Usuario:Spirit-Black-Wikipedista/Prostitución femenina en el Imperio romano

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Opiniones sobre la prostitución en la sociedad romana[editar]

Los intelectuales, escritores, poetas y pensadores del Imperio romano tenían una concepción diferente sobre la prostitución en la Antigua Roma, y sobre el término en sí. Algunos la aceptaban como algo necesario, otros la rechazaban porque estaban en contra de que se pagara por tener sexo, porque iba en contra de la moral y las costumbres romanas o por preceptos religiosos. Por ejemplo, Plutarco no estaba a favor de que un marido tuviese relaciones sexuales con otras mujeres porque degradaba el prestigio de la esposa legítima; pero, a su vez, le pedía a la mujer indulgencia cuando su esposo buscara placer sexual con una hetaira, una prostituta o una esclava, ya que se entendia como un modo de respeto dado hacia la mujer y una manera de no compartir con ella excesos y desenfrenos sexuales.[1]​ En cambio, Horacio opinaba que la prostitución era una forma de saciar el deseo sexual y, de esta manera, evitar atraer a mujeres romanas casadas. En una de sus Sátiras hace referencia a ésto:

Como cierto hombre conocido saliese una noche del lenocinio [el burdel] y le viese Catón, díjole éste: «¡Bien hecho! Pues cuando el negro deseo hincha las venas, a ese lugar es prudente que desciendan los jóvenes para no verse obligados a manchar a la mujer del prójimo!».[2]

Ovidio rechazaba la prostitución porque entendía que no se debía de hacer un pago por el placer sexual en donde tanto el hombre como la mujer disfrutaban, ésta le ponía un precio y lo proporcionaba; a lo que Ovidio se preguntaba porqué pagar por un placer en el que ambos disfrutaban. En Amores, el poeta demostraba su repugnancia al efecto de ponerle un precio a las relaciones sexuales; estando en contra de reclamar valor fijo pero no de dar dinero por una acciñon plancentera:

Sólo la mujer se alegra de haberle arrancado al hombre sus despojos, sólo ella pone precio a sus noches, sólo ella, acude dispuesta a ser comprada, y vende lo que a ambos proporciona disfrute, lo que ambos buscaban, y exige pago por aquello de lo que, en la misma medida, ha gozado ella también. Si Venus debe ser por igual placentera a ambos, ¿por qué uno lo vende y otro lo compra?; ¿por qué ha de ocasionarme pérdida y a ti ganancia un placer que en movimiento conjunto obtienen la mujer y el hombre? [...] No el hecho de dar, sino el de reclamar un precio es lo que yo aborrezco y odio.[3]

Albio Tíbulo también se oponía al acto de tener sexo en cambio de un pago e incluso profería maldiciones a sus practicantes. En Elegía se hizo conocer su opinión:

¡Ay!, ahora a las artes estos siglos cual míseras tratan:
ya se ha habituado el tierno joven a ansiar regalos.
Más tú que a vender a Venus por vez primera enseñaste,
quienquiera seas, oprima losa infeliz tus huesos.

Al que las Musas dirán, vivirá mientras robles la tierra
lleve, y el cielo estrellas, y linfas el torrente.
Pero quien no oye a las Musas, quien pone en venta el amor,
que ése siga el carro de Ope la del Ida
y que en sus vagabundeos recorra trescientas ciudades
y córtese un vil miembro entre tonadas Frigias.[4]

Otros también se oponían a la prostitución pero con un argumento diferente al de Ovidio; y éstos eran los moralistas de la época imperial apuntalados por el estoicismo. Éstos opinaban que las relaciones sexuales era un acto con una finalidad de procrear, con el objeto de continuar la progenie. Para ésto se debía seguir una ética conyugal en donde no se podía tener ninguna relación sexual fuera del matrimonio y estaba prohibido buscar únicamente el placer sexual entre esposos.[5]Séneca era partidario de la fidelidad conyugal armónica desechando todo tipo de relación sexual fuera del matrimonio:

[...] es deshonesto aquel que exige de su mujer la castidad cuando él mismo seduce a la de los otros; tú sabes que, así como a ella le está prohibido tener un amante, del mismo modo a ti te está prohibido tener una concubina.[6]

San Pablo también rechazó el uso de la prostitución como búsqueda del placer sexual y todo tipo de lujuria basándose en preceptos surgidos del Cristianismo, una secta desconocida hasta ese entonces.[7]​ Éste consideraba que todo tipo de lujuria, desenfreno e impureza como pecados y viendo a una prostituta como una persona incitadora y contenedora de todos los pecados e incluso la prohibición de la entrada al reino de Dios. San Pablo lo expresa en la Primera carta a los Corintios:

¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?, ¿Y voy a usar los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta? ¡Jamás! ¿No sabéis que quien se une a una prostituta se hace un sólo cuerpo con ella? Pues, como dice la Escritura, los dos serán una sola carne, [...] Huid de la lujuria. Cualquier otro pecado cometido por el hombre queda fuera del cuerpo, pero el pecado de lujuria daña al propio cuerpo.[8]

Sin embargo, esta práctica se llevaba a cabo en todo el Imperio romano y era utilizada y tolerada por una gran cantidad de personas, tanto en los prostíbulos como en los burdeles, lupanares, baños públicos, tabernas y calles. En la mayoría de las ciudades romanas abundaban las prostitutas; sin embargo, su actividad no era ilegal, de hecho en algunas ciudades las autoridades las gravaban e incluso eran tan extendidas las personas involucradas en esta actividad que tenían que pagar impuestos y ser registradas. Durante el gobierno de Calígula, éste creó gravámenes sobre las ganancias diarias obtenidas por las prostitutas e incluyó en ellos a las mujeres que habían ejercido el oficio de maretriz y a los hombres que trabajaban como alcahuetes. Estos hechos demostraron la tolerancia y la increíble extensión de la actividad.

Las jóvenes y mujeres en la prostitución[editar]

La prostitución femenina es citada con mucha frecuencia en las fuentes griegas y latinas de la época Alta Imperial de Roma. Asimismo, las fuentes arqueológicas muestran de una manera más adecuada la complejidad de la práctica de la prostitución en las distintas ciudades del Imperio Romano. La gran mayoría de prostitutas eran esclavas y sus amos las obligaban a realizar esta actividad, apropiándose de todo lo obtenido durante sus horas de servicio e incluso eran dueños de sus hijos. Dentro de las prostitutas había jóvenes nacidas en la casa de su amo o verna y muchachas compradas o provenientes de otros lugares dentro o fuera del Imperio.[9]​ La procedencia de las prostitutas esclavas extranjeras era sumamente diverso:[10]​ unas eran de Grecia, otras de la parte occidental de Roma o de la oriental.[11]​ El acto de utilizar a mujeres procedentes de otros lugares del territorio romano producía cierto exotismo en la profesión, lo cual generaba una mayor atracción entre los clientes. Sin embargo, no todas las «profesionales de la seducción» eran esclavas: había libertas quienes después de haber recibido el beneficio de la manumisión continuaban con la prostitución, porque no sabían realizar otra actividad o porque simplemente la forma de obtener dinero era rápida. Asimismo, las mujeres pobre o no tan pobres, veían en esta actividad una oportunidad para obtener dinero y placer fácil.[12]​ Estas mujeres eran consideradas como un grupo marginal dentro de la sociedad, ya sea por vender sexo, por trabajar en un ambiente de suciedad, miserian, desenfreno y promiscuidad o por ser esclavas. A pesar de eso, los servicios de estas personas eran muy requeridos por los distintos niveles sociales.[13]​ Dentro de la actividad de la prostitución en el Alto Imperio los grupos eran heterogéneos y a partir de ahí se clasificaron.[14]

Las hetairas[editar]

Bailarinas eróticas[editar]

Camareras de tabernas[editar]

Mujeres de burdel[editar]

Prostitutas callejeras[editar]

Edad de la prostitución[editar]

Fuentes[editar]

Referencias[editar]

  1. Foucault, p. 167.
  2. Horacio. Sátiras, p. 144.
  3. Ovidio. Amores, I, pp. 158-159.
  4. Albio Tíbulo. Elegías, I, 4, pp. 13-14.
  5. Foucault, p. 160.
  6. Séneca. Cartas a Lucilio, p. 94.
  7. San Pablo, XIII, 2.
  8. San Pablo. Primera Carta a los Corintios, p. 1622.
  9. CIL, IV, 5203.
  10. CIL, IV, 4592.
  11. Dolc, Miguel. Hispania y Marcial, p. 50.
  12. Petronio. Sátiras, 75,11
  13. Werner Krenkel: Erotica antiqua. Teubner, Leipzig 1990, ISBN 3-322-00741-3.
  14. Juvenal, Sat. VI, 121

Bibliografía[editar]

  • Foucault, Michel. Historia de la sexualidad, 3. La inquietud de sí. Editores Siglo Veintiuno, España. 1994. ISBN 84-323-0290-2