Censura durante el franquismo

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La censura durante el franquismo constituyó un conjunto de medidas dirigidas a limitar la libertad de expresión y opinión en España en la zona sublevada y, posteriormente, durante el régimen franquista. Se enmarcó dentro del proceso de represión cultural llevado a cabo por los autores del golpe de Estado de 1936,[1]​ cuya finalidad era aniquilar la producción cultural originada en la Segunda República, así como garantizar la «pureza ideológica» del Estado totalitario resultante tras la Guerra Civil.[2]

Antes de comenzar la dictadura, Francisco Franco ya había rubricado la primera disposición censora (23 de diciembre de 1936) tras ser nombrado jefe del Estado español en Burgos.[1]​ Sin embargo, es el 14 de enero de 1937 cuando se publica el decreto que dispuso la Delegación del Estado para Prensa y Propaganda. Posteriormente, la Ley de prensa de 22 de abril de 1938 da origen a la estructura con que controlar la producción escrita, sonora y visual en el país. Al comienzo tuvo un cariz notoriamente político, pero a partir de 1945 la Iglesia dominó la censura estatal, "y a la vez la juzgó insuficiente".[3]​ A partir del Concordato suscrito con la Santa Sede en 1953, la Iglesia católica refuerza su hegemonía dentro de las decisiones censorias, por lo que los criterios católicos (mandamientos) y morales (palabras malsonantes, escenas sexuales, etc.) forman parte de las decisiones censorias.

Censura y propaganda en la zona sublevada (1936-1939)[editar]

En las zonas donde triunfó el golpe de Estado de julio de 1936, que daría inicio a la guerra civil española, las autoridades militares dictaron las primeras medidas de censura de prensa emanadas de los bandos en los que proclamaban el estado de guerra. Al mes siguiente la Junta de Defensa Nacional creó la Oficina de Prensa y Propaganda como «órgano encargado exclusivamente de todos los servicios relacionados con la información y propaganda por medio de la imprenta, el fotograbado y similares y la radiotelegrafía» y cuya misión sería «dictar pública o confidencialmente las normas a que ha de ajustarse la censura y facilitar a los periódicos las notas o informes cuya publicación convenga al interés nacional». Se incluía tanto la prensa como la radio, así como a los medios extranjeros que operaran en España. Al frente de la Oficina, cuya sede fue el palacio de la Diputación Provincial de Burgos, se nombró al periodista ultraderechista Juan Pujol (de quien dependía directamente la sección de propaganda cuyo objetivo era la «rectificación o refutación de cuanto pudiera perjudicar al éxito y buen nombre del Movimiento Nacional, y la propagación de cuanto pueda favorecerle») auxiliado por el también periodista de la misma tendencia Joaquín Arrarás.[4]​ Además la Oficina estaba encargada de editar el Boletín Oficial de Junta de Defensa Nacional que en octubre pasará a denominarse Boletín Oficial del Estado.[5]

La Oficina de Prensa y Propaganda constituyó el primer intento «de centralización del control ideológico de los medios de comunicación y de emisión de consignas por parte de los militares rebeldes», ha señalado Luis Castro.[5]​ Sin embargo, la censura seguirá en manos de las autoridades militares, que no sólo se ocupará de las publicaciones de todo tipo, sino también de los telegramas, las cartas (estas debían ser enviadas con los sobres abiertos, que serían cerrados por los censores tras hacer constar en el mismo «visado por la censura») y las conversaciones telefónicas (muy escasas entonces, pero la censura podía interrumpirlas cuando lo creyera necesario y no podían durar más de tres minutos).[6]​ Por otro lado, hubo episodios de quema de libros sacados de bibliotecas, kioscos, librerías, centros educativos, editoriales e incluso domicilios particulares, siguiendo el ejemplo de la Alemania nazi. La prensa animaba a que se hiciera «¡Por Dios y por España!» (por ejemplo, el diario Arriba España publicó el 1 de agosto de 1936: «¡Camarada! Tienes la obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas»). El caso más antiguo conocido se produjo en Córdoba al día siguiente de la sublevación.[7]​ Así relató lo sucedido el corresponsal del diario «nacional» ABC de Sevilla (26 de septiembre de 1936):[8]

En nuestra querida capital, al día siguiente de iniciarse el Movimiento del Ejército salvador de España, por bravos muchachos de Falange Española fueron recogidos de kioscos y librerías centenares de ejemplares de esa escoria de la literatura, que fueron quemados, como merecían. Asimismo, muy reciente, los valientes y abnegados Requetés realizaron análoga labor, recogiendo gran número de ejemplares de esas malditas e insanas lecturas.

Tras la proclamación como Generalísimo y jefe supremo de la zona sublevada del general Franco el 1 de octubre de 1936, la Oficina de Prensa y Propaganda quedó adscrita a la Secretaría del Jefe del Estado (con un rango no bien definido de subsecretaría, de dirección general o de delegación) y a finales de noviembre Franco nombró al frente de la misma al general Millán Astray (quien llevaba colaborando con él en las labores de propaganda y de «elevación de la moral militar» desde mediados de agosto, tras volver rápidamente desde Argentina donde se encontraba cuando se produjo el golpe militar).[9]​ Millán Astray ordenó inmediatamente el traslado de la oficina de Burgos a Salamanca, donde se encontraba el Cuartel General del Generalísimo.[10]

Uno de los cometidos principales de la Oficina de Prensa y Propaganda fue controlar la actividad de los corresponsales extranjeros con el fin de mantener una imagen triunfalista de la marcha de la guerra y evitar cualquier información que pudiera desacreditar al bando sublevado (que «pudieran perjudicar la causa de España», se decía en un boletín interno). Esta labor específica se encomendó a Luis Antonio Bolín. A los corresponsales, cuyos movimientos estuvieron bajo control, se les presionó para que no utilizaran términos como «rebeldes e insurgentes» para referirse a las «fuerzas nacionales», y la de «leales» o «republicanos» para referirse al bando republicano (el único término admitido era el de «rojos») y para que no llamaran «guerra civil» al conflicto porque «no son dos partidos en guerra. Es la nación española batiéndose contra los enemigos de la Patria» (Goebbels dio instrucciones similares a la prensa alemana).[11]​ Otro de sus cometidos fue evitar cualquier mención a la intervención militar extranjera en favor del bando sublevado, magnificando por el contrario la del «comunismo internacional» favorable a la República.[12]​ Otro fue exagerar el caos y la violencia que se vivía en la «zona roja» lo que servía de «argumento» para apuntalar la «política de no intervención» que tanto favorecía al bando sublevado.[13]​ Se llegó a crear una oficina exterior de Propaganda y Prensa, con sede en París, financiada por el catalanista Francesc Cambó, que apoyó la sublevación, y dirigida por Joan Estelrich. Estaba encargada de la defensa de la causa de los «nacionales» en Europa, y especialmente en Francia y en Gran Bretaña.[14]​ Sin embargo, el departamento de Millán Astray, no controlaba toda la propaganda de la «zona nacional». En Andalucía el general Queipo de Llano contaba con su propia oficina (de hecho en esa región se veían más fotos suyas que de Franco) y los falangistas (los principales beneficiados de las incautaciones de los periódicos republicanos y obreros), los carlistas y la Iglesia católica lanzaban sus propios mensajes y consignas.[15]

Un primer paso para intentar centralizar la censura y la propaganda del bando sublevado fue la creación el 14 de enero de 1937 de la Delegación de Prensa y Propaganda, al frente de la cual fue nombrado el pronazi y antisemita Vicente Gay en sustitución del general Millán Astray. Pero Gay estuvo poco tiempo en el cargo siendo reemplazado por el comandante Manuel Arias-Paz, aunque en realidad quien dirigió la Delegación fue su secretario general, el monárquico Eugenio Vegas Latapié (y detrás de él Ramón Serrano Suñer, con una influencia cada vez mayor en el entorno de Franco).[16]​ Cinco días después, el 19 de enero, el Generalísimo Franco inauguraba en Salamanca Radio Nacional (emisora de radio creada con la ayuda de la Alemania nazi, que proporcionó los equipos y el asesoramiento técnico), lo que constituyó otro paso importante en la centralización de la propaganda ya que tenía potencia suficiente para alcanzar toda España (y superar las interferencias lanzadas desde la zona republicana).[17]

El nuevo organismo de Prensa y Propaganda amplió su personal, se crearon (o se consolidaron) las secciones especializadas (radio, prensa nacional, prensa extranjera, escucha de emisoras y fotografía y carteles, además de la «Sección Militar», bajo las órdenes directas del «Alto Mando») y el delegado nacional fue dotado de amplias atribuciones para «orientar» la prensa, la radio y la censura (en cuanto al cine, por ejemplo, se estableció que debía desenvolverse «dentro de las normas patrióticas, de cultura y de moralidad», lo que también era aplicable al teatro y a todo tipo de espectáculos).[18]​ En la gestión de la prensa y de la propaganda (y de la contrapropaganda)[19]​ se siguieron pautas semejantes a las de la Italia fascista y la Alemania nazi e incluso se copiaron algunos de sus lemas como «Una Patria, un Estado, un Caudillo» (que recuerda el nazi Ein Reich, ein Volk, ein Führer).[20]

Tras la promulgación por el Generalísimo Franco en abril de 1937 del Decreto de Unificación que dio nacimiento al partido único FET y de las JONS se duplicaron los organismos de prensa y propaganda al crearse una Delegación Nacional de Prensa y Propaganda del partido, a cuyo frente se nombró al sacerdote falangista Fermín Yzurdiaga. Los aliados alemanes ya advirtieron en septiembre del problema que suponía la inexistencia de «una propaganda única y centralizada». La duplicidad se resolvió en enero de 1938 cuando, tras la formación del primer gobbierno de Franco, se decidió la fusión de los dos organismos (el estatal y el del partido) para formar la nueva Delegación Nacional de Prensa y Propaganda que quedaría integrada en el ministerio de Interior (denominado Ministerio de la Goberrnación a partir de diciembre), cuya cartera ocupaba Ramón Serrano Suñer, virtual «número dos» del régimen franquista.[21]

Serrano Suñer nombró a dos jóvenes falangistas al frente de las dos servicios en que se dividió la Delegación: Dionisio Ridruejo se hizo cargo del Servicio Nacional de Propaganda (que contaba, entre otras, con una sección de Ediciones y Publicaciones, dirigida por Pedro Laín Entralgo y una de Censura de Libros, con Juan Beneyto Pérez al frente) y José Antonio Giménez-Arnau del Servicio Nacional de Prensa.[22][23]​ Ridruejo se propuso seguir el modelo «totalitario» en el que la propaganda debía dejar de ser mera «publicidad» para pasar a controlar la cultura en todos sus aspectos (a semejanza del nazi Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda de Goebbels o el fascista Ministerio de Cultura Popular de Dino Alfieri).[23]​ Por su parte Giménez Arnau impulsó la Ley de Prensa de 1938, aprobada por Franco en abril, en cuyo preámbulo se asignaba a la prensa como misión esencial «transmitir al Estado las voces de la Nación y comunicar a esta las órdenes y directrices del Estado y de su Gobierno», así como ser «órgano decisivo en la formación de la cultura popular y en la creación de la conciencia colectiva». Así, se concibe al periodista como «apóstol del pensamiento y de la fe de la Nación recobrada a sus destinos».[23]

Primer franquismo (1939-1959)[editar]

La censura del libro[editar]

El 23 de abril de 1939, solo tres semanas y media después de la caída de Madrid que puso fin a la guerra civil y como colofón de la «fiesta del libro» [sic] tenía lugar en el patio del rectorado de la Universidad Complutense una quema de libros al estilo nazi (durante la guerra ya había habido otras y las habría después: las bibliotecas de instituciones de todo tipo fueron expurgadas de los libros de los «enemigos de España» y destruidos). El diario vespertino Ya tituló: «Auto de fe en la U. Central.[24]​ Los enemigos de España fueron condenados al fuego». El catedrático de Derecho Antonio Luna lo justificó así:[25]

Para edificar a España una, grande y libre, condenados al fuego los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos.

Todo proyecto editorial debía pasar la censura previa, controlada por una élite intelectual falangista, pero también se aplicó una censura a posteriori mediante el secuestro de ejemplares, la prohibición de reediciones o la limitación de las tiradas o de los lectores autorizados para comprar esas publicaciones.[26]​ También se hacían recomendaciones a los libreros como la del recién creado Instituto Nacional del Libro Español (INLE) que en 1943 dictaminó lo siguiente: «Todo librero español tiene el deber indeclinable de exponer en sus escaparates de manera bien visible y preferente aquellas obras nacionales cuyo fondo dogmático o de doctrina política contribuya a una mayor difusión y a la más exaltada loa de las glorias y epopeyas patrias».[27]

La Iglesia católica por su parte también ejerció labores de censura de aquellos libros ya publicados considerados perniciosas para los católicos. Contaba para ello con un cuerpo de voluntarios llamados «censores-lectores» que remitían sus informes al Secretariado de Orientación Bibliográfica de la Acción Católica Española (ACE), que publicaba las listas de estos libros con sus calificaciones (inmoral, dañoso, peligroso, frívolo...) en su revista Ecclesia (no sujeta a censura por ser una publicación eclesiástica). Otro medio de comunicación de la censura católica fue el Boletín del Secretariado de Información de Publicidad y Espectáculos (SIPE), vinculado a las Congregaciones Marianas.[28]​ Una de las preocupaciones del SIPE fue dar a conocer los nombres de los autores incluidos en el Index librorum prohibitorum de la Iglesia Católica y que a partir de 1947 la Dirección General de Propaganda también los prohibirá en España (aunque muchos de ellos ya lo estaban).[29]

Periodos[editar]

Atendiendo a la preparación académica de los lectores, Manuel L. Abellán indica que hay una época “gloriosa” y otra “trivial” de la censura franquista. La primera sería aquella a la que pertenecen lectores colaboradores con el servicio de Propaganda (hasta 1952) o de Información (desde 1953) y que tienen una preparación académica solvente para ejercitar la censura política del Movimiento.

La segunda época de censores, denominada "trivial" por el bajo perfil curricular entre los lectores, Abellán la sitúa a partir de 1962, con el Ministerio de Información y Turismo de Manuel Fraga. Algunos casos conocidos, sin embargo, eran la excepción. El perfil medio del resto "se trata del tipo cavernícola y “pluriempleísta” que tanto ha propagado el franquismo".[30]​ La, a veces escasa, comprensión lectora de los censores ha dado paso a considerar la arbitrariedad con que se aplicaban las decisiones.[31]

Durante este segundo periodo, y a pesar de la más aperturista Ley Fraga de prensa de 1966, la ambigüedad de las normas permitió que continuase la labor censora del régimen. Por contra, las distintas editoriales, autores y traductores optaron por una cierta autocensura como estrategia para intentar eludir el control gubernativo. Desde el Ministerio, se llegó a recurrir a elementos policiales para restringir la libertad de creación y publicación. Por ejemplo, el censor jefe y director general de Cultura Popular entre 1973 y 1974, Ricardo de la Cierva, elaboró una lista negra de editoriales consideradas «marxistas» o «izquierdistas» (entre las que se incluyó a Barral o a Fundamentos) con la colaboración de la Dirección General de Seguridad.[32]

Censura en el cine[editar]

En 1937 se creó la Junta Superior de Censura Cinematográfica, con sede en Salamanca. Su cometido era prohibir, total o parcialmente, las películas consideradas contrarias a la moral o a los principios de la dictadura. Su reglamento otorgaba un lugar preeminente a la Iglesia católica dado que, según el artículo 4.º, el voto del representante eclesiástico en la Junta «será especialmente digno de respeto en las cuestiones religiosas y será dirimente en los casos graves de moral en los que expresamente haga constar su veto».

La posición de la Iglesia española fue especialmente negativa y de condena hacia el medio cinematográfico. El obispo Marcelino Olaechea llegó a considerar la quema de todas las salas de cine como «un gran bien para la humanidad»,[33]​ mientras que el influyente Padre Ayala aseveró: «el cine es la calamidad más grande que ha caído sobre el mundo desde Adán para acá. Más calamidad que el diluvio universal, que la guerra europea, que la guerra mundial y que la bomba atómica. El cine acabará con la humanidad». Otro religioso, el Padre Peiró, ejerció junto a su equipo de censores el liderazgo de la censura moral y religiosa del cine de la época. En 1950 la Iglesia organiza e instituye la Oficina Nacional Clasificadora de Espectáculos, que otorgaba a cada película, una vez estrenada, una calificación moral y religiosa con su consiguiente recomendación eclesiástica, y establecía unos criterios y normas que se mantendrían durante muchos años. Las películas clasificadas "4" (gravemente peligrosas) llegaron a ser vetadas en algunas salas.

A partir de 1951, con la llegada de Gabriel Arias Salgado al Ministerio de Información y Turismo, comienza una etapa muy restrictiva para el cine español. Tras un breve paso de seis meses de José María García Escudero como director general de Cinematografía —debido a sus críticas al sistema de censura católica—, ocuparía su puesto Joaquín Argamasilla. Este último popularizó un sistema de censura económica mediante el que se castigaba con pocas o ninguna subvención a los filmes peor catalogados por la censura. De este modo, para evitar la ruina, los productores y directores españoles recurrieron a realizar dobles versiones —una para España y otra para el extranjero— para no perder las subvenciones estatales y además poder ingresar beneficios en el extranjero. Uno de estos casos es la película Los jueves, milagro, de García Berlanga, cuya segunda copia (un duplicado del negativo de imagen, combinado con los diálogos) se recuperó en Bélgica.[34]

Con la llegada al Ministerio de Manuel Fraga Iribarne, se dio un tímido y a la postre insuficiente intento aperturista por parte del franquismo para dar la imagen de una España “normalizada” y abierta a Europa. Nombró de nuevo a José María García Escudero director general de Cinematografía y se publicó en 1963 un Código de Censura con criterios más objetivos para el desarrollo de la labor censora. En 1969, Fraga fue sustituido por el más conservador Alfredo Sánchez Bella, del Opus Dei. En esta nueva etapa se vuelve a una fuerte censura de películas, especialmente por cuestiones morales o sexuales. Para justificar la censura a Separación matrimonial, del director Angelino Fons, se adujo que «la mujer española, si se separa de su marido tiene que acogerse a la religión o aceptar vivir perpetuamente en soledad».

La censura en España provocó el éxodo de miles de españoles a las salas de cine francesas cercanas a la frontera, donde se podían ver películas sin restricciones. Estas salas ofrecían sesiones de cine erótico y pornográfico a bajo precio para los españoles. En 1973, El último tango en París de Bertolucci llegó a exhibirse con subtítulos en castellano para los clientes españoles, que abundaban en dichas salas de cine fronterizas con España (en los primeros seis meses del año vieron la película 110 000 personas solo en Perpiñán, con apenas cien mil habitantes).[35]

El final de la censura cinematográfica llegó el 1 de diciembre de 1977 con el segundo Gobierno Suárez.[36]

Lista de censores[editar]

La información completa de los censores se encuentra en los documentos depositados en el Archivo General de la Administración, sito en Alcalá de Henares (Madrid). La lista de censores recogida por Abellán no es más que una muestra que se debe ir ampliando según salen nuevos estudios.

Entre los censores destacados del primer periodo se encuentran Vázquez-Prada, Juan Ramón Masoliver, Martín de Riquer, Manuel Marañón, Guillermo Alonso del Real, David Jato, P. G. de Canales, Emilio Romero Gómez, Pedro Fernández Herrón, Leopoldo Panero (ejerció hasta 1946, al encontrar desavenencias con las decisiones morales de la jerarquía católica),[37]Carlos Ollero, Román Perpiná, José Antonio Maravall, Barón de Torres, José María Peña, Enrique Conde, José María Yebra, Duque de Maqueda, José Rumeu de Armas, Luis Miralles de Imperial, Guillermo Petersen, José María Claver, Leopoldo Izu, Miguel Siguán, Ángel Sobejano Rodríguez, Pedro de Lorenzo, Juan Beneyto, Fernando Díaz-Plaja y otros muchos.[30]

Dentro del segundo periodo se encuentran destacados lectores, como Ricardo de la Cierva, A. Barbadillo, Faustino Sánchez Marín, Álvarez Turienzo, Vázquez, Francisco Aguirre, Castrillo, entre otros.

Más allá de la lista de Abellán, también hay otros censores de renombre, aunque su actividad no sea tan conocida. Por ejemplo, el premio Nobel de Literatura español, Camilo José Cela, colaboró como censor de revistas durante 1943 y 1944. Dionisio Ridruejo fue superior de censores en el cargo de jefe de Propaganda falangista.[38]

En el caso de los escritores y ensayistas, el hecho de haber colaborado como censores no implicó, de ninguna manera, haber publicado durante el franquismo sin haber sido su propio trabajo objeto de censura. C. J. Cela y Dionisio Ridruejo son dos ejemplos.

Por último, Abellán da a conocer una lista de los censores afectos a la Inspección del Libro durante el año 1954, subdivididos en "personal administrativo" y "personal técnico", donde figuran lectores especialistas y lectores eclesiásticos.[39]​ Entre ellos se encuentran María Isabel Niño Mas y Francisco J. Aguirre.[40]

Sobre los censores[editar]

Los censores eran colaboradores de una institución legalizada durante la dictadura. Eran nombrados por Orden publicada por el ministro, a propuesta de los directores generales encargados. Los lectores eran, por lo general, subalternos con una ocupación precaria dentro de la estructura para la que trabajaban, ya fuera esta la Sección de Censura de Publicaciones, dependiente de la Dirección General de Propaganda de la Vicepresidencia Educación Popular, la sección homónima dentro del Ministerio de Educación Popular o en la Inspección de Libros del Ministerio de Información y Turismo.[41]​ En este ministerio, los lectores se dividían en lectores fijos y lectores especialistas. Bajo esta última categoría entraban los lectores eclesiásticos.

La retribución salarial de los lectores variaba en función de los materiales inspeccionados. Los lectores fijos percibían un sustento mensual. A esto habría que añadir una asignación variable en función de los libros inspeccionados. Los lectores esencialistas, por el contrario, sólo recibían los devengos de los informes entregados. Según la "Orden por la que se reorganiza el Servicio de Lectorado de la Dirección General de Información" (7 de marzo de 1952), firmada por el ministro de Información y Turismo Arias Salgado,

los devengos [...] serán establecidos de acuerdo con el módulo de 100 pesetas por unidad de lectura. Se considera unidad de lectura el volumen aproximado de 200 páginas. Las obras en idiomas regionales, francés e italiano se computarán en un 150 por 100; en inglés, o que presenten dificultades extraordinarias por la materia o el tema, en un 200 por 100, y las obras en alemán e idiomas eslavos u orientales en un 300 por 100.[42]

Según la Orden, la inspección de un libro en castellano valía 100 pesetas. Aquellas en catalán, euskera, gallego, francés e italiano se cotizaban a 150 pesetas. En inglés, 200 pesetas. Y en alemán, entre otros, 300 pesetas. Esto hizo que muchos compaginaran esta dedicación con otras como periodistas, traductores o editores de textos. En 1956 se organizaron y mandaron una carta al Director General de Información, Florentino Pérez Embid, para pedir la mejora de las condiciones laborales y un aumento del salario: "no es ningún secreto que sobre los lectores fijos pesa un intenso trabajo, de gran responsabilidad: tienen que examinar 500 libros mensuales", reza su carta.[43]

Referencias[editar]

  1. a b Grecco, Gabriela de Lima (16 de julio de 2019). «Más allá de la pluma censora: las zonas grises en torno a la censura literaria durante el Primer Franquismo». Estudos Ibero-Americanos 45 (2): 121-133. ISSN 1980-864X. doi:10.15448/1980-864X.2019.2.31096. Consultado el 13 de diciembre de 2021. 
  2. Jiménez, Pedro (Octubre 1977). «Apuntes sobre la censura durante el franquismo». Boletín AEPE (Madrid) (17): 3-8. 
  3. Pérez del Puerto, Ángela (2021). «"El cara a cara por el control cultural"». Reprobada por la moral : la censura católica en la producción literaria durante la posguerra. Iberoamericana / Vervuert. p. 41. ISBN 978-3-96869-133-6. OCLC 1253626448. 
  4. Castro, 2020, pp. 57-59.
  5. a b Castro, 2020, p. 57.
  6. Castro, 2020, p. 58; 66-67.
  7. Castro, 2020, pp. 381-382.
  8. Castro, 2020, p. 381.
  9. Castro, 2020, pp. 60-61; 130. «Sin duda, la encomienda de tales funciones tiene que ver con esa cercanía personal a Franco y con la popularidad del personaje, algo muy útil como recurso para el combate ideológico que va acompañar al de las armas».
  10. Castro, 2020, p. 61.
  11. Castro, 2020, pp. 61; 65-66.
  12. Castro, 2020, p. 62-64.
  13. Castro, 2020, p. 78.
  14. Castro, 2020, p. 80-81.
  15. Castro, 2020, pp. 69; 224-226.
  16. Castro, 2020, pp. 160-161.
  17. Castro, 2020, p. 330-331.
  18. Castro, 2020, pp. 161-162.
  19. Castro, 2020, p. 260. «La contrapropaganda giró en torno a unos cuantos mitos negativos sobre la República, sus organizaciones y sus líderes».
  20. Castro, 2020, pp. 117; 189.
  21. Castro, 2020, p. 410-412.
  22. Peña, 2019, p. 148.
  23. a b c Castro, 2020, p. 413.
  24. Peña, 2019, p. 149.
  25. Peña, 2019.
  26. Peña, 2019, p. 150; 153.
  27. Peña, 2019, p. 151. «El asunto de fondo era la escasa y dudosa calidad de los escritores españoles de esos años y, al parecer por falta de divisas, el ahorro que suponía publicar traducciones al no pagar derechos a los autores extranjeros».
  28. Peña, 2019, pp. 152-153. «[El boletín del SIPE] era una suerte de circular en la que se advertía de las grietas del sistema, intersticios por donde se infiltraba la inmoralidad».
  29. Peña, 2019, p. 153.
  30. a b Abellán, Manuel L. (1980). «VII. La censura practicada». Censura y creación literaria en España (1939 - 1976). Ediciones Península. p. 110. ISBN 9788429716481. 
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  32. Panchón Hidalgo, Marián (2019). «Las traducciones surrealistas francesas como resultado del cambio social, cultural y político al final del franquismo». TRANS: revista de traductología (23): 233-244. ISSN 1137-2311. doi:10.24310/TRANS.2019.v0i23.5076. Consultado el 22 de septiembre de 2022. 
  33. Pascual Vera (8 de febrero de 2023). «Iglesia, censura y cine Rex». La Opinión de Murcia. «Son los cines tan grandes destructores de la virilidad moral de los pueblos, que no dudamos que sería un gran bien para la Humanidad el que se incendiaran todos… En tanto llegue ese fuego bienhechor, feliz el pueblo a cuya entrada rece con verdad un cartel que diga: ¡Aquí no hay cine!» 
  34. Álvarez Sanz, Vanessa; Marcos Molano, Mar (2019). «El proceso de restauración cinematográfica y la censura en la España franquista: el caso de Los Jueves, milagro». Documentación de las Ciencias de la Información (42). doi:10.5v209/dcin.63909. 
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  41. Ruiz Bautista, Eduardo (2008). Tiempo de censura : la represión editorial durante el franquismo. Trea. p. 84. ISBN 978-84-9704-368-7. OCLC 276813271. 
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Bibliografía[editar]