto de mera constatación. Basándonos en los testimonios acerca de la mujer de los Pa¬dres de la Iglesia, de los confesores, de los juristas, de los filóso¬fos y de los teólogos (pero podríamos añadir los predicadores, los enciclopedistas, los médicos), en una palabra las personas que contaban en la sociedad y que, como se suele decir, «crea¬ban opinión» contribuyendo a determinar las ideologías de su medieval respecto a la mujer fue sustancialmente misógina, ya que las pocas voces que se alzaron para defender una situación de mayor equilibrio peiiiuiiu-ciiTon aisladas y desoídas. Y así, mientras prevalecía mtiv las personas c-nllas l;i opi¬nión ambrosiana, según la cual la mujer i onslilnye •una buena ayuda» para el hombre, «aunque se Irak- de un ayudan!? de mu¬go inferior» (depar., XI, 48), en el ámbito popular, pm rl i mitra rio, en la línea de la violenta invectiva de Tertuliano, que lialiia definido a Eva, entre otras cosas, como «puerta del diablo» (</<• culi, fem., I, 1, 2), tomaba cuerpo la conocida imagen medieval de la mujer instmmentutn diaboli. El concepto de Ambrosio fue recuperado en el siglo xn por el maestro de santo Tomás, Alberto Magno, que en la Summ a theo-logica (tr. XIII, q. 80, m. 2) interpretó en clave ambrosiana el fragmento del Génesis (II, 21-23) en el cual se narra la creación de Eva a partir de una costilla de Adán, subrayando cuál es la ta¬rea confiada a la mujer, sobre todo en el ámbito del matrimonio y de la vida familiar en general. La connotación marcadamente sexual de la expresión diaboli ianua de Tertuliano hizo fortuna, en cambio, en boca del pueblo, como demuestran los malicio¬sos cuentos de Boccaccio y de Sacchetti, en los cuales se narra cómo se devolvía el «diablo» al «infierno». Pero, como en la Biblia y en los textos paganos existe tradi-cionalmente, junto a la figura de mujer en sentido negativo, la que tiene sentido positivo, también en los Padres del siglo iv, junto a la mujer instrumentum diaboli, se coloca la miilier sánela ac venerabilis. Este ideal místico de mujer, que tiene su arquetipo en María, nace de la necesidad cultural de los escritores cristianos de di¬fundir una imagen femenina que se contraponga al estereotipo de la virtuosa matrona romana que, de acuerdo con las costum¬bres de los antepasados, «custodia la casa y carda la lana». Nace así, como hemos visto, la tríada virgo, vidua, mater, en la cual prima sin duda la figura de la virgen. A partir de los Atti apocrifi y luego del Simposio de Metodio (comienzos del siglo iv), se exalta la virginidad en todas sus for¬mas; en Agustín podemos leer: «Amamos la castidad más que cualquier otra cosa, porque, para demostrar que le era cara, Cristo eligió la honestidad de un vientre virgen» (serm. de temp., II). Jerónimo le secunda: «Ahora que una virgen ha concebido y nos ha dado a un niño [...] ahora la cadena de la maldición se ha roto. A través de Eva ha venido la muerte; a través de María, la vida. Por eso a las mujeres se les ha dado el don de la virginidad, porque en una mujer ha tenido comienzo» (epist. 22 ad Eusto-chium, PL 22, col. 408). Y Ambrosio define a María como madre de la salvación en contraposición con Eva, madre de la raza (epist. 63, 33, PL 16, col. 1246-1250). En el himno vespertino Ave maris stella, hoy unánimemente atribuido a Venancio Fortunato, y por lo tanto de fecha en torno al siglo vi, el saludo (Ave), que el arcángel dirige a María, se ha interpretado como una simbólica inversión del nombre de Eva, mientras que, también en la perspectiva del contraste, a la ima¬gen metafórica de la ianua Inferni, representada por el sexo de Eva, se comienza a contraponer la del «jardín cerrado», la de la «fuente helada», para indicar la integridad física de la Virgen. También Abelardo, en un sermón dedicado a las monjas, en¬salza con argumentaciones dialécticas a las mujeres, y sobre todo a María: Adán, sostiene él, fue creado fuera del Paraíso te¬rrestre, y Eva en el Paraíso terrestre; Cristo resucitó sobre la tie¬rra, y el cuerpo de María en el cielo. El Paraíso terrenal y celes¬tial es, pues, por voluntad de Dios, la patria natural de las muje¬res. Además, la antigua Eva fue creada del antiguo Adán, mien¬tras que el nuevo Adán, o sea Cristo, ha sido generado por la nue¬va Eva, o sea María (serm. in ass. beat. Mar., PL 178, col. 542). Por otro lado, al igual que Ambrosio había fundado en la procla¬mada inferioridad y debilidad femenina, la infirmiías sexus, una defensa de Eva que suena casi como una respuesta a las invecti¬vas de Tertuliano (de inst. virg., IV, 25), Abelardo observa que esa misma debilidad hace que la mujer virtuosa sea más digna de Dios y más merecedora de honor (ep., VI, p. 270, Muckle), de ahí la elección de María como madre de Cristo. La mujer tiene, pues, posibilidad de redimir su propia debili¬dad e inferioridad liberándose al mismo tiempo de su habitual estado de sumisión respecto al hombre: basta con que consagre su propia vida a la virginidad. San Ambrosio, en el De virginibus (pero también en el De viduis), había teorizado sobre la libera¬ción de la mujer precisamente a través de la elección de la virgi¬nidad, y su teoría tuvo gran aceptación no sólo en la época tardo-antigua, sino también durante toda la Edad Media. La increíble cantidad de matronas y de mujeres pías, e incluso de monjas, que abandonaban casa y familia, o monasterio, para seguir a un san Jerónimo o un Rufino de Aquilea, que gastaban sin dudar todo su patrimonio para visitar los Santos Lugares, para ocupar¬se de los pobres y de los enfermos, es prueba de la gran emanci¬pación alcanzada entre finales del siglo iv y principios del v por las mujeres romanas convertidas al cristianismo. Virgines o vi-duae, éstas se movían libremente fuera de los angostos horizones domésticos y, entregándose con fervor al estudio de textos sagrados, adquirían también un considerable nivel cultural. En el siglo ix, la reforma escolástica promovida por Carlomagno bajo la inspiración de Alcuino, permitiría también a las mujeres (sobre todo a las aristócratas y a las pudientes) un acceso más sistemático a la cultura. Muchas de las jóvenes pertenecientes a las familias nobles y acomodadas elegían la vida monacal o se veían conducidas a ella; el convento, de hecho, ofrecía a muchas de ellas la posibili¬dad de recibir una educación y de alcanzar un sentido de res¬ponsabilidad y de independencia de otro modo impensables: en¬tre los siglos x y xn algunos monasterios femeninos se hicieron famosos precisamente como centros de cultura, y por el nivel de instrucción que podían garantizar. En el vértice y en la dirección de tales instituciones, algunas abadesas adquirieron, a veces, una autoridad pareja a la de un obispo; administraron vastos territorios, de los que formaban parte pueblos y parroquias, y gozaron de un poder semejante en todo y para todo al de un señor feudal. Se puede comprender así por qué, aparte destacadas excepciones, las mujeres que supie¬ron conquistar un lugar de relieve en la historia de la literatura latina medieval vivieron toda su vida, o la mayor parte de ésta, entre los muros de un convento. De sus obras emerge con claridad que todas ellas comparten la opinión difundida y consolidada de la debilidad y de la sumi¬sión femeninas, pero de esas mismas obras y, en parte^de lo que sabemos de sus vidas resulta evidente que, al mismo tiempo, de distinta forma y manera, la rebaten. Sin llegar a asumir la anacrónica tesis de quien ha visto en Rosvita una precursora del feminismo, es fácil comprobar que en sus leyendas y en sus dramas las figuras femeninas se revelan todas como verdaderos modelos de virtud y, a pesar de su apa¬rente fragilidad, triunfan sobre la fuerza bruta de los hombres que quieren inducirlas al pecado. Toda la obra de Rosvita quiere demostrar que la mujer, el instrumentum diaboli por excelencia, tiene la facultad de convertirse, si lo desea, en formidable instru¬mento de la gracia divina. Eloísa está, al contrario, tan convencida de que la mujer debe someterse a la voluntad del hombre, que no duda en hacerse monja para obedecer a Abelardo; en la Epístola I escribe: «[...] una palabra tuya ha bastado para que con el hábito mudase tam¬bién el corazón; y con esto he querido demostrarte que tú eras el único señor no sólo de mi cuerpo sino también de mi alma» (p. 70, Muckle).

Referencias[editar]

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  3. Flandrin, Jean Louis. «La vida sexual matrimonial en la sociedad antigua en Sexualidades Occidentales». 
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  5. Referencia vacía (ayuda) 
  6. Flandrin, Jean Louis (1982). «La vie sexuelle des gens mariés dans l'ancienne société». Communications 35 (35): 102/115.