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COSMETICOS


La cosmética ha variado mucho desde el paleolítico hasta nuestros días. Sin embargo, muchos cosméticos actuales fueron, en los albores de los tiempos, medios de protección, enmascaramiento, o una forma expedita de mostrar jerarquía. Con la civilización devinieron medios de embellecimiento.

Por: Gardenia Miralles No sabemos con certeza los productos que utilizaban los hombres y mujeres del paleolítico para proteger y adornar sus cuerpos, pero es casi seguro que usaban grasas de los animales que cazaban, arcillas y jugos de algunas semillas y plantas. El sol por el día y el frío por la noche se mitigaban con aquellos embadurnamientos que se aplicaban hasta en los cabellos. En las pinturas rupestres se aprecian cazadores y danzantes pintados y con el pelo untado con ciertos tipos de arcilla.

Con el pasar de los siglos la humanidad encontró otros medios para proteger su piel y embellecerse. Los sumerios (5000 años a.C.), por ejemplo, alcanzaron un gran desarrollo en la cosmética según atestiguan los utensilios y las traducciones de tablillas encontrados en excavaciones arqueológicas, que muestran antiguas fórmulas para hacer ungüentos y afeites, aunque su preparación estaba reservada a los médicos de la época.

Los babilonios, tras decaer la civilización sumeria, se convirtieron en los principales comercializadores de perfumes y esencias aromáticas, pero fueron los egipcios quienes alcanzaron el mayor esplendor en la fabricación de productos cosméticos. La mujer egipcia hacía uso de desodorantes, tónicos para la piel y capilares, ungüentos blanqueadores, suavizantes o antiarrugas. Es conocido que Cleopatra confiaba en varias decenas de remedios naturales para mantener sus legendarios poderes de seducción, empeño que cambió literalmente el curso de la historia. Se dice que Marco Antonio se embriagó con el perfume de aceites de rosa y pachulí que ella llevaba en la piel.

Como la mayoría de las mujeres egipcias también se inclinó por el uso de alheña y aceite de nuez para mantener el pelo oscuro y brillante, y sus cremas y afeites estaban formados por leche de burra, harinas de avena y habas, levaduras, miel, arcilla y aceites de palma, cedro y almendra. Sus relucientes sombras de ojos azules y verdes, elaboradas a partir de piedras semipreciosas como el lapislázuli (mineral de color azul intenso) y la malaquita (carbonato de cobre), molidas finamente, poseían una finalidad tanto práctica como cosmética, ya que protegían la piel de los ojos de los intensos rayos solares. Tal vez a Marco Antonio no le resultaran tan sugestivos los pintalabios y coloretes de Cleopatra pues se conseguían a partir de pigmento rojo oscuro de escarabajos aplastados y del polvo de huevos de hormiga.

Las mujeres de Tebas y las que vivían a lo largo del Nilo tenían fama de ser las más bellas del mundo e hicieron buen uso de tintes y polvos naturales para la cara, el cuerpo y el pelo. En las pirámides se encontraron tumbas de damas de la nobleza egipcia con variados frascos de alabastro llenos de lociones y pociones para cada parte del cuerpo, con el fin de ser usados en la otra vida. Se añadía también un cofre de cosmética con palitos de kohl para perfilar los ojos, mascarillas de cera de abejas y espejos de alta calidad de cobre pulido incrustados en mangos de marfil tallado.

Para sorpresa de arqueólogos y científicos, los restos de maquillaje para los ojos encontrados en las pirámides demuestran que se elaboraban casi siempre con sustancias ásperas como el sulfuro de plomo y el carbón vegetal. Las pinturas faciales de color marrón rojizo eran arcillas específicas con un alto contenido de hierro para darles ese color y también usaban remedios antiarrugas hechos con bilis de buey y huevos de avestruz. En comparación con otras culturas de la época, los egipcios eran muy vanidosos y se enorgullecían de su aspecto, aunque lo mejor de todo era su afán de limpieza donde el aseo personal constituía lo primordial.

Además de los cosméticos y perfumes, los antiguos egipcios fueron los primeros en elaborar jabón a partir de un agente de limpieza natural llamado saponita, que se extrae de la saponaria o hierba jabonera al que añadían grasas animales y aceites fragantes. Los asirios también ponían aceites perfumados en el agua del baño y eran muy escrupulosos con la higiene personal.

Fueron muy populares los productos suavizantes para el cuerpo, y los primeros exfoliantes cutáneos aparecieron hacia el año 1000 a.C. Se elaboraban con polvo de piedra pómez y, tanto egipcios como asirios, se frotaban el cuerpo con puñados de arena para limpiar los poros antes de bañarse.

En Asiria, los hombres y mujeres se enorgullecían mucho de su cabello y siempre lo llevaban peinado con trenzas muy elaboradas, aceitado y perfumado. Para las grandes ocasiones se adherían unas bolitas de cera perfumada al cuero cabelludo, de modo que durante los largos banquetes el calor corporal iba derritiendo la cera, que literalmente goteaba por el cuello despidiendo la fragancia. De cómo quedaban los vestidos después de la velada, ni comentar. Los hombres se recortaban la barba artísticamente, describiendo formas exóticas, y el vello facial constituía un símbolo tan importante de fuerza y vigor que la reina Matshrtpdont —a pesar del nombre impronunciable— se colocaba una barba postiza dorada en las ceremonias.

La demora de las mujeres actuales en maquillarse no es nada comparada con las de esa época. La aplicación de maquillaje para salir una noche obviamente implicaba un buen tiempo, tal como se evidencia en la caja de cosmética de Thuthu, una dama de la nobleza, que se conserva en el British Museum. Contiene sandalias, emplastos para el codo (para apoyarse durante el proceso de larga duración), piedra pómez para suavizar la piel y eliminar el vello corporal, lápices de ojos de madera y marfil para aplicar polvos de colores, un plato de bronce para mezclas y tres recipientes de crema facial.

En Grecia, la utilización de la cosmética se generaliza con las conquistas de Alejandro Magno, dando paso a un floreciente comercio industrial en torno a los productos de belleza y perfumes. Los bálsamos y ungüentos se vendían envasados en cerámica de Corinto. Los antiguos griegos también tenían conocimientos sobre cosmética, aunque el rímel que elaboraban con una mezcla de goma y hollín pueda parecer tosco. Las mujeres se pintaban las mejillas con pastas vegetales, de bayas y semillas machacadas, para conseguir un aspecto saludable. Desgraciadamente para ellas, también se inclinaron por la peligrosa costumbre de utilizar albayalde (carbonato de plomo) y mercurio para el rostro. Sin saberlo, la piel absorbía estos metales duros que ocasionaban muertes prematuras. Esta tendencia funesta continuó a lo largo de siglos.

El médico griego Galeno advirtió el problema y escribió: “Las mujeres que se pintan con mercurio, a pesar de ser jóvenes, envejecen en poco tiempo y se les arruga la cara como a un mono”. Además de ser un médico altamente reconocido, a Galeno se le atribuye la receta original de la crema de belleza con base de cera de abejas, aceite de oliva y agua de rosas. También apuntó que los caracoles de jardín, molidos muy finos, constituían un efectivo hidratante, con lo que condenó a muerte a los pobres animalitos durante los siglos que fueron utilizados en preparados de belleza. Algunas costumbres griegas fueron más agradables como utilizar alheña para teñir de rojo las uñas de manos y pies, de una manera similar a como se pintan hoy con laca de uñas. También hacían cejas postizas con pelo de cabra teñido, que adherían a la piel con gomas y resinas naturales.

Fueron los romanos, sin embargo, quienes establecieron muchos de nuestros hábitos de belleza actuales. El mejor legado es el del aseo diario en los baños comunales, perfumados con agua de rosas. Al extenderse el Imperio Romano por Europa también introdujeron el hábito del afeitado regular para el hombre, con navajas de bronce afiladas. La nobleza adinerada continuó con los baños de leche de burra, por lo que Popea, esposa de Nerón, viajaba con su propio rebaño para tener siempre a mano la materia prima de su ritual. Las mujeres pudientes popularizaron el uso de cosméticos naturales en Bretaña: se perfilaban los ojos con kohl, se pintaban las mejillas con una pasta roja hecha de caparazones de ¡¿cucarachas?! y se aplicaban aceites aromáticos en el pelo.

Otros aspectos de su apariencia que tuvieron gran importancia fueron el tinte y la forma de peinar el cabello. Los romanos utilizaban muchos tipos diferentes de tinte, como uno que se hacía a partir de cal viva, que proporcionaba un tono brillante de color dorado rojizo. El aceite de nuez, obtenido al machacar el fruto y mezclarlo con aceite de oliva, también se utilizaba para mantener el pelo oscuro cuando empezaba a encanecer. En la antigua Roma, al principio, se consideraba el pelo rubio como símbolo de prostitución, pero con la llegada de las esclavas escandinavas, las mujeres de la nobleza comenzaron a teñirse el cabello de oscuro con ligeras sombras rubias, utilizando una infusión concentrada de flores de azafrán. El romero y el enebro eran los ingredientes principales de los tónicos capilares para evitar la caída del cabello.

Plinio el Viejo deja constancia del uso de muchos ingredientes naturales para la belleza, entre los que destacan la crema de membrillo de Cos, el azafrán de Rodas y el agua de rosas de Phaselis. También señala el sándalo de Chipre por su uso extendido. Muchos de estos ingredientes siguen presentes en los cosméticos modernos y se pueden emplear en varios remedios caseros efectivos. Por suerte, no llegó a nuestros días la mascarilla facial de excremento de cocodrilo, que en Roma fue muy popular.

Las mujeres romanas tomaron muchas fórmulas de belleza de sus iguales griegas. Suavizaban su piel con baños de leche y salvado, se hacían mascarillas de trigo, habas y arroz mezclados con miel, huevos, leche, aceites vegetales y tierras. Utilizaban extractos de limón, rosa, jazmín; endurecían sus pechos con vinagre, arcilla y corteza de encina macerada en limón y pulían sus dientes con polvo muy fino de piedra pómez y orina de niño. Perfumaban su cuerpo, sus ropas, sus zapatos y hasta sus joyas.

Pero, pasó el tiempo y llegó la Edad Media, y con ella prevaleció el concepto religioso de que incentivar la belleza femenina era pecaminoso. Los sacerdotes católicos intentan eliminar todas las prácticas que permiten hacer más atractivas a las mujeres, algunos aseveran que es un enfrentamiento con la cultura árabe, que realza los afeites, los baños olorosos y los masajes. No vale la pena, a estas alturas, especular acerca de las razones, el resultado fue una época larga, oscura, y sucia.

La Edad Media supuso la decadencia de las prácticas de embellecimiento, pero lo que más daño hizo fue el abandono de los conceptos de higiene, el baño entre ellos, que propició no pocas enfermedades. Aún así, y a pesar de la falta de aseo cotidiano, las mujeres continuaron utilizando algunos tipos de maquillaje, si bien el carmín sólo lo usaban las prostitutas.

Las damas de la nobleza siguieron aplicándose albayalde en el rostro; se depilaban las cejas y se pintaban los labios de color rojo oscuro con tintes vegetales. Los remedios cutáneos naturales también eran populares y la mayoría de las mujeres nobles tenían su propia receta para combatir los efectos nocivos de la pasta de plomo en el rostro y utilizaban mascarillas con raíces de espárragos molidas y leche de cabra, que se friccionaban en la piel con trozos de pan caliente. También se popularizaron los cabellos con trenzados elaborados y se hacía algo así como un gel capilar con una mezcla de excrementos de golondrina y sebo de lagarto.

Durante las Cruzadas, los caballeros volvían a casa con todo tipo de preparados exóticos jamás vistos. Los aceites esenciales adquirieron popularidad como perfumes y también se utilizaron como antisépticos para combatir la peste (la enfermedad y la otra). La técnica de elaboración del jabón se importó de Italia, si bien durante siglos se utilizó principalmente para lavar los platos y la ropa, no el cuerpo.

En este estado de insalubridad se llega al Renacimiento, donde aflora de nuevo lo bello y agradable de las culturas grecorromanas y orientales. Durante los siglos XV y XVI, con el dinero de los comerciantes genoveses, venecianos y otros, que hacen de mecenas de músicos, artistas, escultores, arquitectos, se lleva a cabo la gran transformación. Y vuelve el gusto por los placeres, la belleza, y aún mejor, por la higiene. Fue una época de grandes conocimientos y desarrollo cultural, y destacó por los avances en el terreno de la belleza natural.

Las venecianas, además del rostro, se maquillan los pechos, que se muestra ostensiblemente a través de los grandes escotes, gustan de los perfumes traídos de Asia: almizcle, ámbar, sándalo, incienso, mirra y clavo de especias. También utilizan los extractos de rosa, jazmín, lavanda, violeta. En el siglo XVI, las damas de la nobleza veneciana se teñían el pelo con lociones compuestas de flores de azafrán y sulfuro y las hacían cocer en sus cabezas sentándose bajo el cálido sol del verano. Una nueva invención fue la introducción del lunar postizo, en un principio hecho con pequeños círculos de terciopelo negro, que se utilizaba para ocultar imperfecciones como verrugas, granos y cicatrices de la viruela.

Aunque los europeos seguían viendo con recelo el baño diario (creían que debilitaba el cuerpo), utilizaban el perfume con profusión, probablemente para enmascarar el desagradable e inevitable olor corporal. La filosofía de la higiene personal fue ganando terreno y aparecieron los primeros polvos dentífricos comercializados, generalmente elaborados a partir de una mezcla de salvia seca, ortigas y arcilla en polvo.

En 1508, unos monjes de la orden de los dominicos establecieron en Florencia una de las primeras perfumerías europeas. Preparaban muchas fragancias populares, entre ellas el elíxir de ruibarbo y el agua de melisa, y elaboraron polvos con aroma de lirio a partir de raíces de esta flor, que utilizaban para perfumar las ropas.

La moda de la cosmética llega a Francia de la mano de Catalina de Médicis, quien el día de su matrimonio con Enrique II se presentó con la cara pintada como la de un icono. Catalina había aprendido la técnica de la fabricación de cosméticos y pasaba gran parte de su tiempo preparando ungüentos. Una de sus damas y amiga, Catalina Caligai, abrió en París el primer Instituto de Belleza. El tipo de maquillaje que invadió la corte francesa en esta época mostraba el rostro de coloración anaranjada merced al uso del bermellón.

Enrique III se hacía aplicar antes de acostarse, una mascarilla de clara de huevo y harina de habas, que posteriormente le era retirada con agua de perejil. La reina Isabel I importó muchos perfumes italianos y franceses, y guantes de cabritilla perfumados que se fabricaban en el pueblo de Grasse, en el sur de Francia. La vida en Grasse giraba en torno a la industria de los curtidos, pero el perfume se hizo rápidamente más popular que los guantes y demás artículos de piel, y así el pueblo se convirtió pronto en uno de los principales centros de perfume del mundo.

Las damas de la época isabelina todavía usaban la pintura de albayalde y el tóxico sulfuro de mercurio como colorete. El albayalde fue la causa de muchas muertes prematuras de jóvenes mujeres envenenadas por el plomo absorbido por la piel. Se fabricaba mezclándolo con vinagre para formar una pasta llamada cerusa. La de mejor calidad se cree que procedía de Venecia. La menos saludable costaba mucho menos ya que se tenían que utilizar alternativas más baratas a partir de sulfuro y bórax. El albayalde ocasionaba la caída del cabello y el uso extendido de la cerusa explica la ¨moda¨ de las frentes altas, ya que el límite del pelo se deterioraba. Otra causa de la pérdida de cabello era el empleo de aceite corrosivo de vitriolo (ácido sulfúrico) mezclado con jugo de ruibarbo como tónico capilar y aclarador. Esto propició el uso de pelucas y la misma Isabel I, en los retratos, muestra su pasión por las pelucas rojas y la piel maquillada.

Los pintalabios eran una mezcla más segura de cochinilla y cera de abejas, y el nácar molido muy fino se popularizó como sombra de ojos iridiscente. A pesar de que el baño no estaba de moda, las damas de la corte procuraban mantener el cutis limpio. La propia reina se lavaba la cara con vino tinto y leche de burra, alternativamente, mientras otras utilizaban agua de lluvia o su propia orina. Seguramente el día del agua de lluvia era el mejor para visitarlas.

Las infusiones de hierbas también se empleaban para mantener la piel limpia, entre ellas el agua de hinojo y de eufrasia. En las pocas ocasiones en que se lavaban el pelo, lo hacían sin agua aplicando en seco un champú con polvos muy finos de arcilla que se cepillaban para absorber la capa de grasa y suciedad. Las claras de huevo batidas se utilizaban para hacer la piel más tersa y suave, y los lunares seguían siendo un popular truco para ocultar imperfecciones. Las pecas no estaban bien vistas y un remedio para eliminarlas era la infusión de hojas de saúco con savia de abedul y azufre que se aplicaba en la piel bajo la luz de la luna y se quitaba con mantequilla por la mañana.

Durante el reinado de Carlos I, la primera empresa británica de productos de tocador abrió un establecimiento en Londres. Consta en los archivos el nombre de un joven llamado Yardley que pagó una buena suma al monarca para obtener la concesión de fabricar jabón para toda la ciudad. Desgraciadamente los archivos en los que se relacionaban tales actividades fueron destruidos durante el gran incendio de Londres en 1666, pero consta que Yardley utilizaba lavanda como principal ingrediente de sus jabones. Los remedios para el cuidado de la piel fueron refinándose cada vez más y las damas de la corte de Jaime II utilizaban cremas hidratantes de especias y vainas de vainilla escaldadas en miel. Pero seguía el uso de la cerusa y el plomo con sus estragos, de modo que continuaban las frentes altas y la ausencia de cejas (lo que quedaba de ellas se afeitaba y se trazaban delicadamente con pelos de ratón). Los hombres contaron con bolitas de jabón para el afeitado en casa y se libraron de barberos poco cuidadosos.

En 1786, el Parlamento inglés aprobó un decreto ley que establecía los impuestos en cosmética, y se puede hacer una lista precisa de los productos de la época. Entre los cosméticos registrados figuran las esencias, polvos, bolas de jabón y pomadas como la tintura de almendra de melocotón, la esencia de ramillete, y el clavel de lirios. Entre los pigmentos de maquillaje estaba el carmín, el blanco, el carmín vegetal (elaborado con Carthamus tinctorius) y el carmín de servilleta, que se aplicaba con una pequeña tela. Constan también líquido de rosas en flor, crema cosmética y crema de belleza.

Con la muerte de Luis XIV acaba la austeridad que había impuesto el monarca a la corte francesa y se recobra el sentido de la higiene interna y externa. El siglo XVIII renace a la cosmética, los perfumistas crean y difunden sus geniales y secretos productos: Leche de la princesa, Aroma de sultana, Agua celestial, Susurro oriental, Leches de Ninón. Los productos de belleza franceses se venden en todo el mundo; los envases son de plata, oro, porcelana y laca; sus altos precios no impiden el comercio creciente.

El rojo es el color de moda, hay rojos para utilizar durante el día, y rojos más apagados para usar por la noche. Las damas de la corte emplean el rojo oscuro; las cortesanas un rojo violento; las burguesas tonalidades más claras. Vuelven los perfumes florales: La Pompadour usa rosa y violeta; María Antonieta, la mejorana. Las aguas de flores invaden el mercado. En la época de la Revolución francesa, en 1789, la cosmética natural estaba en boga en la corte, tanto para hombres como para mujeres. Se utilizaban profusamente las pelucas empolvadas, el carmín y los polvos faciales, y a menudo los hombres eran mayores consumidores de todo ello que las mujeres. A pesar de que ya se había inventado el champú, los cortesanos solían llevar el pelo corto y sucio, sobre el cual se ponían la peluca.

A partir de esta época se puso de moda la apariencia pálida y etérea. La vestimenta de las mujeres se centró en la muselina, a la vez diáfana y atrevida. A veces humedecían la tela para ceñirla más al cuerpo; y ello provocó más de una pulmonía. La emperatriz Josefina tenía la piel olivácea por su procedencia antillana y se puso de moda el colorete basado en hierbas, que continuó utilizándose en todo el siglo XIX.

Este tiempo se caracteriza por el romanticismo. Es la época de las leches virginales, los vinagres de tocador, las cremas; se siguen aplicando mascarillas caseras de harina, huevos, miel, carne cruda. Se emplea la manteca de cacao, el pepino y, para lograr esa palidez enfermiza, se bebe vinagre y limón. Las mujeres se esconden del sol y del aire para preservar el rostro, que se muestra blanquecino y en el que destacan unos ojos grandes y tristes.

El siglo XIX impone la naturalidad. Napoleón gusta de la limpieza y el uso del agua de colonia. Las mujeres de la corte se perfuman con ámbar, pachulí, heliotropo. Josefina gasta fabulosas sumas en pomadas, cremas y perfumes. Los productos cosméticos contienen fresa, frambuesa, naranja, limón, miel, nardo. Se escriben tratados sobre belleza, y surgen las primeras casas de cosmética. ----

Enlaces Externos

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