Usuario:Agus ferrocarril/Taller

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Ramón Santamarina[editar]

El político argentino Julio A. Costa dedicó a ello un artículo, del cual se extrajeron algunos pasajes.

El padre era el prototipo del pródigo, afectuoso, frívolo y desordenado, y el niño era ya un trabajador en miniatura, juicioso, aplicado, disciplinado y económico. (...) Cuando el capitán hubo gastado en Madrid toda la fortuna de la madre, volvió al hogar disimulando su pena para no contrariar a su esposa, a la cual amaba y con quien era galante y rendido, y convidó al niño, que estaba en vacaciones, a una excursión a caballo a La Coruña, la gran capital de las provincias gallegas. El niño aceptó y apercó cuidadosamente su jaquito andaluz y poniendo su capa y sus avíos a la grupa, como vio hacer al padre, partieron de galope.

Cuando desmontaron frente a la explanada de la Torre de Hércules, donde rugía el mar sombrío salpicándoles con la espuma de sus olas, el triste capitán le dijo al niño: Hijo, en mí se cierra el pasado que se derrumba y tú eres el futuro que debes reconstruirlo, porque la fortuna no está en las propiedades ni en la hacienda, sino en el hombre animoso y económico. ¿Me juras, hijo, por esta cruz de mi espada y por Dios nuestro Señor, que si yo muero, tú restaurarás la fortuna de la madre y nada le faltará del bienestar al que está acostumbrada? El niño, poniendo la palma sobre la cruz con la solemnidad de un viejo castellano, le contestó: Padre, aunque chico he visto y te he comprendido, si vuestra merced llega a faltar, lo que Dios no permita, yo con su ayuda y con mi trabajo multiplicaré la fortuna de mi casa y de nada carecerá mi madre ni mis hermanitos. El padre lo levantó en brazos hasta su alta estatura, lo cubrió de besos y lloró las primeras lágrimas de su vida sobre aquella cabecita blonda. Después lo puso de nuevo sobre la adusta explanada de la Torre de Hércules, sobre la peña rugiente del viejo Cantábrico. Los que acudieron encontraron a aquel niño abrazado a aquel cuerpo sin vida y le llevaron a la madre, quien se acostó esa noche postrada de dolor y no volvió a despertar. Después vinieron los acreedores y no quedó piedra sobre piedra de la casa arruinada.

El huérfano lió en un pañuelo de yerbas sus ropitas, que ensartó en un palo a modo de linguera, y se fue al puerto de La Coruña a ayudar en la descarga de los bagajes de los pasajeros, con lo que se ganaba algunos centenes. De noche se iba a pie como veinte cuadras hasta la Torre de Hércules, donde le daban albergue, porque en el día fatal se había hecho amigo del hijo del guarda del faro; este niño fue el primero que acudiera a la detonación y se había puesto a llorar junto con el huerfanito. (...)
Julio A. Costa[1]

Pero no todo era tranquilidad en aquellas alejadas tierras donde Santamarina forjaba civilización. Más de una vez tuvo que enfrentar graves peligros, tal como ocurrió cuando tuvo que luchar contra la banda del Tata Dios, que con sus depredaciones tenía aterrorizada a toda la zona. Costa también relató este episodio.

El 1 de enero de 1872, aparecían los asesinos en Tandil, (...), con su programa de exterminio de todos los extranjeros. Tata-Dios, como llamaban a su jefe, era el curandero y brujo Jerónimo Solanet y mandó a conminar a Ramón Santamarina, que estaba en su estancia Los Ángeles, en los mismos días en los que la banda sacrificaba a la familia Chapar y otras.

Santamarina le contestó al mensajero del Tata-Dios que lo esperara esa noche en la estancia Dos Hermanos, donde se iba a defender y lo iba a pelear con sus numerosos peones armados. Tata-Dios enfurecido y sabido a que atenerse respecto a los peones, más suyos que del estanciero, lo esperó en Dos Hermanos toda la noche. Santamarina le dio el esquinazo al bandido, yéndose de Los Ángeles a Tandil, sólo con su cochero y su americanita, al paso de sus trotadores criollos. Llegó allí a la madrugada, donde se juntaron y concertaron con el coronel Machado y otros vecinos, congregados para reprimir las atrocidades cometidas, y se apoderaron de los bandoleros llevándolos a la cárcel del pueblo. Allí murió Tata-Dios de un trabucazo, asestado por entre las rejas de la prisión por un hijo de las víctimas.

En aquella respuesta al bandido, fue la única vez en la vida que Santamarina no dijo la verdad y faltó a una cita, derrotando a los asesinos del Tandil con una figura de contradanza como las del manco Paz. Por esta vez, el honorable hacendado pudo decir que el fin justifica los medios.
Julio A. Costa