Discusión:Justine o los infortunios de la virtud

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He ampliando un poco el artículo, añadido enlaces y wikienlaces, creado nuevos capítulos. También he borrado el adjetivo "interminables", referido a las escenas eróticas de la obra, por ser un tanto subjetivo, al igual que el concepto de pornografía, cuando se habla de esta obra literaria, con independencia de la postura personal sobre las fantasías sexuales allí relatadas. --I.S. 11:55 27 dic 2006 (CET)

Sobre el nombre de la protagonista.[editar]

En todas las versiones se llama Justine, aunque en Los infortunios... adquiere el nombre ficticio de Sofía y en Justine... y La nueva Justine... el de Teresa.

Este hecho me parece significativo porque el nombre de Sofía significa sabiduría mientras que el de Teresa significa virtud.

Teniendo en cuenta que en el prólogo Sade nos dice que justine se enfrenta a sus pervertidores con una mediana inteligencia, en la primera versión su nombre denota ironía, ironía que abandona en las siguientes versiones.--Nemo 19:05 27 dic 2006 (CET)

No he leído la primera versión de Justine, pero tomé la información de que en ella la protagonista se llamaba Sofía del prólogo de Isabel Brouard a la edición de Cátedra (ISBN 84-376-0518-0), p. 32, donde dice textualmente que la primera versión "es una especie de cuento filosófico, cuya protagonista se llama Sofía". Se trata de la primera de las tres versiones que Sade redactó de la obra, terminada el 8 de julio de 1787. ¿Es un dato inexacto? Hentzau (discusión ) 19:31 27 dic 2006 (CET)

Espera, que voy a releer los infortunios. Pero creo que sí es incorrecto.--Nemo 19:43 27 dic 2006 (CET)

En Los infortunios... ambas hermanas salen del convento llamandose Justine y Juliette, pero cuando se encuentran, Juliete aparece como la La señora condesa de Lorsange y Justine se hace llamar Sofía (un enredo de Sade para que ambas hermanas no se reconozcan y justificar la trama). Únicamente al final de la obra se llegan a reconocer como hermanas. Debe de ser un lapsus de Isabel Brouard, por lo demás (a mi modo de ver) son un prólogo y una versión de Justine excelentes.--Nemo 19:54 27 dic 2006 (CET)

El enredo está presente en las tres versiones "Me permitiréis, señora, ocultar mi nombre y mi origen; sin —ser ilustres, fueron honrados, y en nada me destinaban a la humillación en la que me veis reducida" lo que cambia es el nombre que adopta Justine frente a su hermana. --Nemo 20:16 27 dic 2006 (CET)

Gracias por la aclaración. Un saludo, Hentzau (discusión ) 20:22 27 dic 2006 (CET)

El siguiente: (*) Texto plano completo en español , no está completo, en una parte, hacia el final de la novela (Anexo entre corchetes {{{{{{ }}}}}} lo que falta, inmediatamente después de la referencia de: Enlaces externos).[editar]

Enlaces externos • Wikimedia Commons alberga contenido multimedia sobre Justine o los infortunios de la virtud. • Wikisource contiene obras originales de o sobre Justine. • Texto PDF en español de la 2ª edición • Texto online extractado, en español • Texto plano completo en español (*) • Texto francés en Wikisource. • Texto completo de la 3ra. edición francesa • Justine (en francés) • Texto completo de la edición francesa de 1751. • Texto completo de la 2da. edición francesa • Audiolibro en francés. • Justine or Good Conduct Well Chastised, 1791, libro online, en inglés. Obtenido de «http://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Justine_o_los_infortunios_de_la_virtud&oldid=64688959»

Por salir tarde de Lyon, aquel primer día tuvimos que dormir en Villefranche, y allí fue, señora, donde me ocurrió la terrible desgracia que hoy me hace aparecer ante vos como una criminal, sin que lo haya sido más en esta funesta circunstancia de mi vida que en ninguna de todas aquellas en que me habéis visto tan injustamente vapuleada por los golpes de la suerte, y sin que otra cosa me haya conducido al abismo que la bondad de mi corazón y la maldad de los hombres. {{{{{{Llegadas a las seis de la tarde a Villefranche, nos habíamos apresurado a cenar y a acostarnos, a fin de emprender una marcha más prolongada el día siguiente; no hacía ni dos horas que reposábamos cuando fuimos despertadas por una humareda espantosa; persuadidas de que el fuego no estaba lejos, nos levantamos apresuradamente. ¡Santo cielo!, los progresos del incendio ya eran más que terroríficos, abrimos semidesnudas nuestra puerta y sólo oímos a nuestro alrededor el estruendo de las paredes que se desploman, el ruido de las vigas que se parten, y los gritos espantosos de los que caen en las llamas. Envueltas por esas llamas devoradoras, ya no sabemos adónde huir; para escapar a su violencia, nos precipitamos en su foco, y nos vemos inmediatamente confundidas con la multitud de desdichados que buscan, como nosotras, su salvación en la huida. Descubro entonces que mi guía, más preocupada de sí misma que de su hija, ni siquiera ha pensado en salvarla de la muerte; sin avisarla, corro a nuestra habitación a través de las llamas que me asaltan y me queman en varios lugares; cojo a la pobre criaturita; me precipito a devolvérsela a su madre, apoyándome en una viga medio consumida: me falla el pie, mi primer gesto es adelantar las manos; este impulso de la naturaleza me fuerza a soltar el precioso fardo que sostengo... Se me escapa, y la desdichada niña cae al fuego bajo los ojos de su madre. En ese instante me cogen también a mí... me arrastran; demasiado conmovida para distinguir nada, ignoro si son ayudas o peligros lo que me rodea, pero para mi desgracia no tardo en averiguarlo cuando, arrojada a un silla de posta, me encuentro al lado de la Dubois que, colocándome una pistola en la sien, me amenaza con abrasarme los sesos si pronuncio una palabra... - ¡Ah, malvada! -me dice-, te tengo en mis manos, y esta vez no te escaparás. - ¡Oh, señora, vos aquí! -exclamé. -Todo lo que acaba de ocurrir es obra mía -me contestó aquel monstruo-; con un incendio te salvé los días, y con un incendio los perderás. De haber hecho falta, te habría perseguido hasta los infiernos, para apoderarme de ti. Monseñor se puso furioso cuando se enteró de tu evasión; yo cobro doscientos Luisespor cada joven que le procuro, y no solamente no quiso pagarme a Eulalie, sino que me amenazó con toda su cólera si no te devolvía. Te descubrí y te perdí por dos horas en Lyon. Ayer, llegué a la posada una hora después que tú, le prendí fuego a través de unos adláteres que siempre tengo contratados; quería abrasarte o apoderarme de ti; te he tenido, te conduzco a una casa que tu huida ha precipitado en la turbación y en la inquietud, y te devuelvo a ella para ser tratada de cruel manera. Monseñor ha jurado que no habría suplicios bastante espantosos para ti, y no bajaremos del carruaje hasta que estemos en su casa. ¡Pues bien, Thérèse! ¿Qué piensas ahora de la virtud? - ¡Oh, señora! Que muchas veces es la presa del crimen; que es dichosa cuando triunfa; pero que en el cielo debe ser el único objeto de las recompensas de Dios, si las maldades del hombre consiguen aplastarla en la Tierra. -No pasarás mucho tiempo sin saber, Thérèse, si existe realmente un Dios que castigue o que recompense las acciones de los hombres... Ah, sí en la nada eterna dónde vas a entrar inmediatamente te permitiera pensar, ¡cómo lamentarías los sacrificios infructuosos que tu testarudez te ha obligado a ofrendar a unos fantasmas que no te han pagado con otra cosa que con desgracias!... Thérèse, todavía estás a tiempo, ¿quieres ser mi cómplice? Te salvo, es más fuerte que yo verte naufragar incesantemente en los peligrosos caminos de la virtud. ¡Cómo! ¿Todavía no has sido suficientemente castigada por tu bondad y tus falsos principios? ¿Qué infortunios necesitas, pues, para corregirte? ¿Qué ejemplos te son necesarios para convencerte de que el partido que tomas es el peor de todos, y que, tal como te he dicho cien veces, sólo cabe esperar reveses cuando, tomando a la multitud a contracorriente, pretendes ser la única virtuosa en una sociedad totalmente corrompida? Das por supuesto un Dios vengador: desengáñate, Thérèse, desengáñate, el Dios que te forjas sólo es una quimera cuya necia existencia sólo apareció en la cabeza de los dementes; es un fantasma inventado por la maldad de los hombres, que no tiene más objetivo que engañarlos, o armarlos a los unos contra los otros. El servicio más importante que se habría podido prestarles hubiera sido degollar inmediatamente al primer impostor que se ocupó de hablarles de Dios. ¡Cuánta sangre habría evitado en el universo un solo homicidio! Vamos, vamos, Thérèse, la naturaleza siempre atenta, siempre activa, no tiene ninguna necesidad de un dueño para dirigirla. Y si este dueño existiera efectivamente, después de todos los defectos con que ha llenado sus obras, ¿merecería de nosotros otra cosa que desprecio e insultos? ¡Ah, si tu Dios existe, Thérèse, cómo lo odio, cómo lo aborrezco! Sí, si su existencia fuera real, lo confieso, el único placer de irritar perpetuamente al que se revistiera de ella sería la más preciosa compensación de la necesidad en que me hallaría entonces de prestarle algún crédito... Una vez más, Thérèse, ¿quieres ser mi cómplice? Se presenta un golpe soberbio, con valor lo ejecutaremos; te salvo la vida si colaboras. El señor a cuya casa vamos, y al que conoces, se aísla en la casa de campo donde realiza sus orgías; lo exige su especial índole; un solo criado vive con él, cuando la visita para sus placeres: el hombre que corre delante de esta silla, tú y yo, querida muchacha, somos tres contra dos. Cuando ese libertino esté en el ardor de sus voluptuosidades, yo me apoderaré del sable con que quita la vida de sus víctimas, tú le retendrás, le mataremos, y mi hombre mientras tanto acogotará a su criado. En esa casa hay dinero oculto; más de ochocientos mil francos, Thérèse, estoy segura, el golpe vale la pena... Elige, sensata criatura, elige: la muerte, o servirme. Si me traicionas, si le comunicas mi proyecto, te acusaré a ti sola, y no tengas la menor duda de que me creerá por la confianza que siempre tuvo conmigo... Piénsalo bien antes de contestarme; ese hombre es un malvado: así pues, asesinándole, no hacemos si no ayudar a las leyes cuyo rigor ha merecido. No hay día, Thérèse, en que ese depravado no asesine a una joven: ¿es, pues, ultrajar la virtud castigar al crimen? ¿Y la proposición que te hago alarmará una vez más tus esquivos principios? -No lo dudéis, señora -contesté-, no es con la intención de corregir el crimen que me proponéis esta acción, es con el exclusivo motivo de cometer vos misma otro. Así que sólo puede haber un gran mal en hacer lo que decís, y ninguna apariencia de legitimidad. Pero hay más: aunque sólo tuvierais el proyecto de vengar a la humanidad de los horrores de ese hombre, haríais mal en hacerlo así, esta tarea no os incumbe: las leyes están hechas para castigar a los culpables, dejémoslas actuar, el Ser supremo no ha confiado su espada a nuestras débiles manos. Sólo nos serviríamos de ella para ultrajarlas. - ¡Pues bien! Morirás, indigna criatura -replicó la Dubois enfurecida-, morirás. No sueñes con escapara tu suerte. -Qué me importa -contesté con tranquilidad-, me liberaré de todos mis males. No hay nada en la muerte que me asuste, es el último sueño de la vida, es el reposo del desdichado... Y como, ante estas palabras, aquel animal feroz se arrojó contra mí, creí que iba a estrangularme; me dio varios golpes en el seno, pero me soltó, sin embargo, en cuanto grité, por el temor de que el postillón me escuchara. Mientras tanto avanzábamos con gran rapidez; el hombre que corría delante hacía preparar nuestros caballos, y no nos parábamos en ninguna posta. En el momento de los relevos, la Dubois cogía su arma y me la apretaba contra el corazón... ¿Qué podía hacer? A decir verdad, mi debilidad y mi situación me abatían hasta el punto de preferir la muerte a los esfuerzos por escapar de ella. Estábamos a punto de entrar en el Delfinesado, cuando seis hombres a caballo, galopando a rienda suelta detrás de nuestro carruaje, lo alcanzaron y, sable en mano, obligaron a nuestro postillón a detenerse. A treinta pasos del camino había una choza donde esos jinetes, que no tardamos en reconocer como de la gendarmería, ordenan al postillón que conduzca el carruaje. Cuando está allí, nos hacen bajar, y todos entramos en casa del campesino. La Dubois, con un descaro inimaginable en una mujer cubierta de crímenes, y que está detenida, preguntó con altanería a esos caballeros si la conocían, y con qué derecho utilizaban esos modales con una mujer de su rango. -No tenemos el honor de conoceros, señora -dijo el oficial-; pero estamos convencidos de que lleváis en el coche a una desdichada que prendió fuego ayer a la principal posada de Villefranche. —Después, examinándome—: Coincide con su descripción, señora, no nos equivocamos; tened la bondad de entregárnosla y de contarnos cómo una persona tan respetable como parecéis ser ha podido encargarse de semejante mujer. -Es una historia de lo más simple -contestó la Dubois, aún más insolente-, y no pretendo ocultárosla, ni tomar partido por esta joven, si es cierto que es culpable del espantoso crimen que referís. Ayer, yo me alojaba como ella en esa posada de Villefranche, salí en medio de la confusión, y cuando subía al coche esta joven se precipitó hacia mí implorando mi compasión, diciéndome que acababa de perderlo todo en aquel incendio y que me suplicaba que la llevara conmigo hasta Lyon donde confiaba en colocarse. Atendiendo mucho menos a mi razón que a mi corazón, asentí a sus demandas; una vez en mi silla, se ofreció a servirme; de nuevo imprudentemente, consentí a ello, y la llevaba al Delfinesado donde están mis bienes y mi familia. Sin duda es una lección, ahora reconozco todos los inconvenientes de la piedad; me corregiré. Aquí la tenéis, señores, aquí la tenéis; ¡Dios me libre de interesarme por un monstruo semejante! La abandono a la severidad de las leyes, y os suplico que ocultéis cuidadosamente la desgracia que tuve de creerla un instante. Quise defenderme, quise denunciar a la verdadera culpable; mis discursos fueron tratados de recriminaciones calumniosas de las que la Dubois sólo se defendía con una sonrisa despectiva. ¡Oh, funestos ejemplos de la miseria y de la prevención, de la riqueza y de la insolencia! ¿Era posible que una mujer que se hacía llamar la señora baronesa de Fulconis, que exhibía el lujo, que se atribuía tierras y una familia, cabía que una mujer semejante pudiera resultar culpable de un crimen en el que no parecía tener el más pequeño interés? Por el contrario, ¿Acaso todo no me condenaba a mí? Yo carecía de protección, era pobre, resultaba evidente que era culpable. El oficial me leyó las denuncias de la Bertrand. Era ella quien me había acusado; yo había incendiado la posada para robarla con mayor comodidad; había arroja do su hija al fuego, para que la desesperación en que este suceso iba a sumirla, cegándola sobre el resto, no le permitiera ver mis maniobras: yo era además, había añadido la Bertrand, una mujer de mala vida, escapada de la horca en Grenoble, y de la que ella se había neciamente encargado por un exceso de complacencia hacia un joven de su pueblo, mi amante sin duda. Públicamente y en pleno día había acosado a unos frailes en Lyon: en una palabra, no había nada que esa indigna criatura no hubiera aprovechado para perderme, nada que la calumnia agriada por la desesperación no hubiera inventado para envilecerme. A petición de aquella mujer, habían realizado un examen jurídico en el lugar de los hechos. El fuego había comenzado en un henil donde varias personas habían declarado que yo había entrado la noche de aquel día funesto, y eso era cierto. Buscando un excusado mal señalado por la sirvienta a la que me dirigí, había entrado en aquel desván, sin encontrar el lugar deseado, y había permanecido allí el tiempo suficiente para hacer sospechar aquello de lo que me acusaban, o para ofrecer por lo menos probabilidades; y, como sabemos, esto son pruebas en este siglo. Así que por más que me defendiera, el oficial sólo me respondió estrechando los grilletes. -Pero, señor -dije antes aún de dejarme encadenar-, si hubiera robado a mi compañera de viaje en Villefranche, el dinero debería estar en mi poder: que se me registre. Esta ingenua defensa sólo provocó risas; me aseguraron que yo no estaba sola, que era seguro que tenía unos cómplices a los que había entregado las cantidades robadas, al escapar. Entonces la malvada Dubois, que conocía la marca que yo había tenido la desdicha de recibir tiempo atrás en casa de Rodin, fingió por un instante la conmiseración. -Señor -le dijo al oficial-, se cometen cada día tantos errores sobre todas esas cosas que me perdonaréis la idea que se me ocurre: si esta joven es culpable del acto de que la acusan, a buen seguro no es su primer delito; no se llega en un día a fechorías de esta naturaleza. Examine a esta joven, señor, se lo ruego... si por casualidad encontrara sobre su desdichado cuerpo... pero si nada la acusa, permitidme que la defienda y la proteja. El oficial aceptó la comprobación... estaba a punto de realizarse... -Un momento, señor -dije, oponiéndome a ello-; esta investigación es inútil. La señora sabe perfectamente que yo llevo esta espantosa marca; sabe perfectamente también qué infortunio la ocasionó: este subterfugio por su parte es un acrecentamiento de horrores que se desvelarán, así como todo el resto, en el mismo templo}}}}}} de Temis. Conducidme allí, señores: aquí tenéis mis manos, cubridlas de cadenas; sólo el crimen se sonroja de llevarlas, a la virtud desgraciadamente la hacen gemir, y no la horrorizan.

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